El arte latinoamericano existe, del mismo modo que lo hay asiático, africano y europeo, aunque ciertos curadores y críticos transnacionalizados quieran negarlo, por incapacidad para ver la constancia de su cambiante pluralidad identitaria y esa abundante resignificación que en él adquieren los cánones internacionales, o para ser fieles a una pragmática dependencia respecto de poderes externos e intereses de mercado.
Pero no se trata de un tipo de arte uniforme, donde predomina solo el componente unitario de la común geografía regional, ni tampoco puede reducírsele a una suma de modalidades confinadas a los códigos tradicionales de expresión derivados de culturas autóctonas sincretizadas y renovadas. Su naturaleza de arte en movimiento implica la existencia de un inmenso complejo de expresiones —en soportes variados y con materiales y métodos numerosos— que manifiestan de una manera-otra (muy coherente con cada nacionalidad, cultura, circunstancia y personalidad) la asimilación de estéticas clásicas, modernas, tardo-modernas y postmodernas, o derivadas de esa amalgama de caminos reducidos al término-comodín «arte contemporáneo».
La producción artística del Caribe y América Latina es primeramente arte-arte emitido desde lo humano en sus esencias más generales. De ahí que tenga enriquecedoras conexiones de intercambio con las prácticas y teorías de la imaginación del resto del orbe; que muchísimo de lo que proyecta coincida con los problemas existenciales y hallazgos inverosímiles implícitos en el hacer de creadores de otras latitudes; y que a veces sus formas y operatorias, sintaxis y apropiaciones instrumentales puedan parecer similares a las que manejan hacedores artísticos bien distantes de las idiosincrasias inherentes a lo que José Martí caracterizó como Nuestra América.
No olvidemos que desde las décadas finales del siglo xix se produjo un enlace de medios de creación artística entre las colonias y las metrópolis, crecido y diversificado durante la centuria xx, cuando artistas caribeños y latinoamericanos participaron en movimientos de vanguardia europeos y norteamericanos, a la par que imagineros disímiles de esos contextos convivieron en los ámbitos de Latinoamérica. Hubo en esa época, asimismo, una «escuela de escuelas» que logró hibridar la dinámica renovadora de lenguajes provenientes de Europa con motivos, temáticas y diseños característicos de las etnias originarias de la América indígena y determinadas percepciones mágicas populares de estas tierras nuestras. Todo ello contribuyó a que el hacer artístico latinoamericano deviniera internacional, sin dejar de ser intrínsecamente local en facturas, texturas, simbologías, formas, colores, rasgos antropológicos, referentes sociológicos y poéticas de rupturas.
 ¿No fue esa fuerza planetaria, traducida por las imágenes pictóricas de un grupo de representantes fundamentales de la moderna latinoamericanidad estética, lo que en los decenios ochenta y noventa les abrió paso en casas subastadoras y colecciones norteamericanas y europeas, convirtiéndolos en altos valores financieros?
¿Y no ha sido acaso la riqueza de peculiaridades creativas de los artífices nacidos en estas islas y espacios continentales que nos signan, proyectada mediante plataformas renovadoras de bienales y centro experimentales de la cultura visual, lo que también ha tenido aportadora incidencia sobre la apertura de códigos que ensanchan los dominios del arte de hoy?
El arte latinoamericano sí existe. enreda e híbrida equivocadamente a ese tipo de establecimiento comercial, que no es ni museo ni centro de promoción, acción social y estudios.
El arte latinoamericano sí existe.