Es la víspera del 17 de diciembre y el viejo camino que conduce a El Rincón se va poblando, poco a poco, de miles y miles de devotos que concurren a ofrendar sus promesas, a pagar por sus deseos cumplidos, a insistir para que algún día se vean realizados sus sueños. Motivos siempre hay y habrá. Mientras las necesidades humanas trasciendan la cotidianidad más elemental y se adentren en el complejo ámbito de la espiritualidad, el ser humano explicará con los medios intelectivos a su alcance el mundo que le rodea.

Casi al amanecer, los pocos puntos que quedaban vacíos en el camino también se llenan. La muchedumbre avanza compacta, de múltiples modos. Unos con flores, otros de rodillas con alguien por delante que les limpie el camino, otros a rastras y en posiciones solo explicables si se comprende la magnitud de la promesa.

Cuando el sol se impone ardiente, todos tratan de llegar al altar de San Lázaro, que es y a la vez no es el santo que muchos ven y otros muchos perciben distinto. La imagen sobria del obispo y mártir de Marsella se transmuta en el San Lázaro de las Muletas de la tradicional iconografía popular cristiana, en el viejo y venerado Babalú Ayé de los santeros, en el llegado Dayosí de la regla de arará, en el muy respetado Luleno de los paleros o en el Yebé de la regla gangá de Matanzas. Confluyen en él creencias y advocaciones que tienen su génesis en el medioevo europeo y en la diversa presencia africana. Ya no es ni lo uno ni lo otro, es mucho más. San Lázaro se ha multiplicado como los panes y los peces, se ha desdoblado como los avatares de los orishas. Es un santo cubano que cruza y penetra todos los grupos y sectores sociales. Es uno para cada quien y múltiple para todos. Goza de la capacidad inclusiva de la religiosidad popular.