El ventrílocuo, 2010. Acrílico / lienzo (100 cm x 80 cm).
Carnaval, 2001. Óleo / lienzo (180 cm x 130 cm).
La otra máscara, 2015. Acrílico / lienzo (190 cm x 140 cm).

Quien pretenda reducir la inabarcable diversidad que el arte ha generado y acumulado en la historia cultural del hombre, aceptando solo algunas de sus modalidades, peca contra la esencia misma de lo artístico y contra la humanidad. Lo que define a esa expresión de lo individual, comunal y epocal es el sentido de lo diverso en los oficios y subjetividades humanas que pone de manifiesto. Ninguna de las variantes clásicas, tradicionales, modernas o actuales que posee tiene validez sin las demás, porque entre todas existen niveles de complementariedad, contrapunto estético, improntas «familiares» y fusiones posibles que amplían sus códigos y afirman su universalidad. Solo quienes por intereses espurios, ignorancia o negocios castren el enorme tejido sin tiempo propio del arte pueden negarle sus derechos de permanencia y exhibición a ciertas obras de valor, tengan estas su génesis en el pasado o en el presente, coincidan con teoréticas de moda o no respondan a trillados enfoques metafísicos de periodización, establecidos según ese erróneo orden sustitutivo de las generaciones.
¿Qué sería de un mundo donde se decidiera eliminar las distintas realizaciones de la imaginación cuyos soportes, criterios constructivos, materiales e imágenes porten caracteres procedentes de anteriores etapas del arte visual? ¿Se enriquecería la espiritualidad de las personas si se decide prohibir el oficio de pintar o esculpir, las técnicas del grabado y el experimento impreso, la cerámica y el dibujo a grafito o pincel? ¿Podríamos considerarnos individuos consecuentes con el devenir de nuestra especie, y a la vez productores o receptores cultos en lo artístico, si rechazamos la representación, las morfologías armadas como cuerpos semióticos de ideas sociales, el lenguaje de las metáforas, la poesía, las visiones inherentes a los medios plásticos mismos, el arte no figurativo geométrico o gestual, y aquel otro cuya riqueza procede de la puesta en visión del concepto dialógico de «obra abierta»?
¿Acaso un galerista, curador, artífice o crítico sería adecuadamente catalogado como «contemporáneo» cuando actúe como homicida simbólico, «procónsul del imperio de la novedad», desarraigado de su contexto y del acervo profesional heredado? ¿Puede realmente respetarse el criterio de quien solo acepta las artes espectaculares, instalativas, no objetuales, neoartesanales o que correspondan a ese escamoteo globalizado de la verdad implícito en mercancías disfrazadas de arte, donde la lógica de las finanzas rige como ley primera de su fabricación? ¿Y por qué las ferias de arte —que no son otra cosa que supermercados transnacionalizados, torneos donde el valor de cambio opaca al valor espiritual, escenario para glorificar la cultura del consumo artístico— se convierten en territorios híbridos, sin apartar de ellas cuanto producto legítimo del hacer artístico se lanza al ruedo de las ofertas? ¿No es una saludable intención de tales ferias darle cabida a lo convencional y lo osado aceptado, la hechura amateur y el proyecto bien pensado, la obra avalada por una trayectoria responsable y eso que algunos atañen de «arte viejo», sin limitarse tampoco a exponer las maneras sacralizadas por subastas o esas piezas improvisadas y vacías que por puro esnobismo designamos como «contemporáneas»?
Lo cierto es que existen tantas concreciones de la emisión artística como sensibilidades y predisposiciones receptivas hay. Es esa su riqueza en tanto actividad de la conciencia creativa. Por ello, estaríamos ante un panorama demasiado uniforme, pobre y aburrido si el arte quedara limitado a cualquiera de sus escuelas, corrientes, estilos, eventos y ocurrencias. Semejante desviación quedó evidenciada con el arte oficial del fascismo e igualmente con las fórmulas académicas del realismo socialista.
Independientemente de los propósitos comerciales que subyacen o se desnudan en las ferias y las subastas, que en la actualidad están «a pululu», como dice un personaje humorístico de la televisión cubana, en todas las regiones del orbe, ambos acontecimientos demuestran que las numerosísimas ofertas imaginativas funcionan para las distintas preferencias y niveles consuntivos de los espectadores. De hecho, el comprador de arte busca en ellas lo que satisface su modo práctico de apreciar el arte, lo que se identifica con sus opciones hedonísticas y preocupaciones antropológicas (cuando las hay), o le sirve como recurso de inversión y resguardo de capital. La decisión de adquirir creaciones de unos u otros artistas depende bastante de los indicadores de estatus, así como de la información específica sobre precios alcanzados o por alcanzar.
Excluir obras de arte genuinas solo porque no responden a lo que comprendemos o queremos colocar en derredor nuestro es tan absurdo como estigmatizarlas de «feas» por desearse la imagen agradable y desproblematizada. Aunque en el plano privado resulta explicable que no se desee aquello que no concuerda con la atmósfera visual que aspiramos a mantener en hogares, oficinas y centros de esparcimiento, cuando se trata de colecciones públicas cuyo propósito central es cultural las restricciones y olvidos procedentes del gusto personal de un museógrafo o curador constituyen una distorsión de sus obligaciones y de la verosimilitud requerida por el conjunto que debe mostrar.
El caso de Francisco de Goya ilustra perfectamente el aserto de que el rango artístico no depende del efecto bello o monstruoso de lo creado, sino de la calidad de su construcción y de la intencionalidad implícita en la imagen. Las Pinturas negras de la quinta del sordo —como se les ha llamado— son tan valiosas como sus majas y composiciones pictóricas de hermoso sensualismo. De ahí que existan equivalencias de valor cultural entre los paisajes impresionistas, las visiones fauvistas y la abstracción cromática, de un lado, y las realizaciones del expresionismo, los nuevos salvajes y la transvanguardia italiana del otro. El ágil trazado y las manchas sueltas inherentes a un estilo lírico no son superiores únicamente por lo placentero de sus efectos a cuerpos deformes y máscaras que se proponen captar sicologías en circunstancias de crisis y hasta de temores. Hay dos pintoras cardinales en la modernidad cubana, Amelia Peláez y Antonia Eiriz, cuyos niveles de importancia estética son equiparables, aunque la tónica de sus propuestas sea diametralmente disímil. No está de más recordar, también para la esfera del consumo propio del arte, esa muy conocida expresión del habla popular que sentencia: «Para gustos se han hecho los colores».
Sin embargo, tampoco debe olvidarse que cada momento o modo de hacer en la evolución histórica del arte visual posee sus particulares cánones y principios de calidad y autenticidad. Lo que Eugenio D’Ors denominara «obra-bien-hecha» vale para las diferentes ejecutorias del arte convencional o del anticonvencional, del bidimensional o tridimensional, del patente y el efímero, del reflexivo y el hedónico, el espacialista o aquel que toma prestados sistemas de objetivación de otros terrenos: la ciencia, las nuevas tecnologías, la escena teatral o circense, los rituales míticos y esotéricos, las prácticas terapéuticas y el tan necesario erotismo.
Hay pinturas, esculturas, instalaciones, objetos, actos provocativos delante del público que son solo realizaciones intrascendentes, carentes de la específica e inédita condición profesional que los hace obras y sucesos legítimos del arte. El arte que es ARTE (con mayúsculas) siempre tendrá atributos de oficios y aportes de expresión que contribuyen a que sea registro fidedigno de la multiplicidad que nos define como humanos.