- La vida cambió
I
Nosotros, los que nacimos en los años sesenta del siglo xx —hijos notables de la alta fidelidad, el sonido analógico, las revoluciones y los sueños que no se deben posponer—, somos «hijos y fruto» de algunas vanguardias que se reflejaron sobre todo en la música que nos formó, la que fuimos escuchando y la que nos ha correspondido hacer, bailar y vivir.
Algunos tuvimos la suerte y el placer de escuchar y vivir algunos de esos ritmos cubanos, conocer a muchos de los que los crearon, sus secretos y hasta el orgullo de que formaran parte de nuestras familias. Fueron el pan nuestro de cada día junto a las vanguardias que nos rodearon, las que involucraron nuestro pensamiento y forma de vivir.
Esas vanguardias llegaron a nosotros en forma de charangas, de conjuntos, de combos y de bandas de jazz a la cubana, las validamos y nos convertimos en sus abanderados. Sus impulsores fueron nuestros líderes e ídolos dignos de un culto que no deja de asombrarnos. Queríamos parecernos a ellos, estar en su órbita y recibir su aprobación para ser aceptados, admitidos y proponer nuestras ideas e inquietudes como parte del cuerpo vivo de la historia.
Manolito Simonet sabe de estas cosas que digo.
II
Han pasado veinticinco años desde la primera vez que compartí —previo apretón de manos— un sueño o una idea con Manolito Simonet. Él soñaba con conquistar Cuba con un sonido distinto.
Era una calurosa tarde de agosto de 1992 y me sorprendió el mundo de ideas, el horizonte de música que me contó. Ciertamente nunca había oído su nombre, pero me conquistó su voluntad de ser diferente en tiempos difíciles.
Volvimos a vernos días antes de que terminara aquel año y me invitó al ensayo de su orquesta; era una tropa «pletórica de utopía» que secundaba sus ideas y sueños. A primera vista —perdón: oída— su música me recordó aquellos primeros años de la tropa vanvanera —era una charanga—, pero con notables diferencias; y debo confesar que la propuesta resultaba interesante. Eran los únicos que no pretendían orbitar sobre el sonido trepidante de la timba de entonces.
Fueron pasando los años y la música. Los primeros aportaron canas, hijos, vivencias y sabiduría. La música se fue perfeccionando, tomando su propio cause, y poco a poco Manolito Simonet y sus músicos —ahora agrupados bajo el blasón del Trabuco— encontraron un sonido muy peculiar, distinto y a la vez complementario de estos tiempos.
Así han llegado los discos, algunos con mayor fortuna que otros, pero cada uno pensado de forma serial, conectado invisiblemente a la consecución de un sueño.
III
Un disco. Solo se necesita un disco para materializar todos los sueños; para que sea la guinda del pastel, para entrar en la historia y ser parte de una leyenda. Un disco es la suma de muchas inteligencias, de conocer a fondo los secretos de la química inorgánica y de dominar algunos de los inventos de Arquímedes, sobre todo su teoría del «tornillo» —esa espiral inacabable que impulsa fluidos y sólidos en una dirección, preferiblemente hacia el infinito—, que aplicable a la música cubana nos habla de su proyección dialéctica.
Un disco cambió hace veinticinco años la vida de Simonet y sus músicos. Hoy otro disco nos propone e impone la importancia del cambio, del progreso y de su visión de la vanguardia musical de estos tiempos.
Ciertamente La vida cambió, y la música con ella. Así se nos presenta este manifiesto que confirma la madurez sonora de una orquesta y un homo musical de estos tiempos.
Aquí está definido totalmente el sonido del Trabuco. Es un manifiesto sonoro de la música popular bailable cubana de estos tiempos digitales; es incluyente porque piensa en todas las generaciones —incluyendo la Z—, y nos hace disfrutar de todos los ritmos cubanos posibles en una sabia combinación de tradición y vanguardia. No aburre.
Es una música y una poética netamente urbana. Así lo afirmo, pues lo urbano es aquello donde convivimos, soñamos y nos hacemos notar; es el espacio donde nacen los personajes que conocemos por medio de las canciones y el verbo que el músico nos propone.
En cada tema están presentes los sonidos y las voces del hombre citadino, sus aspiraciones, dolores, alegrías y tragedias, que bien pueden ser las nuestras.
Este es disco de los discos. Es el Trabuco, el piano de Manolito, su talento y desvelos, la compañía inagotable de los amigos —aquí no falta el sin par Germán Velazco animando sueños—, la confianza de los músicos y la voluntad infinita de hacer la mejor de todas las músicas: la cubana.
Estos son los hechos que enfrentamos. Es la hora de bailar. Tenemos el derecho.