Luis Buñuel nunca estuvo en La Habana. Pero sin la existencia de esta ciudad quizás una navaja jamás habría cercenado un ojo; Los olvidados no estremecería; la música de Wanger no acompañaría la muerte de la pareja en medio de abismos de pasión; unos mendigos no hubieran sido reunidos alrededor de una mesa para una grotesca reproducción de la última cena según Da Vinci; el ángel exterminador no impediría que, después de otra cena, un grupo de personas, por una razón inexplicada, pudiera marcharse; dos peregrinos no recorrerían el camino de Santiago, mientras en el París de mayo del 68 se levantaban barricadas; la glacial belleza de Catherine Deneuve no podría reinar de día en un burdel ni provocaría al hidalgo toledano una muerte que Galdós no imaginó… Ninguno de los sueños de aquellos burgueses de discreto encanto, como tantos otros que pueblan el universo onírico de uno de los más geniales creadores en la historia del cine, jamás habrían sido soñados o filmados.
Sin La Habana, el pequeño Luis, nacido con el siglo xx, el 22 de febrero de 1900, tampoco habría podido dar sus primeros pasos por las calles de Calanda, su aldea natal. Fue precisamente en la capital cubana donde su padre, Leonardo Manuel Buñuel González, reunió la fortuna que le permitió contraer matrimonio con la hermosa María Portolés Cerezuela.
Emprendedor por naturaleza, y negado a continuar la tradición farmacéutica de su hermano, el inquieto Leonardo optó por probar suerte al otro lado del mundo. A los 14 años escapó de la casa para unirse como corneta al ejército español. Tres años después, se alistó junto a otros nueve amigos del pueblo en el ejército destacado en Cuba. La magnífica caligrafía con la que llenó su solicitud le facilitó un trabajo de oficinista en La Habana, recordaba Luis al evocar las historias de su progenitor, teniente de una de las compañías del batallón urbano. Tras licenciarse, Leonardo Buñuel abrió una ferretería y armería en la Habana Vieja.
El primogénito, Luis Alberto Buñuel Portolés, nunca olvidó que su padre acostumbraba a contarles a él y sus seis hermanos lo acontecido la noche del 15 de febrero de 1898. Leonardo revisaba aún los libros de cuentas en su tienda, cuando un estruendo estremeció las edificaciones y estallaron no pocos vitrales. La gente que corría, asustada y curiosa, vociferaba el origen. El crucero norteamericano Maine, anclado en la bahía, se había hundido con sus tripulantes a consecuencia de una terrible explosión. Esta catástrofe fue el detonante que le faltaba a Leonardo Buñuel para adoptar una importante decisión. Había acumulado bastante dinero en La Habana colonial durante tres décadas y ya era la hora de regresar. Traspasó la administración del negocio a dos de sus empleados de confianza, y a los 42 años partió en un barco.
Su boda con María Portolés fue un resonante acontecimiento en la región. Pese a la diferencia de edades, la felicidad y el bienestar marcaron aquella unión modélica, una de las recurrencias en la filmografía buñueliana, que culminó con Ese oscuro objeto del deseo (1976). 
Leonardo Buñuel, preocupado por la suerte de su esposa y de sus hijos, tomó otro barco rumbo a Cuba en 1912. Para entonces, la próspera firma Casteleiro y Vizoso se había extendido por casi todas las ciudades de la Isla. Sin embargo, sus antiguos socios, dueños de un poderío inimaginable, le dieron la espalda y se vio forzado a regresar a España.
Ese mismo año, Alejo Carpentier cobró conciencia de lo que era La Habana de intramuros. Fue justamente la prosa de Carpentier —con quien Luis Buñuel coincidió por primera vez en París, en pleno apogeo del surrealismo— la que le condujo a valorar la posibilidad de filmar su novela El acoso. Retaba su delirante imaginación la idea de traducirla en imágenes para intentar encerrar la acción en el tiempo exacto que dura la ejecución de la tercera sinfonía de Beethoven. El director de La Edad de Oro pretendió primero rodar una versión de Los pasos perdidos, pero el actor Tyrone Power se adelantó en adquirir los derechos de realización.
A principios de 1959, Buñuel anunció su intención de filmar El acoso con el productor mexicano Manuel Barbachano Ponce (1925-1994), quien financió Nazarín (1958). Ambos mantuvieron con Carpentier una estrecha comunicación por medio de cartas y llamadas telefónicas entre México y Caracas.  Barbachano esperaba que Buñuel concluyera en Acapulco el rodaje de Los ambiciosos (La fièvre monte à El Pao), para firmar el contrato. Circularon comentarios de que entre julio y agosto Buñuel visitaría La Habana y en noviembre rodaría en sus calles el recorrido del delator hasta refugiarse en el Teatro Auditórium en tiempos de la lucha contra la dictadura de Machado.
En las páginas de El acoso halló un pretexto para recorrer la ciudad de las columnas que habitó su padre, sobre la cual le hablaron con contagioso entusiasmo tanto Barbachano, productor en Cuba de Cine-Revista, como su amigo, el actor español Francisco Rabal. En los momentos de descanso, durante la filmación de Nazarín, don Luis y él reían muchísimo gracias al agudo sentido del humor del aragonés. Alfredo Guevara figuraba en el equipo de producción como asistente no acreditado. Para Buñuel, Rabal era ideal para el personaje del Acosado. Buñuel avanzó bastante en la adaptación, que Carpentier quiso examinar cuidadosamente con el fin de que correspondiera en su totalidad a la época en que situó la acción de su novela.
Barbachano Ponce reveló el verdadero móvil que animaba al cineasta, más que el argumento y el personaje antiheroico de El acoso: «Creo que no era un tema de él, era un tema de Alejo. El padre de Luis trabajó en Cuba muchos años y aquí hizo su fortuna, sí, y Luis amaba a Cuba por esa razón, porque lo oyó tanto desde su infancia que, en fin, vivía ese ambiente paterno. Eso le gustaba: volver a la tierra que había visto su padre. Buñuel veía en El acoso un poco La Habana en que vivió su padre. Esa era su única motivación».
Pero Buñuel solo pudo transitar a través de los fabulosos relatos paternos. Varios factores incidieron en la indefinida posposición del proyecto. 
Luego la dirección del naciente Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (Icaic) en sus primeros planes perspectivos colocó el rodaje de Los náufragos de la calle Providencia, que inicialmente iba a ser realizado por Buñuel sobre un viejo guion escrito junto a Alcoriza, con el aporte financiero de Barbachano Ponce. En las zonas residenciales de Miramar y El Vedado proliferaban las esplendorosas mansiones de la alta burguesía habanera. En cualquiera de ellas, la familia Nobile habría podido acoger a sus invitados, atrapados luego en el enigmático encierro. El filme nunca pudo concretarse en tierra cubana y, tres años más tarde, sería el productor Gustavo Alatriste, quien entusiasmado con el resonante triunfo de Viridiana, echaría a volar El ángel exterminador.
Alfredo Guevara escribió el 11 de diciembre de 1959, en una carta a Luis Buñuel: «No hemos escogido un camino. No es la hora. Tocamos a todas las puertas. Buscamos todas las enseñanzas. Recorreremos todos los caminos. En los vuestros encontraremos el nuestro. Tal vez siguiéndoles, tal vez contradiciéndoles. Pero sea una u otra la actitud definitiva, de ustedes esperamos la ayuda necesaria, el aliento y la colaboración».
La respuesta del director de Un perro andaluz no tardó: «Gracias por su carta tan llena de entusiasmo y tan prometedora para el cine de la nueva Cuba. No puede imaginarse cómo les deseo un triunfo total pues se encuentran en magníficas condiciones para hacer un buen cine. Aprovechen bien el momento ya que tienen las riendas en sus manos porque del futuro nadie puede responder. […] Lo que hagan hoy podrá servir de guía para el mañana».