Chucho Valdés al piano. Lo acompaña Gastón Joya. Foto: Calixto N. Llanes.

Creo que todavía en Cuba no somos conscientes de que, desde hace años, los cubanos estamos a la vanguardia en el llamado jazz latino o latin jazz, más allá de las crecientes objeciones al término por parte de investigadores como la argentina Berenice Corti, que cuestionan la aludida denominación por el hecho de que fue creada de entrada para referir, describir y sobre todo categorizar  la unión entre las músicas afrocaribeñas, en especial la de nuestro país y la de Puerto Rico, con el jazz hecho en Nueva York . Lo cierto es que nosotros hemos tenido nuestra propia historia de práctica del jazz, que ya abarca un período de cien años dentro del territorio nacional, con una tradición independiente a la de Estados Unidos.
Nadie que sea un estudioso del acontecer musical cubano de los últimos años podría ignorar el buen momento que en el presente vive el jazz hecho por mis compatriotas, tanto en el país como en el seno de la diáspora, a lo cual ha contribuido de modo especial la celebración del festival Jazz Plaza, evento organizado inicialmente por una modesta institución cultural de un municipio de La Habana, y, más recientemente, del concurso Jo-jazz. Ni los furibundos optimistas entre los asistentes a la sala-teatro de la Casa de la Cultura de Plaza en febrero de 1980 podíamos imaginar que aquel casi clandestino primer encuentro de los jazzistas del patio, organizado por Armando Rojas y Bobby Carcassés, devendría uno de los festivales más esperados por músicos y público en general.
Cuando se inició la historia del Jazz Plaza en 1980, la inmensa mayoría de los cultores locales del jazz no podían dedicarse a tiempo completo a la manifestación, sino que ganaban su sustento en agrupaciones de música popular o como intérpretes de otros géneros, situación que ha ido cambiando con el transcurrir del tiempo. Si bien hoy tenemos instrumentistas que trabajan a tiempo completo como cultores del primer gran lenguaje sonoro del pasado siglo xx, aún las posibilidades laborales para dichos músicos resultan en no pocas ocasiones escasas, situación que es más visible sobre todo en el caso de los residentes en territorios fuera de La Habana.
Hay que señalar que por mucho que se alargue la programación del Jazz Plaza —ha tenido hasta una semana de duración— o se añadan más localidades —entre las principales y secundarias—, músicos y aficionados nunca quedan satisfechos del todo, porque lo que se añora es una programación sistemática del género y no solo una jornada específica. De tal suerte, se ha intentado mantener viva la llama jazzística el año completo, por medio de la creación de centros nocturnos donde se presenten los cultores del género. En correspondencia con semejante anhelo, en la segunda mitad de los ochenta en La Habana surgió el Maxim, como club de jazz que tuvo en la figura de Bobby Carcassés a su promotor y anfitrión. Incluso, en un momento dado, el sitio fue renombrado como Club Chano Pozo, con la develación de una tarja en homenaje al recordado percusionista, quien fuese uno de los protagonistas del maridaje entre el bebop y los ritmos cubanos, que dan origen a lo que se conoció como cubop. Lamentablemente, un proyecto tan hermoso como aquel y que hasta el día de hoy sigue siendo el único intento de rendir homenaje a la memoria del gran tumbador y compositor de temas como Manteca, murió por desidia y desatención por parte de las instituciones relacionadas con dicho proyecto.
No fue hasta bien entrado el segundo quinquenio de los noventa cuando la iniciativa de tener un club en La Habana para los cultores del jazz se retoma, esta vez en un sitio nombrado La Zorra y el Cuervo, ubicado en la zona más céntrica de la capital cubana. Empero, desde que abrió, la entrada al sitio siempre ha sido en moneda convertible, lo cual limita notablemente el acceso del ciudadano común.
A partir del modelo establecido por La Zorra y el Cuervo, tiempo después apareció el Jazz Café, con idéntico alto precio, pero con una atmósfera general que nunca ha conseguido registrar la magia y el espíritu que reinan en el club de La Rampa capitalina.
Una experiencia en la que no pocos ciframos un fuerte cúmulo de esperanzas, entre otras cosas porque el precio por la entrada resultaba mucho más accesible, fue el surgimiento de lo que se conoció bajo el nombre de Club Irakere, auspiciado por Chucho Valdés, pero que fracasó en buena medida por el divorcio que se produjo entre los intereses de tipo gastronómico y los de corte cultural, a lo que también se añadió cierta dosis de desatención al proyecto por parte del propio Chucho.
En relación con lo sucedido fuera de los ámbitos de La Habana, territorios donde las oportunidades de presentación que tienen los intérpretes de jazz son muy escasas, la historia de los clubes del género ha sido bastante desafortunada. Así, en provincias como Las Tunas y Holguín se han creado algunos centros, los que han sobrevivido por un corto periodo de tiempo. En tal sentido, el más afortunado ha sido uno surgido en Santiago de Cuba —todavía vigente—, factor fundamental para que en la actualidad en dicha ciudad existan varias interesantes agrupaciones jazzísticas. No podría obviarse en cuanto a los espacios para el jazz el desarrollo de peñas al estilo de las del barrio habanero de  Santa Amalia, las del Club Cubano de Jazz en su segunda temporada y otras menos conocidas mas con entusiastas asistentes, así como lo llevado a cabo de un tiempo a acá en Fábrica de Arte Cubano (FAC).
El último de los locales abiertos para los amantes del jazz entre nosotros y para los visitantes interesados en semejante propuesta musical ha sido el Café Miramar, concebido de inicio solo para que allí se tocase este género, cosa que ha cambiado en semanas recientes al asumir la dirección de la instalación un nuevo equipo administrativo, el cual ha comenzado a programar en el espacio otras manifestaciones sonoras que nada tienen que ver con lo puramente jazzístico. He ahí uno de los factores que más ha conspirado contra el buen hacer de esta clase de clubes, es decir, la inapropiada selección del personal encargado de conducir las riendas de tales locales, individuos que pueden tener las mejores intenciones al trabajar, pero que no conocen en lo más mínimo los códigos en los que se mueve el universo del jazz y, para colmo de males, no disfrutan con dicha propuesta artística.
Es significativo que la carencia de espacios para la práctica del jazz no es solo privativa de La Habana o del resto del país. En la ciudad receptora del mayor número de cubanos transterrados ocurre algo similar. De tal suerte, las interconexiones entre la capital cubana y Miami, por encima de las asimetrías que establecen diferencias entre el Tercer y el Primer Mundo, originan que ambas ciudades compartan lo que los académicos denominan «porosidad fronteriza». Incluso, cabe afirmar que a partir del 14 de enero de 2013, fecha cuando en Cuba entró en vigor el Decreto-Ley no. 302 modificativo de la Ley no. 1312, Ley de Migración —promulgada el 20 de septiembre de 1976—, las interconexiones aludidas se tornan en la actualidad aún más fuertes.
En este sentido, no se puede obviar que a partir de 2009, con la restauración y ampliación de las políticas de intercambio cultural, educativo y deportivo por parte de la administración del presidente Barack Obama y, en consecuencia, el mayor otorgamiento de visas de turismo y de entradas múltiples a residentes en Cuba, ha aumentado el flujo de músicos de la Isla hacia territorio estadounidense, al punto que tras la reforma migratoria cubana de enero de 2013, cada vez resulta más frecuente que se vaya tornando difícil establecer el sitio en que radican algunos de ellos. No hay que ser especialista en la materia para intuir que el proceso de migración se mantendrá en el futuro, lo único que —a tono con la tendencia internacional— asumirá un carácter circular, es decir, con estancias temporales en uno u otro país. Lo que hoy sucede con compatriotas músicos residentes en Cuba y cultores de diferentes géneros en torno a estancias más o menos prolongadas para actuar en clubes de Miami, no se da con nuestros jazzistas, pues en aquella ciudad del sur de la Florida apenas hay espacios para la práctica del género.
Así pues, en mi criterio, lo que acontece con el jazz hecho por cubanos viene a demostrar, una vez más, que buena parte de nuestros genuinos creadores han sido y son subutilizados y que seguimos sin una adecuada y necesaria política de divulgación, promoción y jerarquización. De ello se desprende lo imprescindible de implementar un sistema que rebase las expectativas cifradas en torno a un festival como el Jazz-Plaza o un concurso como el Jo-Jazz, y que abarque una red de espacios donde haya una programación estable los doce meses del año. Resolver las incongruencias que aún perduran en nuestra esfera musical es el único modo de propiciar una atmósfera favorable para que, con la novel generación de virtuosos instrumentistas que en el presente despega, no se repita el proceso migratorio temporal o definitivo que ha tipificado al jazz cubano de recientes décadas.