Cierta tarde de abril, en que paseaba por la Habana Vieja, me detuve, más por costumbre que por algún interés en particular, ante uno de los tantos caballetes donde los vendedores de libros viejos exhiben sus reliquias. Fue el cinco de abril de 2006, un día después de mi cumpleaños y a pocas horas de viajar a Granada. Era mi segunda vez en la Granada de Federico y recién acababa de releer el libro de Claude Couffon que ocupa un espacio privilegiado en el librero donde guardo los textos más queridos. Ese volumen sobre la vida de Lorca llegó a mí a través de otro vendedor de libros de uso que visitaba la Universidad cada tarde de viernes. Era una fiesta ver llegar al viejo librero, un hombrecito sin edad, de ojos estrujados y lentes a punto de caer de la nariz, quien derramaba sobre el banco de la entrada de la residencia de estudiantes sus tesoros. «Le traigo algo especial» me dijo, y puso ante mí el libro de Couffon. No podía imaginar que, años después, podría visitar la casa de García Lorca, junto a mi amiga Pepa, palpar con la mirada las cosas que le rodearon; adivinar, en cada una de ellas, el rastro de la mirada de Federico, la presencia mágica del niño y del poeta. Mucho menos que, algún día, conocería a Claude Couffon, en uno de sus viajes a La Habana.
Continué mi recorrido por la Plaza de Armas revisando títulos, pasando la vista por las portadas de libros conocidos, a veces mirando sin ver, otras, deteniéndome para preguntar por algún autor, cuando un impulso me hizo dar vuelta y regresar al primer caballete donde nada me había llamado la atención. Entonces lo vi: un libro de poesía de Góngora, pequeño y bien conservado, que parecía esconderse tras un tomo de una enciclopedia incompleta. Acepté sin miramientos el precio algo excesivo y abandoné la Plaza para encontrarme con Waldo en casa de César López. Mientras miraba el mar desde el taxi, no pude menos que sonreír por mi acto irreflexivo de comprar un libro, sin siquiera revisarlo, llevada por la premura de tenerlo. No había justificación porque la poesía completa de Góngora estaba en la casa.
Toqué el timbre de la puerta de César, siempre cerrada ante la inclemencia del salitre del Malecón y, más para justificar lo inexplicable que para sorprender, dije, sin apenas saludar: «Miren lo que encontré en los libros viejos» al tiempo que sacaba de la cartera el pequeño volumen. Ambos me miraron con cierta condescendencia y continuaron su charla sobre una antología de poesía cubana que proyectaban hacer.
Tanto tiempo sin que sus páginas fueran manoseadas había dejado en el libro cierta rigidez que hacía imposible hojearlo naturalmente. Había que acariciarlo primero; insuflarle calor para que la vida en él brotara nuevamente. Comencé a despegar sus páginas con delicadeza y del interior del libro cayó al suelo un papel. Un rectángulo de color verde antiguo. Lo recogí intrigada y, al reparar en él, no podía dar crédito a mis ojos. Era el boleto del vapor Manuel Arnús, el barco que Federico García Lorca abordara en La Habana rumbo a España.
«No puedo creer lo que mis ojos ven» dije, extendiendo mi mano a Waldo. «Es el boleto de Lorca, cómo es posible que aparezca aquí», se pregunta él, al tiempo que lo entrega a César buscando una posible explicación. César López mira con detenimiento el boleto del Arnús, lo revisa a trasluz para comprobar su autenticidad, queda unos segundos pensativo, lo observa nuevamente, asiente a lo que en su mente se va conformando como probabilidad y me lo devuelve mientras dice con su gastada voz: «Es posible que Flor se haya quedado con el boleto». «Pero Lorca tuvo que presentarlo cuando subió al Arnús» indica Waldo y yo lo respaldo con un ademán de cabeza. César sonríe, persuasivo, se acomoda en el sillón y confiesa: «Es que Federico no quería irse de Cuba. Se dice que sus últimas horas las pasó con Antonio Quevedo y su esposa María Muñoz, que Flor tuvo que rescatarlo para que hiciera las maletas antes de llevarlo al muelle, aunque Flor siempre afirmó que fue ella quien almorzó con Federico y otros amigos en el hotel Detroit, que la sobremesa se extendió demasiado por lo que tuvo que llevarlo a toda prisa para que no perdiera el vapor. Conociendo a Flor Loynaz, no dudo de que subiera con él al barco; ella misma pudo chequear el boleto y quedarse con él en un descuido, tratando de que Federico llegara al camarote y se acomodara. Ese libro pudo ser de Flor, tal vez lo llevaba consigo y colocó el boleto dentro; o fue de Federico y en el último momento se lo regaló o lo dejó para su hermano Carlos Manuel, con quien hizo mucha amistad. Quién sabe, la vida está llena de misterios».
Pero hay otra explicación para la presencia del boleto del Manuel Arnús, en La Habana. En Cuba, Federico frecuentó otros círculos artísticos; coincide con el crítico de música Adolfo Salazar, quien lo acompaña en su viaje de regreso. «Federico y yo llevamos en el Manuel Arnús los primeros sones que en Granada y en Madrid golpearon sus claves y rechinaron sus güiros…». Es posible que haya sido Salazar quien trajera de vuelta a La Habana el pase a bordo de Lorca, olvidado en el libro de Góngora por Federico quien, tal vez, lo usó como separador en su lectura durante el viaje de regreso a su Granada querida; quizás le obsequió el libro a Adolfo Salazar o era propiedad de este y Lorca lo tomó para leerle al amigo algunos versos del poeta y allí quedó el boleto todos esos años para que, un cinco de abril de 2006, yo lo encontrara.
Coincido con el poeta César López: la vida está llena de señales, solo que nosotros, a veces, somos incapaces de percibirlas. Yo pude haber seleccionado un libro que no tenía, y escogí a Góngora, cuya poesía admiró y estudió al detalle Federico. Tres años antes de su viaje a La Habana había participado en el homenaje por el tricentenario del poeta, con su conferencia «La imagen poética de don Luis de Góngora». Son cinco las conferencias que imparte en La Habana, a donde viene invitado por la Institución Hispanocubana de Cultura que dirigía don Fernando Ortiz, a quien conoce en Nueva York, donde Lorca se encuentra desde 1929. La disertación sobre Góngora tiene lugar el 19 de marzo, a las cinco de la tarde, en el Teatro Principal de la Comedia, y eran las cinco en todos los relojes cuando el poeta llora la muerte de Ignacio Sánchez Mejías. Proyecta un viaje a Santiago de Cuba para el cinco de abril que posterga para junio. Visita dos veces la ciudad de Cienfuegos, la última, el cinco de junio, día en que cumple 32 años. Decide regresar a Granada y entonces es el pasajero número cinco en el vapor correo Manuel Arnús de la Compañía Trasatlántica.
Puede ser casual que yo fuera un cinco de abril y comprara un libro de Góngora que probablemente acompañó a Lorca en su travesía hasta Cádiz, donde el Arnús hizo escala para dejar al poeta, pero el cinco de abril de 1930 Federico escribe a sus padres: «Esta isla es un paraíso…si yo me pierdo, que me busquen en Andalucía o en Cuba. Por tanto, no es desacertado pensar que Lorca, si hubiera decidido, en 1936, marchar al exilio en vez de volver a Granada, posiblemente habría escogido a la Isla como puerto seguro». Sí, puede haber sido fruto del azar, pero yo prefiero pensar que todo no es más que una de las tantas travesuras de Federico, porque él sigue siendo la piedra en el agua y la voz en la brisa.