Acosta en Apollo / Carlos Acosta junto a Marianela Núñez, quien se encuentra en la cumbre de su arte.

SE COMENTABA QUE CARLOS ACOSTA PONDRÍA FIN A SU CARRERA DE BAILARÍN CLÁSICO, PERO TODAVÍA CREA EUFORIA POR SU MANERA DE LLENAR EL ESCENARIO

Ya habíamos tenido su despedida, que se transmitió para el mundo desde la escena del Covent Garden; posteriormente, en diciembre pasado, Carlos Acosta nos dijo adiós desde el Coliseum Theatre. Un año más tarde se comentaba que, definitivamente, el cubano pondría fin a su carrera de bailarín clásico para dedicarse, en lo sucesivo, a la compañía y a la academia de danza que recién había creado en Cuba. Sin embargo, en los programas de los espectáculos siempre se apresuraban en aclarar: «Es solo un hasta luego».
Ahora, en una tarde otoñal de viernes, gracias a The classical farewell, una auténtica marea humana acude a las puertas del Royal Albert Hall. Reina aquí una especie de euforia, un ambiente de fiesta que todos hemos vivido alguna vez y, al mismo tiempo, total impaciencia por disfrutar la maravilla prometida.
Si es cierto que celebrar el acontecimiento en el Royal Albert Hall no fue la elección más juiciosa, la estrella cubana no escatimó en recursos al movilizar una orquesta, cuarenta coristas, seis amigos del Royal Ballet, todos solistas o principales de la prestigiosa compañía inglesa, y dos jóvenes bailarines de La Habana. En el menú: piezas de repertorio, por supuesto, entre las que están cinco firmadas por MacMillan y dos de Balanchine y Ashton. Y, fiel a sí mismo y a su isla natal, Acosta extendió el programa con piezas contemporáneas de dos jóvenes coreógrafos cubanos: Raúl Reinoso (Anadromous) y Miguel Altunaga (Memoria).
Las leyes de la gravedad han influido, lógicamente, sobre Acosta. Ahora, a sus 43 años, el ballon y la rapidez de ejecución en pasos complejos que construyeron su reputación pertenecen al pasado. Pero su aura, su manera de llenar el escenario, de atraer la mirada del público sobre su persona, de dar vida al personaje que interpreta, permanece intacta, así como su rol de partenaire ejemplar. Esta es, por otra parte, una de las de la presentación: la generosidad y el respeto que ofrece a su pareja de baile. Y desde luego, cuando es secundado en escena por la Núñez, se alcanza la cúspide en el arte del pas de deux.
La complicidad y el respeto que se profesan ambas estrellas de origen latino prenden fuego a las tablas. Ella es su Masha de los amantes de Winter Dreams: su despedida apasionada expresa magníficamente, y a flor de piel, toda su desesperación, su sufrimiento al aceptar ese destino que les traiciona y les separa. Más adelante, ambos le ofrecerán al público un instante de gracia balanchiniano con ese Apollo que quedará grabado para siempre en las memorias. Como buenos compañeros, no vacilan en lanzarse desafíos más tarde en Don Quijote: los 32 fouettés, brillantemente ejecutados por la Kitri de una Marianela volcánica, impulsan a Acosta a ofrecernos unos giros a la seconde espectaculares, ante un auditorio delirante.
Marianela Núñez se encuentra en la cumbre de su arte. Baila magníficamente bien, con una gran personalidad. Posee un don de gente. Su encanto y su arte de establecer una cálida relación con el público le permiten ser una gran embajadora de la danza. Es de esos artistas que traen una ganancia adquirida antes de salir a escena, como la Callas, quien tenía ese arte de conquistar en cuanto aparecía, y sin haber cantado. La Núñez seduce antes de esbozar sus primeros pasos. Es, mundialmente, la encarnación de toda la danza inglesa, con su notable sentido de la tradición, de la elegancia y de la grandeza.
Yuhui Choe resplandece en Réquiem, de MacMillan. Es uno de los momentos fuertes de la velada, mientras se escuchan  las primeras notas de Pie Jesu de Fauré, bajo la «barita mágica» de Paul Murphy. Sin embargo, si hay un recuerdo de Acosta que deseo conservar intacto es su interpretación en este pas de deux. Pero la joven coreana, tan ingeniosa, con tanto brío y nitidez en sus movimientos, emociona e irradia al lado del cubano.
Laureada del Prix de Lausana, Yuhui Choe ejecuta de modo verdaderamente impecable Rhapsody, la coreografía de Ashton sobre la música de Rachmaninov. A su lado, Valentino Zucchetti saca provecho para bordar con sus piernas, proponer un trabajo de pies de una precisión extraordinaria y encadenar los pasos en una sola tirada, sin el menor esfuerzo aparente y con la más absoluta precisión. En Mayerling, impresiona en su Bratfisch, que intenta en vano provocar a Mary y Rodolphe para que bailen con él, haciendo malabares con su sombrero. El italiano que nos había seducido como Lescaux hace ya dos temporadas, muestra aquí un talento de actor fantástico y refinado.
MacMillan lleva a la danza el fin trágico del archiduque, príncipe heredero de la corona de Austria, quien minado por la sífilis y presa de violentas crisis de demencia, acabó por asesinar a su amante para luego suicidarse. Carlos Acosta es la encarnación perfecta de este héroe romántico, prisionero y consentidor de su destino trágico. La presencia escénica de Laura Morera, impresionante, le secunda. Su Mary Vetsera es intrigante, conmovedora y naturalmente aparece impregnada de dramatismo, de misterio trágico… ¡Un don de actriz raro en las bailarinas! Antes, en la velada, ya la estrella ibérica había dado vida a su Manon gracias a un dominio perfecto de la técnica, unido a una sensibilidad musical asombrosa.
En Sarah Lamb, MacMillan encuentra una valiosa embajadora que transforma el esfuerzo como una pasionaria. La Lamb es pródiga de espíritu y de teatralidad en Gloria, obra del coreógrafo británico inspirada en la autobiografía de Vera Brittain, Memorias de juventud. Un instante suspendido en el tiempo, de una belleza inconmensurable.
La artista nos propone asimismo una interpretación muy personal de la Muerte del cisne: sus brazos son sorprendentes, sus muñecas delicadas. Y más allá de un ejercicio de estilo, su cisne da verdaderamente la impresión de agonizar y de morir.
Acosta le reservó al público londinense una bellísima sorpresa al develarnos a dos artistas que se sumaron a las filas de su compañía, dos nombres que habrán de imponerse en los escenarios internacionales: la joven Gabriela Lugo y el también joven Luis Valle. Él, exprimera figura del Ballet Nacional de Cuba, es poseedor de una gran musicalidad, de un físico excelente y de unos potentes y bien dibujados pectorales. Baila de modo felino, con arranques, ralentíes, pasos rápidos y chispeantes, movimientos hechos como relámpagos, paradas súbitas como en ciertas imágenes cinematográficas y ¡qué ballon! La escritura coreográfica de Raúl Reinoso articula y combina los cuerpos de ambos jóvenes cubanos, quienes desafían los desafíos técnicos y las leyes de la gravedad. Gabriela Lugo posee, por su parte, las mismas cualidades de presencia física y de encanto que las más grandes.
Este Classical Farewell es un himno a la belleza, a la gracia, un plató donde se cruzan y se entremezclan artistas de gran calidad que elogian a coreógrafos prestigiosos. En un último cuadro, Acosta atraviesa la escena, solo, y se sienta, sofocado después de haber bailado, con banda sonora, su electrónica Memoria, un solo que brinda la oportunidad al héroe de la velada de poner en evidencia su fuerza física, que juega con desequilibrios y hace contorciones sobre figuras tomadas del hip hop o de las artes marciales. Luego, las últimas notas de Chaikovski, deliciosamente interpretadas por Robert Clark, confieren al cuadro final una dimensión intimista: Acosta, solo, ante su público. Instantes solemnes. Y el monstruo sagrado se pone una sudadera, se coloca su mochila en bandolera y dirige con su mano adiós a su público antes de retirarse del escenario, mientras los proyectores enfocan el par de zapatillas que ha dejado allí. Y, entonces, el primer «Thank you, Carlos!» resuena en el inmenso anfiteatro de ladrillos rojos, donde hará eco una ovación de pie y un homenaje conmovedor que arrancarán las lágrimas de la estrella cubana.