En el laboratorio de la cocina, cuando entra el sentido del arte y la expresión de la sensibilidad, los elementos adquieren vida propia e individualidad, al convertirse en viandas deliciosas...

En tiempos pasados la comida conjugaba también con el erotismo. Con un poco de imaginación y realismo, cabe establecer que comida y voluptuosidad nacieron paralelamente al pie de la primera lumbre, cuando del sabor crudo pasó el hombre al sorprendente hallazgo de lo cocido.

Hasta entonces, la hembra de nuestro pariente paleolítico se entregaba sin duda al acto sublime de la vida, sin mayores requiebros ni ensoñaciones, mientras juntos corrían la aventura sobre el mundo desolado y se aprovechaban de frutas, raíces, y otros productos naturales, para sobrevivir frente a una naturaleza desconcertante.

La llama encendida, poco a poco, los hace aterrizar y al trocarse en seres sedentarios prosiguen, junto al hogar, la búsqueda impaciente de los sabores nuevos, mientras que en la mujer hay secretos y prodigiosos encantamientos que despiertan bajo el temblor de la voluptuosidad, otra forma, en fin, de apetito, dos instintos a los que no podrá renunciar nunca el hombre, pues brota de su mundo vital, esencial.

Fácil es pensar entonces que con ese aterrador descubrimiento, el hombre quedó desguarnecido en su poderío; y con estas formas del comer su lucha aparece desigual frente a la mujer. Es que en su búsqueda para someterla a los goces, a la quimera de los placeres o al sueño de la simple prolongación de la estirpe, aparecen los caprichos de la hembra. Y como cazador al fin, utiliza las más diversas estrategias de la pasión o del poder material. Una de ellas es llevar la sensibilidad de la mesa a las influencias gustativas.

Que a partir del albor de las civilizaciones otros recursos ha perseguido también el hombre en su propósito de demostrarle fortaleza y virilidad a la hembra indómita, tal los filtros de amor, los bebedizos, los amuletos, los pachulís, los cuernos de rinoceronte molidos o los testículos de chivo guisados.

En todos los pueblos es conocido ese mágico y quimérico mundo. Es que, como lo señalaba Manuel Martínez Llopis en un delicioso libro sobre la historia del erotismo en la cocina, una de las más recónditas aspiraciones del hombre que ha rebasado la cumbre de la madurez y comprueba con angustia cómo se amortigua insensiblemente su apetito venéreo, es hallar algún elemento, alguna técnica prodigiosa que posea la virtud de reavivar ese fuego que comienza a decrecer.

Empujado por esta esperanza, desde tiempos muy remotos ha multiplicado sus investigaciones para encontrar la relación que pudiera existir entre los alimentos que ingiere y la potencia de su líbido, relación cuya existencia sospechaba Platón cuando habla del nacimiento del amor, que fue concebido por Penia después del banquete que celebraron los dioses para festejar el nacimiento de Afrodita.

En los pueblos orientales, siempre ha existido esta preocupación afrodisíaca, con la esperanza de renovar las energías por las especias, como la pimienta y rizoma de regaliz u otras de carácter botánico, sin excluir ciertos productos de origen animal, como los sesos de gorrión macho, a los que le conceden gran poder excitante.

Es así como los chinos utilizaron muchas semillas, ya hoy desaparecidas, y complicadas técnicas para elaborar platos en su cocina con este propósito, otros, de una extremada delicadeza, pues eran trabajos con pétalos de Magnolias, las flores del duraznero, el azahar, las semillas del loto, las vainas de badiana, los huevos de grulla, las medusas o las aletas de tiburón.

Aún en esta civilización de tan milenarias experiencias humanas, confían en la sopa de nido de salanga, confituras de jengibre y de genciana, amén de algunas algas, para hallar la fórmula mágica que renueve quiméricamente las energías decadentes. Y a fe que estos orientales son desconcertantes.

En Bankok, en algunos restaurantes, piden monos o macacos, y los sirven envueltos en una tela, descubierta apenas la cabecita. Así vivos, les meten sus testas por un hueco que hay en las mesas y con cuchillo bien afilado las cercenaron, mientras, entusiasmados, los parroquianos comen los sesos palpitantes en una salsa criolla. Es que para la gente de esa parte de Asia, aquel es uno de los platos más delicados y afrodisíacos que existen.

Mucho me temo que a pesar de la obsesión de los sabios y de los filósofos, esto del erotismo excitado infaliblemente por la comida, sea en gran trecho un simple sueño o leyenda. El prodigio deriva de la sensibilidad con que miremos y contemplemos al ser amado. Y a la hora de la cacería, compartir alimentos de posible asociación con el despertar de los apetitos. El entorno es esencial, y saberlo adecuar con la delicadeza espiritual, otro arte.

El filtro amoroso más seguro es la mujer misma. Sus formas, el metal de su voz, sus escondidas gracias. Esas son las prodigiosas influencias. En consecuencia, tanto en el juego amatorio como en la preparación de una buena vianda, es menester primordialmente para el eventual éxito, el ingrediente de la imaginación. A ella la transformamos, en el mundo de la ensoñación, en ser excepcional y prodigioso

En el laboratorio de la cocina, cuando entra el sentido del arte y la expresión de la sensibilidad, los elementos adquieren vida propia e individualidad, al convertirse en viandas deliciosas.

Ya en la mesa, sutilmente, la mujer irradia su primor al comer, al degustar un estimulante aperitivo, al seleccionar los platos, al disfrutar, en fin, el instante. Ese es su verdadero poderío y su magia. Percibir luego el aroma de una sopa trufada, una ensalada de mariscos naturales, un civet de liebre aromatizado con un vino tinto y las hojillas de laurel, o un pollo al tendori con jengibre, ajo, comino, cardamomo y canela, es realmente un regalo de la naturaleza y de la vida, junto a la mujer deseada. El erotismo radica, pues, en la imaginación y en el discreto goce de la mesa y de los vinos. Los filtros, las especias excitantes, las bebidas estimulantes son pura leyenda.

De ahí las filosóficas reflexiones de Jusan de Mesones, cocinero mayor de su Majestad la Reina (1597): “Cuando el hombre cabal vea que no puede satisfacer a Violante o a Dorotea o a Lorenza porque no se halle hábil para el ejercicio carnal, tenga este regimiento, que cene poco, así como tres o cuatro yemas de huevos blandos y frescos, y use dátiles, y turmas, y piñones, remojados en agua caliente primero, y como esa yerba que dicen yerba del sátiro; y si con ello no se enmendare, se consuele con una escudilla de sopas con muja enjundia, un pichel de buen vino moro, huya de desasosiegos, y busque consolación en ese amor grande y antiguo que lleva en su corazón”.