Mural de cerámica en el lobby de la Sala Teatro Raquel Revuelta en la calle Línea del Vedado habanero.
De izquierda a derecha Luis Zamora, Raciel Feria y Alberto Oliva, creadores del mural en cerámica.

Una sala teatral de la calle Línea lleva su nombre, y ese es solo uno de los muchos modos en que la memoria de Raquel Revuelta perdura entre quienes la admiraron y llega a las nuevas generaciones. La célebre actriz, nacida en 1925, también directora y profesora, dejó una estela que sigue siendo referente esencial en nuestra cultura, y que gracias a las referencias de la crítica, sus apariciones cinematográficas y televisivas, se sostiene hasta el día de hoy. No son pocas las intérpretes cubanas que siguen mencionándola cuando de ejemplo a seguir se trata, y Raquel, con su físico y su voz imborrables, de seguro seguirá inspirando a muchas otras.
Para hacerla más presente justo allí, en el lobby de esa sala de la calle Línea, se inauguró un mural de cerámica con su imagen durante las jornadas del 17 Festival de Teatro de La Habana. Raciel Feria y Luis Zamora fueron los artistas que crearon esta pieza, a partir de una imagen fotográfica de la actriz en su rol de Madre Coraje, uno de sus papeles más celebrados. Raquel, que desde joven se vinculó a la radio y al teatro, y trabajó con la Compañía de Eugenia Zúffoli, encontró luego en la televisión un medio idóneo para su fotogenia, y se hizo extremadamente popular en espacios como «Un romance cada jueves». Bajo la dirección de Roberto Garriga y Carballido Rey, entre otros, actuó en numerosos teleteatros, confirmándose como uno de los rostros más reconocibles del medio en Cuba. Paralelamente, hacía teatro en las salitas de El Vedado, y en 1956 tuvo con Juana de Lorena, representada en la sala Hubert de Blanck en un montaje de su hermano Vicente, un punto crucial de su trayectoria histriónica.
En el cine se dejó ver también en esa década, tanto en títulos nacionales como en filmes coproducidos con México. En Siete muertes a plazo fijo, La rosa blanca o Y si ella volviera, Raquel interpretó roles que trataban de sacar partido de su físico, aunque indudablemente el director que mejor la comprendió fue Humberto Solás, quien le ofrece el protagónico del primer relato de Lucía (1968), y volvería a trabajar con ella en Un día de noviembre (1972), Cecilia (1982) y Un hombre de éxito (1986). Fundadora y directora de Teatro Estudio, grupo que surge en 1958 y con el cual estrenó El alma buena de Sé Chuán como primer espectáculo brechtiano en nuestro país, se mantuvo al frente de este colectivo hasta su fallecimiento. Su último trabajo como directora fue el Tartufo de Moliére, con el que abrió la Sala Adolfo Llauradó en la Casona de Línea. Cuando fallece, a inicios de 2004, fue recordada como una figura de muchas aristas, algunas contrastantes, pero siempre como una actriz de alto rango. La misma que protagonizaba dos aclamadas versiones televisivas de Doña Bárbara, la que colaboraba con la insurrección revolucionaria en los cincuenta, y la que asumía el papel central de Santa Juana de América o era una de Las tres hermanas en el montaje de su hermano, con quien compartió el Premio Nacional de Teatro en su primera entrega, acaecida en 1999. Obtuvo también un Coral de Honor por su trayectoria cinematográfica, así como medallas y condecoraciones de primer nivel, como la Orden Félix Varela.
El mural que recibe ahora al espectador en la sala que lleva su nombre nos permitirá evocarla siempre como Anna Fierling, la madre que batalla con la vida dura de la guerra, según la extraordinaria pieza de Brecht. La develación del mural permitió a Julio César Ramírez, director del teatro, y a Alberto Oliva, amigo y colaborador de Raquel, evocarla mediante el respeto y la cercanía que su legado merece. Ahora ella no es solamente un nombre en la fachada de un edificio habanero. También está allí, cerca del escenario, como siempre quiso.