Granado y Guevara a bordo de la Mambo Tango en el Amazonas.
La Poderosa II.

Movidos por ideales libertarios, humanistas, ansias de conocimiento o estudios, grandes figuras de América Latina han dejado su impronta en la historia del continente como protagonistas de intensos viajes multinacionales a través de cumbres, ríos, lagunas o valles… Uno fue el joven Ernesto Guevara, nacido en Argentina el 14 de junio de 1928, quien con apenas 23 años se lanzó junto a su amigo Alberto Granado a explorar Suramérica a bordo de una motocicleta Norton de 500 cc, en un periplo que tuvo mucho de aventura, pasión juvenil y hasta ingredientes simpáticos y trágicos cual en las mejores novelas sobre peripecias humanas, en lo que constituyó una temprana señal del hombre inmenso que ya entonces el Che llevaba dentro.

El 29 de diciembre de 1951 comenzó este peregrinar a bordo de la Norton que estos amigos denominaron La Poderosa II. Fuser –como Alberto llamaba a Ernesto, porque su grito de batalla durante los juegos de rugby era «¡cuidado, ahí viene el Furibundo Serna!»–, no sabía la trascendencia de un viaje que lo llevaría a conocer más de cerca la realidad de la América Latina de entonces. Corrían tiempos en que Ernesto andaba entre estudios de Medicina y un trabajo de ayudante de investigación en la Clínica Pisan, dedicada al tratamiento de alergias. Gustaba de jugar ajedrez, hacía deportes y continuaba su afición por la lectura –su hermano Roberto recuerda que leía los 25 tomos de la Historia Contemporánea del Mundo Moderno; y se asegura que con 12 años había liquidado la obra completa de Julio Verne y su cuarto era el mejor lugar de toda Altagracia para encontrar libros de viajes y aventuras, pues los padres le alimentaron el hábito de la lectura como un recurso de consuelo al obligado reposo físico de tres o cuatro días cada vez que aparecía el asma, padecimiento frente al que desarrolló una voluntad de Quijote. Con poco más de veinte años se destacaba el joven Guevara por su inteligencia y la madurez de sus enfoques, la atracción por el pensamiento filosófico y ser un muchacho atractivo aunque algo excéntrico, que prefería mantenerse al margen de los convencionalismos adoptados por los jóvenes de la oligarquía provinciana interesados en que no les confundieran con hijos de obreros o gente pobre. Los inicios Fue en Córdoba donde se vieron el Che y su amigo Alberto y empezaron a hablar de este viaje. Granado le contó que había abandonado su puesto en el leprosorio de San Francisco de Chañar –en el Hospital Español– donde le pagaban muy mal; y como respuesta Guevara le comentó que se sentía «harto de Facultad de Medicina, de hospitales y de exámenes». En medio de tales circunstancias pensaron los jóvenes en un periplo «por los caminos del ensueño» que los condujera «a remotos países»; y hacerlo «con la Poderosa, hombre», según reconociera después en sus Notas de Viaje (un grupo de crónicas que elaboró al año de concluir el recorrido, a partir de los apuntes de su diario), el mismo Guevara. El 4 de enero de 1952 se dirigieron hacia Miramar, un balneario argentino donde la novia de Ernesto, María del Carmen Ferreyra, Chichina, pasaba sus vacaciones. En esta primera parte del recorrido también viajó Come-back, el perro que Ernesto quería regalarle a Chichina. La despedida se prolongó durante ocho jornadas hasta que «recuerdo un día en que el amigo mar decidió salir en mi defensa y sacarme del limbo». Necochea, donde pasaron 72 horas antes de salir para Bahía Blanca, se convirtió en la próxima parada. En el puerto sureño permanecieron varias jornadas; y otra vez en el camino, atravesaron los arenales de Médanos, cumpliendo un trayecto en que la moto cayó nueve veces. Cuatro semanas demoraron en salir de Argentina y en Chole-Choel, una gripe obligó a Ernesto a guardar cama hasta curarse para reemprender después el viaje, rumbo oeste. Las averías de la vieja moto continuaron. Pasaron noches en la orilla de la carretera a la intemperie, aunque casi siempre tuvieron la suerte de encontrar un buen vecino que les brindara un espacio en algún lugar de la casa. Estaciones de policía y hospitales estuvieron entre los lugares favoritos para pernoctar en los diferentes poblados. La aventura constante Camino a Chile disfrutaban los jóvenes como de una aventura fabulosa. Escalaron cerros, cazaron un pato con el revolver Smith & Wesson que Don Ernesto le había dado al hijo para protegerse durante el viaje… Vivían cada momento con intensidad y alegría. En San Martín de los Andes fueron ocasionales ayudantes de cocina en una parrillada con la que se agasajaría a los participantes en una competencia de automóviles; y en Junín de los Andes, pasaron unos días de «jolgorio» junto a unos amigos de Alberto. Otra vez un pinchazo de uno de los neumáticos de la Poderosa II los puso en apuros. En medio de la noche, un casero austriaco les dio albergue en un almacén abandonado, aunque antes de acogerlos, les habló sobre los tigres chilenos que atacaban «al hombre sin ningún miedo». La indisposición ante tal historia le costó la vida a Boby, el perro de los dueños del lugar, que recibió un tiro de Fuser, asustado por «unas garras que arañaban la puerta… mientras dos ojos fosforescentes miraban, recortados en las sombras de los árboles». En San Carlos de Bariloche se alojaron en una estación de la Gendarmería Nacional a la espera de que la embarcación Modesta Victoria partiera hacia la frontera chilena. En la cocina de la cárcel Ernesto leyó la carta en que Chichina le decía que había decidido no esperarle y así se despidieron de suelo argentino y a bordo de la Modesta atravesaron Puerto Blest y Laguna Fría, hasta llegar al puesto fronterizo chileno donde abordaron otro barco que transportaba pasajeros a través del lago Esmeralda. En Chile Recuerda Ernesto que en ese trayecto conocieron a varios médicos chilenos con quienes conversaron sobre la lepra. Los chilenos les comentaron a sus nuevos amigos sobre el leprosorio de la Isla de Pascua y de las bellezas del lugar, lo que entusiasmó a los jóvenes argentinos a gestionar los permisos de rigor para viajar allí. Sobre la Poderosa II llegaron a Valdivia en medio del cuarto centenario de la ciudad y un periódico local publicó un reportaje sobre el periplo. Luego se trasladaron a Temuco en una camioneta, porque un nuevo ponche había arruinado la moto y también en esa ciudad fueron motivos de interés de un artículo del Austral, bajo el título de «Dos expertos argentinos en leprología recorren Sudamérica en motocicleta». Gracias a la publicación, recordó el Che en sus Notas de Viaje, «ya no éramos un par de vagos más o menos simpáticos con una moto a la rastra, no; éramos los expertos, y como tales se nos trataba». A pesar de esfuerzos y reparaciones, la Poderosa II se volvía cada más achacosa y problemática, los accidentes se hicieron más frecuentes y las continuas averías convertían al equipo en una verdadera impedimenta imposible de soportar tanto rigor; de modo que Guevara y su acompañante, llegaron a Los Ángeles a bordo de un camión. Ahora dos «mangueros no motorizados» y el Perú Ese «fue nuestro último día de mangueros motorizados, lo siguiente apuntaba como más difícil: ser mangueros no motorizados», advertía el joven Guevara en sus crónicas. Dos días después partieron hacia Santiago, sobre otro camión, cuyo dueño les cobró un precio bajo, a condición de que le ayudaran en una mudanza. La Poderosa II yacía en la parte de atrás del transporte, de donde fue a parar a un garaje de la capital chilena. Allí la dejaron y continuaron a Valparaíso animados por una posible visita a la Isla de Pascua, que finalmente se frustró. Como polizontes se movieron en un barco hasta Antofagasta y como pudieron, a la famosa mina de cobre de Chuquicamata. Conocieron un matrimonio de pobres obreros chilenos que no tenían ni cómo abrigarse y a los que les proveyeron de abrigos. «Fue ésa una de las veces en que he pasado más frío, pero también, en la que me sentí un poco más hermanado con ésta, para mí, extraña especie humana…» En lo adelante siguieron el curso mismo de las casualidades saltando de un transporte a otro, hasta encontrarse con unos caminantes que los contrataron para un partido de fútbol. Luego de dos días en Iquique partieron hacia Arica y después llegaron a Perú. Sin dinero y sin la Poderosa II, vivieron unas horas realmente azarosas y difíciles, hasta que al segundo día en la tierra de los Incas, fueron recogidos por un camión. La grandeza de una cultura que aún vivía por aquellos lares y lo sobrecogedor de los paisajes peruanos, despertaron en Ernesto una emoción profunda que resumiría claramente en una corta anotación: «estamos en un valle de leyenda, detenido en su evolución durante siglos y que hoy nos es dado ver a nosotros felices mortales, saturados de la civilización siglo XX». Los pueblos de Tarata y Puno y más tarde Ilave –el lago sagrado donde todavía los pescadores mantienen las mismas costumbres de hace 500 años–, fueron algunas de las escalas en el Alto Perú; y más adelante, Cuzco, «el ombligo del mundo». Guevara describe en su diario con gran lujo de detalles lo que veían sus ojos, la extraordinaria belleza de Los Andes y la historia de una civilización capaz de construir aquellas impresionantes ciudadelas. A Machu Picchu los viajeros llegaron en tren y también visitaron el Valle del Inca. Después de recorrer los históricos lugares partieron hacia el Leprosorio de Huambo y antes pasaron por Huancarama, donde Ernesto debió descansar a causa del asma. Alberto y su amigo intercambiaron con los enfermos y quedaron impresionados por las malas condiciones sanitarias del lugar. La próxima parada importante fue Ayacucho, famoso en la historia de América Latina, por la decisiva batalla librada por Bolívar en los llanos que lo circundan. La aventura por los valles o empinadas tierras peruanas les llenó de entusiasmo, aunque estuvo marcada constantemente por el hambre y el frío. Luego de múltiples peripecias y pernoctar en los más variados lugares llegaron a Lima el primero de mayo de 1952, donde se encontraron con Hugo Pesce, un reconocido especialista en lepra con quien Ernesto estableció relaciones de amistad. El médico resolvió que los muchachos fueran alojados en el Hospital de Guía para Leprosos y allí permanecieron durante tres semanas, que aprovecharon para conocer la ciudad. Colombia y Venezuela A Ernesto le sorprendió su cumpleaños 24 en San Pablo, el punto de donde los amigos continuaron viaje, ahora a bordo de la balsa Mambo Tango a través del Amazonas. La travesía la hizo más fácil y menos dilatada la aparición de un colono de la zona que los remolcó hasta la ciudad colombiana de Leticia, a cambio de las provisiones y de la propia Mambo Tango. Esta fue una escala provechosa en la que consiguieron alojamiento y comida con la policía y un trabajo como entrenadores del equipo de fútbol local, con lo que reunieron algún dinero para poder tomar un vuelo hacia Bogotá, el 2 de julio. Los jóvenes argentinos tuvieron en la capital colombiana algunos inconvenientes con las autoridades –eran unos visitantes algo incómodos o al menos sospechosos, en medio de la situación inestable y la efervescencia política que se vivía. Ernesto y Alberto pasaron varias noches en comisarías bogotanas y en uno de sus involuntarios encuentros con la policía, un agente los registró e incautó a Guevara el puñal que le había regalado su hermano Roberto como despedida. También lo interrogó sobre los medicamentos para el asma, a lo que Che espetó irónico: «cuidado, es un veneno muy peligroso». A pie llegaron y cruzaron el 14 de julio el puente que «une y separa» a Colombia y Venezuela, en medio de una crisis de asma; y sobre una camioneta desembarcaron en Caracas tres días después. Alberto decidiría quedarse a trabajar por allí, en un leprosorio de las afueras de la capital venezolana y el Che aprovecharía para regresar a Argentina para graduarse como médico, en un avión que transportaba desde Buenos Aires los caballos de carrera de su tío Marcelo con destino a Miami, y que tenía una escala programada en el aeropuerto caraqueño, el 26 de julio. Era un aparato marca Douglas que presentó desperfectos en uno de sus motores al arribar a Estados Unidos, lo que obligó a Fuser a permanecer en la sureña ciudad norteamericana por un mes, tiempo durante el cual joven argentino se sostuvo gracias a un trabajo de lavaplatos en un restaurante, hasta el momento en que finalmente regresó a Argentina, donde retomó sus estudios. La experiencia de este viaje caló tan hondo en el joven Guevara, que su vida empezó desde entonces a ser otra, como aseguró después en sus Notas de Viaje: «El personaje que escribió estas notas murió al pisar de nuevo tierra argentina, el que las ordena y pule, ‹yo›, no soy yo, por lo menos no soy el mismo yo interior. Ese vagar sin rumbo por nuestra ‹Mayúscula América›, me ha cambiado más de lo que creí».