Quizá una de las anécdotas más famosas que se cuentan todavía de la Fortaleza de San Carlos de La Cabaña, en La Habana, es una que involucra a Carlos III, Rey de España, con un catalejo y una queja en los labios.
Se dice que el famoso soberano —inmortalizado en la capital cubana con una populosa avenida— se asomó a su balcón en actitud de escudriñar el horizonte, preguntándose por qué no se veía desde Madrid la fortaleza, si en nombre de su construcción se habían vaciado varias arcas reales.
Quizá el monarca nunca imaginó que tanto derroche y tanta previsión para evitar que la rica llave del golfo cayera en manos enemigas sería inútil, y su mayor bastión fortificado en América sería conocido, siglos después, por resguardar otro bien preciado: la palabra escrita.
Desde su construcción en 1774 por Silvestre de Abarca, tras el desastre del Morro y la toma de La Habana por los ingleses, La Cabaña se destacó por el privilegio de ser la más moderna y la mayor de sus hermanas mayores en territorio colonial español. Más tarde, cuando perdió su utilidad original, sirvió para retener a los rebeldes, luego castigar a los atrevidos y terminar con la vida de los más peligrosos.
Hasta ella llegó el guerrillero argentino-cubano Ernesto Che Guevara, en 1959, cuando enero saludó a la Revolución naciente y las baterías, por las que una vez caminaron soldados con libreas y pelucas, se llenaron con hirsutos hombres de verde, que voltearon hacia ellos la mirada del mundo.
Después el cierre, la restauración y el maquillaje, para que los 200 años no se le noten a esta dama, altiva y a la misma vez tan cercana.
Desde hace tres lustros, La Cabaña, como se la llama por esa costumbre del cubano de simplificarlo todo, sirve de refugio y sede principal al suceso cultural más multitudinario y esperado del año: la Feria Internacional del Libro, que todos los febreros transforma la entrada de la Bahía de La Habana en un hervidero de lectores y paseantes que buscan en esta fiesta un espacio para descansar y estar en familia.
Año tras año recibe a grandes y pequeños que recorren, casi hombro con hombro, las añejas naves abovedadas, los adoquines de las plazas, y hasta pacíficamente trotan imaginariamente —como si el frío hierro se transmutara en lomo de corcel— en los magníficos cañones que impasibles observan cómo han cambiado los tiempos en la fortaleza.
Sería bueno saber qué pensarían si no fueran negras masas de metal. Quizá se rían de antiguos almidonamientos, o comenten ya de noche —cuando su vecino, el de la diaria ceremonia del cañonazo de las nueve, se queje del trabajo al que lo someten sin descanso— que esto sí es una fiesta, que así se está mejor, que ojalá no durara solo diez días, que quizá si dormimos hasta el próximo febrero el tiempo pase más rápido, y que la niña que se sentó hoy en la base del de la izquierda se parecía a aquella que le atendía la mano en cabestrillo al Che, aquel comandante de mirada penetrante y boina negra.
Lo cierto es que parte de la magia de la Feria radica en que precisamente La Cabaña es ya su hogar natural, una sede de la que ojalá nunca se separe.

(Tomado de la Agencia Cubana de Noticias).