Al teatro vernáculo cubano se le ha idolatrado y combatido con igual fuerza: una de las muchas contradicciones que han hecho de su existencia un fenómeno tan interesante. Surgido en mayo de 1868 con la irrupción de los bufos cubanos, venía ya decantándose desde algunas décadas atrás, y tuvo en el gran caricato Francisco Covarrubias su primer rostro perdurable. Este tipo de representación, comedia ligera cargada de comentarios satíricos, tuvo desde su inicio el favor del público, tanto como problemas con la censura, que veía con malos ojos ese afán crítico, punzante y ridiculizador que le caracterizaba. El 22 de enero de 1869, en el Teatro Villanueva, una función del sainete Perro huevero aunque le quemen el hocico desató la célebre matanza que hoy se recuerda al celebrar en esa fecha el Día del Teatro Cubano. Prohibiciones, silencios, ausencias. Nada de eso logró desarticular del todo a nuestra escena vernácula, que perduraría siempre, y que desencadenó no solo la famosa trinidad del negrito, la mulata y el gallego, sino que además abriría paso a la más larga temporada teatral que se recuerde: esos treinta y cinco años en que el Teatro Alhambra mantuvo funciones diarias y que solo llegó a interrumpir la caída del techo del coliseo de la calle Zulueta.
Un documental viene a rescatar parte de esa historia, y por suerte se ha hecho eco de lo que he recordado, trayendo al presente muchos de los conflictos que el teatro vernáculo sigue incorporando. Pedro Maytín, que ha dedicado ya otra entrega a la bailarina Zenaida Armenteros, ahora pone frente a la cámara a numerosas personalidades que brindan sus criterios acerca de eso que es ya más que teatro. Porque lo vernáculo no se limita a lo que hemos visto en los escenarios: sus personajes tipos, sus modelos, se han fundido con nuestra realidad, y no es demasiado difícil reconocer en las calles gestos, voces, actitudes que nos remiten al comportamiento de aquellos caracteres. Los intereses, la doble moral, el sentido jocoso y erótico de una frase, la economía, los anhelos de ascenso en la escala social: todo ello sigue siendo parte de la vida del cubano, y eso garantiza a los fantasmas del bufo una existencia mucho más actual de lo que imaginaron sus fundadores. La tradición vernácula en el teatro cubano, con guión y narración de Carlos Padrón, producido por la Agencia Caricatos, recupera grabados, fotos, voces, imágenes de esa batalla que, entre nosotros, sigue siendo la manera en que nos vemos en la escena, y también fuera de ella.
Con testimonios de lujo aportados por actrices y actores de valía —Aurora Basnuevo, Enrique Pineda Barnet, Dagoberto Gaínza, Nancy Campos, Natalia Herrera, Manolín Álvarez, Evert Álvarez, Obelia Blanco, Ariel Bouza…— a los que se suma desde su trabajo como investigadora Esther Suárez Durán, el documental repasa una órbita en la que se discute el legado, a veces tan amenazado, de este tipo de presentaciones. Los nombres de Arquímedes Pous, la familia Robreño, y de notables compositores que dieron su talento a las obras del Alhambra y luego al Teatro Martí, se enlazan a mitos como Candita Quintana, Garrido y Piñero, Enrique Arredondo, Alicia Rico, Carlos Pous, Bringuier, Blanca Becerra: ídolos de esa tradición, ya todos fallecidos. La visión nostálgica no termina por imponerse, porque el documental hilvana esas presencias con los diálogos que ahora mismo tienen otros teatristas, afanados en que la comedia nacional siga bebiendo de esas lecciones que ellos nos legaron. Y el documental termina con una interrogante hacia el futuro del teatro vernáculo: una apuesta que se ganará sobre las tablas, por encima de cualquier negación absurda o recelo demasiado estetizante.
Pertenezco a una generación que tuvo dos fortunas, justo a la entrada del nada afortunado periodo especial. Mientras comenzábamos a estudiar teatro, coincidían en las carteleras de La Habana La bella del Alhambra, el filme que Pineda Barnet dedicaba a los creadores de nuestra escena, y La verbena de la paloma, espectáculo que Berta Martínez dirigió con Teatro Estudio para demostrar el engarce entre el teatro chico español y nuestro teatro bufo. De esas dos producciones aprendimos que todo eso nos pertenecía, y llegamos a memorizar estrofas y parlamentos de esas obras. Por ello supimos que eso era también parte de nuestra cultura, gozo que nos pertenece, y al que debemos dirigir la mirada para entendernos mejor. Este documental rinde tributo a todo eso, nos hace volver sobre esos pasos, y nos lanza preguntas de futuro. Lo hace con humildad y con respeto. Y nos provoca risas y carcajadas que el desparpajo de esos maestros aún logra arrebatarnos. Vale agradecerle por ese regreso en el tiempo y por su voluntad de rehuir la mirada de museo deshabitado. Porque el teatro vernáculo nos habla de frente. Y es de esa manera, también con este documental, que nos reclama aplausos.