Cosme Proenza Almaguer

Cosme Proenza Almaguer (Holguín, 1948) ha creado un universo propio en su pintura que lo hace distinguible en el ámbito artístico cubano. En series como Manipulaciones, Boscomanías y Los dioses escuchan el artista holguinero ha forjado reconocibles «mitologías individuales» donde lo simbólico y lo mítico, mediante el uso de diferentes signos e intertextualidades, acompañan al ser humano en un vía crucis artístico a través del estudio de los códigos del arte europeo. Sus obras —recogidas en la exposición Paralelos. Cosme Proenza: historia y tradición del arte universal— son parte del imaginario colectivo en Cuba. Arte por Excelencias conversa en exclusiva con uno de los artistas cubanos con una de las cosmovisiones más enigmáticas y originales de los últimos tiempos.

Cosme, ¿cuándo supo que las imágenes le obsesionaban de manera diferente?
Nací en Tacajó, donde soñé muchísimas cosas. Vivía en una finca preciosa, un paraíso creado por mis abuelos. No fui un niño prodigio como Mozart. Me gustaba mucho la pintura, y en mis caminatas de Tacajó a Santa Rita, donde vivía, había ocho kilómetros y me daba tiempo pensar. Leía cosas muy gordas en esa época: los tratados de Ortega y Gasset sobre arte, por ejemplo. Eso creó una base que me hizo saltar en el pensamiento. Vivía allí y era profesor en Holguín. Trabajaba los fines de semana, pintaba como un trastornado en uno de los cuartos de la casa que daba a la calle, donde había una ventana grande con un bombillo encendido. Allí hice gran parte de mi obra.

Antes realizó estudios en la Escuela Nacional de Arte. ¿Qué le aportaron esos años en Cubanacán?
Fui a la ENA con una visión diferente. Había pasado tres años en el servicio militar, salí de allí con la zafra de los diez millones. Entré a Cubanacán y encontré que el régimen de beca era más militar que en la unidad donde estuve. Había que marchar a toda hora. No sé cómo no acabamos con el Country Club dando patadas en el piso. Era un régimen muy duro, pero parece que esas cosas aceleran el espíritu humano: la generación más rica —en el sentido de que son los que están ahora— es mi generación, después que nos muramos vendrán otros. Fue una época que generó muchísima espiritualidad, quizá por la pobreza y la carencia. Hay un dibujo mío, de lo poco que está expuesto en el Museo Nacional de Bellas Artes, que lo hice en el piso de la beca.

Antonia Eiriz fue su profesora. ¿Es cierto que le escuchó decir que las obras de El Bosco eran lo más moderno e interesante que se exponía en el madrileño Museo del Prado?
Sí, es cierto. Antonia, como profesora, marcó a toda una generación, desde Tomás Sánchez hasta Zaida del Río. Era una mujer muy potente y bellísima. Conocí en esa época a importantes pintores extranjeros, como Antonio Saura, todos iban a verla. Antonia es un monstruo de la plástica, lo es toda su obra. Luego dejó de pintar. Se ofendió muchísimo en el Salón 70 y no pintó más. En Juanelo, donde vivía, creó un taller de arte comunitario. Aquel lugar era un prodigio, todos los vecinos eran artistas. Para eso también sirve el arte, para enseñarte a ver.

Luego estudió en el Instituto de Bellas Artes de Kiev. ¿Cuál fue el resultado de enfrentarse con una cultura milenaria como la ucraniana?
El discurso de mi obra —basado en el análisis— tiene mucho que ver con el aprendizaje tecnológico que incorporé en Kiev. Allí había dos opciones: seguía con la pintura de caballete o continuaba la especialidad en pintura monumental. Esto me pareció fabuloso, pues en La Habana había dado clases con un ayudante de David Alfaro Siqueiros. Sí, aprendí mucho. Disfruté la gran cultura ucraniana y rusa. Milenaria y, además, cultísima. Viví seis años en esa ciudad, no es poco tiempo.
Alguna vez sintió que las imágenes pintadas de forma apasionada habían «muerto» para dar paso a imágenes nuevas.
Sucedió con Los dioses escuchan. Era un cuadro —Cosme señala la primera obra de la serie, que custodia imponente una de las paredes de su casa—, pero se convirtió en una serie muy larga. Este lo bautizó mi amigo, el escritor Abilio Estévez. Hace poco tuve que añadirle uno a la serie. Pero, como dices, esas cosas, cuando mueren… El arte tiene eso: una poética tiene un sentido hasta un momento determinado, no puedes amarrarte a ella porque te mueres como creador.

Ha dicho que Holguín son dos: el que es su casa y el que está de la puerta para afuera. ¿Qué significa Holguín en la obra y la vida de Cosme?
Tu casa es el lugar donde habitas, tu predio, tu patria… Me siento muy seguro de lo que he hecho, aunque la gente no conozca el interior. Aun así en Holguín —me atrevo a decirlo— la gente me quiere y conoce, aunque he trabajado con códigos nada populares, sino con el nivel más alto del arte occidental. Vivo y seguiré aquí. He seguido trabajando; después de una serie haré otra.

¿En qué trabaja ahora Cosme Proenza?
Fui para Pieter Brueghel. Ahora estoy trabajando una serie de cuatro cuadros: Primavera, Verano, Otoño e Invierno, desde la óptica de Brueghel. Antes hice una serie abstracta que se llama Tetris. Esas formas que tiene el juego de tetris las pinté en cuadros abstractos, que son divertidísimos.

Usted ha dicho: «Trabajo con la superficie, con la cáscara de toda la pintura histórica. Ya no es manipular, porque ya manipulé bastante con otros elementos». ¿No le molesta que le llamen alegórico o paródico, en el buen sentido de recrear o reinventar universos en su obra?
La alegoría es una palabra que no cabe en toda mi obra.
Entonces no se considera alegórico.
No, son signos e intertextualidades. Es decir, citas de cosas. Mira —señala un cuadro colgado en una de las paredes de su casa, donde rinde homenaje a la obra de Henri Matisse—, esta serie la hice y no se ha exhibido, son treinta y cuatro cuadros. Es un estudio de la obra de Matisse, lo estoy intertextualizando con obras importantes de la historia del arte.

Muchos lo han calificado de pintor «posmedieval». ¿Cómo calificaría su pintura?
Eso es un disparate mayor. Los posmedievalistas eran pintores que hicieron su obra después de la época medieval, pero están en un museo, son gente muerta. Soy un investigador que trabaja con los códigos del arte europeo. En mi caso tiene que ver más con la investigación histórica de algo que heredamos de Occidente.

¿Puedo decir entonces que su pintura es investigación?
Es eso: mi obra es pura investigación.