De la lengua nacen flores, improperios, historias, placer, deseos, sueños, silencios… Lo primero que escuché al entrar en Chile fue a un carabinero regañando al conductor frente a todos los pasajeros porque cruzábamos la frontera sin llevar el cinturón de seguridad puesto. «Es que el bus no tiene cinturones», decía cabizbajo el conductor boliviano. El carabinero, alto, blanco y sin perder la seriedad se impuso sarcástico: «La próxima no te la perdono». Después en el pasillo oí a los vendedores ambulantes y su marcado acento chileno. Apenas cruzábamos la frontera y había dos mundos distintos e iguales: cholitas en ambos lados de la línea, piel curtida por el sol, rasgos ancestrales, formas diferentes de mover la lengua…
Siento que Chile es todavía un país reservado, un poco hermético. Podría decir que la cordillera tiene mucho que ver en eso, o la influencia de los Chicago Boys, o los años de dictadura, o el frío de la montaña, o un rasgo ancestral fuerte, luchador y sufrido, pero vástago en el trajín del Sanhattan. La ciudad se llena de inmigrantes. Todos somos viajeros aquí, desde Víctor y Violeta, hasta yo. Voy escuchando en el aire los sonidos, las lenguas moviéndose. Me acostumbro rápidamente a todas y las reconozco. Pero me interesan las historias chilenas.
Es así que en viajes cortos escucho las voces de gente arraigada a su tierra o a su historia. Por ejemplo, al jardinero de la casa de Pablo Neruda en Isla Negra, quien cuenta nostálgico cómo creció en ese lugar donde su padre también fue jardinero. Cuenta cómo el poeta llegaba con su amigo pintor que vivía en la casa de enfrente y se sentaban sobre un bote anclado en el patio, con vista al mar, a tomar sus traguitos. O cómo el poeta metía a sus amiguitas por la puerta de atrás mientras la chascona Matilde dormía. O el mismo día que llegaron los milicos y pusieron a todos contra el suelo mientras se llevaban a Neruda. Esta es una voz solitaria y nostálgica, feliz de vivir lo vivido.
Luego está la voz del que cuida la puerta trasera de un hotel de lujo en Algarrobo. Allí está la piscina más grande del mundo. «Está prohibido nadar…, se ahogó uno y ahora la piscina solo sirve para navegar en bote. Yo llevo un mes trabajando aquí, pero hace quince años que conozco este lugar. Esto siempre está vacío…, habrá unas cincuenta personas ahora mismo en toda la urbanización», dice el celador mientras miramos la piscina con sus doscientos cincuenta millones de litros de agua y sus treinta y cinco metros de profundidad. Este desolado sitio cuenta con mil trescientos apartamentos y once edificios.
Mientras tanto, de la lengua de los payadores nacen increíbles muestras de ingenio y habilidad. Jugando con la décima en las payas y con otras estructuras poéticas en la cueca, baila la imaginación del oyente y brillan las cuerdas sumergidas en el vino.
Yo entretanto me reúno con mis amigos cantores y compartimos un pisco, si hay, o en su ausencia un vino en botellón o un terremoto. La primavera llega y el sol brilla, brilla, brilla. Se oyen protestas en la calle y la ciudad tiene dos caras y un puzzle de lenguas, así que guardo un par de historias para contarles desde el sur.