Ser parte de un modo de ver, sentir y valorar los productos genuinos o aparentes de la esfera artística implica colocarse dentro de algunas de las escalas y concepciones que definen a los públicos.

Demasiado se ha comentado sobre la función del público en la recepción de las obras artísticas. Las nociones de gusto y de identificación cultural se asumen casi siempre como fundamento de la apropiación de las imágenes, objetos y eventos de ese campo tan vasto que denominamos arte. Público y propuesta estética conforman, para la mayoría de las personas que se ocupan de tales asuntos, los componentes principales de ese universo imaginativo. Se trata del momento de la producción y el de su finalidad concreta: el consumo. En las artes visuales, por ejemplo, sucede que toda exposición va destinada a ser contemplada, valorada y asimilada o no por esa masa tan diversificada que comprende a los museógrafos, coleccionistas, diseñadores de ambientes, urbanistas, arquitectos, inversores que se valen de las obras de arte en función de su capital, o simples amantes de lo bello y trascendente. De ahí que las creaciones que abarca requieran, para poder completarse, de sus disímiles destinatarios.
Mas no existe un solo público. Hay tantos públicos como numerosas son las objetivaciones de la conciencia artística o sus simulacros. Cada público corresponde a uno de los estamentos sociales estratificados según razones antropológicas, comportamientos culturales y posibilidades financieras. Ser parte de un modo de ver, sentir y valorar los productos genuinos o aparentes de la esfera artística implica colocarse dentro de algunas de las escalas y concepciones que definen a los públicos. No es lo mismo admirar el arte por su naturaleza sensorial, que dialogar con él, comprenderlo, ponerlo en interacción con otros campos de la realidad y la cultura, integrarlo al contexto privado de existencia, o apreciarlo por lo que aporta en términos monetarios. De esas actitudes espirituales, reflexivas e interesadas se derivan los contempladores, decodificadores, usufructuarios y negociantes de bienes que constituyen una emisión estética sustancial, o son únicamente envolturas fabricadas mediante formas, materias, instrumentos, rituales, métodos constructivos y signos de las distintas sintaxis del arte.
El principio consuntivo culto ante piezas genéricamente convencionales,  renovadoras, interactivas o transa-estéticas se expresa en personas que coinciden, sin importar el sitio donde estén, por ser integrantes de un público de nivel alto. Mirar lo que hacen los artistas como si se observara una cosa atractiva, extraña o adecuada para decorar el entorno no es más que una reacción superficial, elemental y propia de quien carece de la especial sensibilidad preparada para recibir la carga emocional, sicológica, social y semiótica contenida en el arte verdadero; o es que no le importa el valor cultural de este. Semejante modalidad subalterna y nada compleja del consumo de las realizaciones artísticas —sean estas amateurs, profesionales o falaces— deviene mayoritaria; y quienes pertenecen a ella son los que adquieren esa suerte de «género» unidimensional situado entre diseño y artesanía, desproblematizado y fácil de vender, disfrazado frecuentemente de «contemporáneo», que inunda galerías, ferias y otros sitios donde el  negocio desplaza a la autenticidad del arte.
Los diferentes públicos, cuando se convierten en compradores del arte visual, ejercen una fuerte influencia sobre el acto de decidir qué se hace por los artistas. A partir de aquello que los consumidores desean tener, los mediadores activos (críticos, curadores de mercado, dealers, rectores de ferias y subastas) conforman una red de valoración, promoción, especulación y comercialización que a la vez que satisface a los destinatarios predeterminados, genera ganancias en los intermediarios axiológicos y prácticos. No estaba errado «El Moro» Marx al señalar que en el dominio del arte se forma, a la vez, un objeto para el sujeto y un sujeto para el objeto. Cada público incide en la aparición y desarrollo del arte que le es afín; y cada escuela, tendencia o estilo artístico se orienta hacia un público específico, que contribuye a conformar.
Lo erróneo —en la propagación cultural, pero sobre todo en las acciones de mercado— es destinar un tipo de obra artística al público equivocado; o absolutizar las características de recepción y consumo de algunos de los públicos, como si estos fueran los únicos destinatarios de las expresiones del arte. Cuando esto ocurre, disminuyen las variables comerciales, se dejan de vender muchas piezas con calidad y originalidad, olvidándose públicos que pueden ser potenciales compradores de creaciones que así son injustamente desplazadas. Esto último —en países subdesarrollados como el nuestro— puede generar miseria material y desgarramientos en artistas con aportaciones culturales y planteamientos éticos o filosóficos, al no proyectarse sus producciones hacia los consumidores apropiados. De hecho, una visión reductiva entre arte y público, o entre emisión cultural y mercado, derivada de los beneficios que esta puede aportar a determinados publicistas e intermediarios o entidades privadas y estatales de ventas, atenta contra la riqueza de las alternativas estéticas, y simultáneamente contra la diversidad de los públicos genuinos. Debemos tener presente que el consumidor orgánico fundamental de las obras artísticas verdaderas es el del país donde viven, sienten y se expresan los artistas que las procrean. Existen conexiones objetivas y subjetivas, de historia real y de espiritualidad, que lo explican. Por eso la importancia de contar con un público nacional cultivado y diverso, en condiciones de convertirse en receptor natural y patrimonial de tales bienes. La ausencia de los destinatarios autóctonos para el arte conspira contra su salvaguarda como tesoro de la nación, suele sustituir la universalización de esencia por construcciones «estéticas» neutras y vacías, y da paso a una dependencia del artista que lo obliga (en pos de ganancias pecuniarias) a trabajar para una circulación de mercancías «artísticas» destinadas a complacer solicitudes ajenas con fines de lucro o financieros.
Gravita un enorme peligro para artistas y públicos: aceptar que sea la fabricación de un simulacro exitoso de «arte» para la exportación lo que prevalezca como égida y criterio de valor museográfico y mercantil. Cuando los coleccionistas y amantes de arte coterráneos de los artistas no son interlocutores y receptores clave de los que estos imaginan, los principios de veracidad y nacionalidad expresiva se diluyen, por lo que las obras y los eventos estéticos devienen entonces sucedáneos de una producción globalizada, sin identidad y desprovista de fecunda vibración humana.