Vista del hotel Moka. El 63% de la población económicamente activa trabaja de forma directa en el turismo y con los contratados comunitarios suman un 76%.
Mariposa, flor nacional de Cuba.
Margarito Barboso, fundador de la comunidad.
María, la del café más popular de Las Terrazas.
El turismo se ha insertado en la Comunidad sin alterar su ritmo de vida.

 

A pocos kilómetros de La Habana, contrastando con el bullir incesante de la capital cubana, existe este remanso de paz. Aquí el «silencio» del monte arrulla y el paisaje, serena. Pero no es una postal ni un artificioso montaje. Tras la primera impresión, que revela la armónica conjugación de urbanismo y naturaleza, cada sitio del pueblo está animado por su gente sencilla y natural, como Polo Montañez, el músico popular fallecido tempranamente que es orgullo local y de toda la nación. Mientras las horas avanzan más despacio, la magia de Las Terrazas va capturando la mente, con sus largos árboles entretejiéndose en las edificaciones de paredes blancas y techos de tejas a dos aguas, y el seductor lago del San Juan. El tempo pausado de la cultura campesina cubana convive con la modernidad en un mismo espacio. Del diálogo posible entre la naturaleza y el hombre surge este paisaje humano.

En el principio fue el café

Los orígenes de la zona tienen aroma de café. En las ruinas de los antiguos cafetales de inicios del siglo XIX, propiedades de colonos franceses emigrados de las Antillas tras la Revolución Haitiana, se palpa el recuerdo del esplendor de estas tierras. Los levantamientos arqueológicos evidencian métodos de cosecha y producción industrial a base de la fuerza esclava, entre los que son llamativos los morteros tipo tahona, de rotación circular, con los que se desgranaba el fruto.

Precisamente, el entorno montañoso sirvió de refugio a esclavos que se escapaban para convertirse en cimarrones y que luego dejaron descendencia en estos lares. También favoreció la instalación de tropas mambisas, de cuyos frecuentes encontronazos con las fuerzas españolas, durante la Guerra de Independencia de fines del XIX, aún quedan vestigios por el monte.

El libro Conversación en Las Terrazas, del escritor Reynaldo González, recoge testimonios de veteranos habitantes de la zona. Ellos hablan de una existencia precaria en la primera mitad del siglo XX, narran las penurias de la producción de carbón y la erosión de los suelos producida por la tala indiscriminada de árboles maderables, además de la inclemencia de ciclones e inundaciones. Sus palabras evidencian, además, la erosión de las personas. Con el Plan Sierra del Rosario, que se inició en 1968 e incluyó una intensa labor de terraceo, comenzó a cambiar la vida de esta población y su entorno. En 1971 vio la luz la Comunidad, un verdadero modelo de integración entre urbanismo y paisaje rural, entre otras razones porque durante la construcción de las viviendas se respetó la tradición de los asentamientos campesinos y se ubicaron según la disposición de las terrazas.

La voz del pueblo

Si le preguntan qué hace en Las Terrazas, el pequeño Kevin responde sin dudar: «este es mi país». Y mira fijo, convencido de su importancia. Así como lo estaban las dos pequeñas niñas que posaron para la foto como lo más natural del mundo en el portal de la Casa de Polo Montañez. Es que los vecinos han asimilado en su bregar cotidiano la llegada del turismo, a partir de la pasada década de los noventa, sin que esto afecte demasiado su ritmo de vida. La actividad es hoy un complemento decisivo en el programa de desarrollo integral que comenzó en los sesenta e involucra a gran parte de la población de manera directa o indirecta.

En la plaza, concebida como centro social del pueblo, durante el día se nota el ajetreo de las labores productivas. Alguien va a la Casa Club por un refrigerio y de paso se informa de la programación, que tiene un espacio de discoteca para los jóvenes, y otro para los más adultos, la «discotemba», pues en Cuba se les llama tembas a quienes sobrepasan los treinta y tantos años. Otros hacen las compras mientras en un espacio fresco, a la sombra, se juega dominó.

El octogenario Margarito Barbosa rememora su juventud y sonríe orondo cuando recuerda que lo nombraron alcalde vitalicio del pueblo y otras picardías juveniles. Fundador de la Comunidad, su voz es historia viva. Su nieto adolescente se reconoce como miembro del poblado donde ha cursado los estudios primarios y secundarios, mientras se apresta a continuar preparándose con las miras puestas, hasta ahora, en la medicina.

Con una población mayoritariamente joven, Las Terrazas incorpora a muchos de sus habitantes en labores vinculadas con el turismo, siempre con un sentido familiar y comunitario. En el Café de María, Juan Miguel Miranda se ufana de sus recetas únicas. Los ingredientes son lo de menos, la magia está en cómo los mezcla para lograr sabores distintivos y memorables. Tito, como lo conocen desde niño, y Adalina, su esposa, continúan con aire campechano una tradición iniciada por María, la madre de él.

La guía Cecilia Charlón, de apellido propicio, brinda una larga charla acerca del lugar, identificando cada planta del nutrido panorama de árboles y flores, mientras saluda a cuantos vecinos se cruzan en el camino.

La gente aquí, amable y sencilla, acoge el creciente flujo turístico con la misma naturalidad que se respira en el ambiente. Y también defiende su sentido de pertenencia. Así se lee en El Terracero, impreso como aquellos periódicos de villas del siglo XIX, donde se expresa el acontecer del territorio. En los escritos de colaboradores de la Comunidad está la voz de un pueblo sui géneris por su entorno y las personas que lo habitan.

Todos para todos

La Comunidad Las Terrazas y su entorno ocupan 5 000 hectáreas dentro de las 25 000 de la Reserva de la Biosfera Sierra del Rosario, y se ha convertido en adalid del desarrollo sustentable en Cuba. Su funcionamiento está profundamente imbricado con el devenir de su gente. En la medida en que se favorece el nexo de sus habitantes con el medio ambiente, la comunidad emerge como un reloj en que cada pieza, integrada al engranaje, aporta al progreso colectivo.

No se trata de un experimento aislado, sino de incorporarse a una realidad diversa sin perder las esencias de sus orígenes, la identidad de un proyecto que desde el principio procuró mejorar las condiciones de vida en el lomerío. Esta es una variación del «todos para uno, uno para todos» que ha demostrado su valía en cuatro décadas de constantes avances no solo en el plano económico, sino en el sociocultural. Un monumento vivo a la integración del ser humano y la naturaleza para beneficio mutuo porque, aunque muchos lo olvidan, las personas también somos el paisaje