«Cuando comienza a anochecer, si prestas atención, vas a escuchar un urgente clamor que crece… Es la floresta pidiendo socorro, la mata pidiendo ayuda… La floresta es nuestra casa, tu casa. Cuida de ella con amor». Así habla Thiago de Mello.

El brasileño tiene unos cuantos dones perfectamente identificables: la capacidad de dar amor es uno de ellos, y ha quedado debidamente documentada en su obra, donde destaca «Los estatutos del hombre», traducido en más de treinta países. Además, Thiago nació poeta, y ese es un don que no necesita explicar. La suma de esos valores converge en una pasión que difunde a los cuatro vientos dondequiera que lo ha llevado la vida: la Amazonía, la floresta.

«El agua y la madera viajan dentro de mí. Defiendo la floresta porque es la vida del planeta», declaró durante una reciente visita a la Casa de las Américas de La Habana, y agregó que si se prestara suficiente atención a la sabiduría de los habitantes autóctonos de esa selvática región del planeta, muchas enfermedades que hoy se consideran incurables no lo serían. «Ya había una medicina brasileña cuando los portugueses llegaron a Brasil», enfatiza.

Este hombre espontáneo, que gusta de los abrazos y rompe constantemente los tabúes que nos separan, sabe que «nuestra casa es el planeta» y que la Amazonía nos ayuda a respirar… todavía. Thiago está más allá de las consignas y las políticas, pero no las ignora. «En diciembre de 2009 en Copenhague se produjo el mayor fracaso de la esperanza humana cuando todos los jefes de Estado reunidos para fijar el nivel máximo de emisiones de gases al planeta no llegaron a un acuerdo», declara con tristeza, pero no desmaya.

En su artículo «Amazonas, patria del agua», publicado hace unos años en la revista Casa de las Américas (no. 237), se servía del amor y la poesía para poner en blanco y negro su pasión por la tierra donde nació. En las primeras líneas expresaba:

«De la altura extrema de la cordillera, donde las nieves son eternas, el agua se desprende y traza un esbozo trémulo en la piel antigua de la piedra: el Amazonas acaba de nacer. Nace a cada instante. Desciende lenta, sinuosa luz, para crecer en la tierra. Espantando verdes, inventa su camino y se acrecienta. Aguas subterráneas afloran para abrazarse con el agua que desciende de Los Andes. De la barriga de las nubes blanquísimas, tocadas por el viento, cae el agua celeste.»

Aunque algunos parecen no escuchar el sonido del agua que ha configurado el hoy amenazado pulmón del planeta, Thiago alza su voz cada vez más alto por la floresta. Oído alerta, como sus ancestros, presta atención a los científicos, pero sobre todo a la selva, con la que ha logrado entenderse como con su propio espíritu: «A partir de la mitad del siglo las florestas, pero sobre todo la amazónica, se empezarán a marchitar. Los científicos saben que la temperatura de la tierra es irreversible, pero más irreversible es nuestro modelo de vida: ya no podemos vivir sin el gas carbónico».

Y es ese grito agónico de la tierra el que lo levanta: «Amo mi casa, que es la tierra. Es nuestra casa y vivimos amenazados seriamente. Cada uno debe hacer su parte, y yo escribo poemas sobre esto. Es una cuestión de amor».

No más siente el clamor de las plantas, lo traduce en versos. A la Amazonía, Thiago ha dedicado una buena cantidad de poemas. Quizá uno de los que mejor resume su militancia es «O animal da floresta» («El animal de la selva»), donde expresa claramente la comunión con ese rincón amenazado pero todavía salvable del planeta:

 

De madera lila, nadie me cree,
se hizo mi corazón.
Especie escasa de cedro por el color
y por contener en su estructura
la muerte que me amenaza.
¿La madera duele?,
pregunta quien me ve los brazos verdes,
los ojos llenos de alas.
Por mí contesta la luz del amanecer,
que recubre de escamas esmaltadas
las aguas grandes que me dieron raza
y cantan en el origen de mi ser.
En el crepúsculo estoy de mis barrancas,
entre el azul de las estrellas
y el verde donde canta mi corazón.
Ya no hace daño, ya no hace mal que duela
mi bravo corazón de agua y madera.*
 
* La traducción de este poema es de Jorge Timossi.