Un festival para una Habana de cinco siglos
«La Habana, con sus caderas sonoras, y sus moradas ojeras a todas horas», como la definiera Nicolás Guillén en un apunte poético, recibe del 5 al 15 de diciembre la edición número cuarenta y uno del Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano.
Cuántos fotógrafos importantes, como el mexicano Gabriel Figueroa o el argentino Ricardo Aronovich, han intentado aprehender a través de sus cámaras de cine la luz especial que baña a la capital de este «largo lagarto verde». Con sus cinco siglos a cuestas recién cumplidos acoge la conmemoración el 8 de marzo del centenario del cineasta Santiago Álvarez, quien tantos clásicos aportara al cine documental no solo cubano, y al que el certamen consagrará un panel de estudiosos de su obra. Habanero de pura cepa como él, Oscar Valdés —del que también festejamos cien años el 19 de septiembre—, trabajó junto a un jovencísimo Humberto Solás en sus primeras incursiones en la ficción (El retrato, Minerva traduce el mar) antes de legarnos varios títulos resonantes. Lucía (1968), el primer largometraje de Solás, es inconcebible sin el vestuario diseñado por María Elena Molinet, esa artífice que habría cumplido el 30 de septiembre un siglo de su nacimiento en Chaparra, antigua provincia de Oriente.
No transcurren los mismos tiempos en que el nuevo cine latinoamericano era un movimiento —el único de dimensiones continentales en la historia del cine— que estremecía, como los estallidos guerrilleros, del Río Bravo a la Patagonia, «tierra de rebeldes y de creadores», según nuestro Martí. Basta citar que en 1969, medio siglo atrás, cuatro filmes resonantes nutrieron ese caudal y la propia historia del cine iberoamericano: Antonio das Mortes y Macunaíma, de Glauber Rocha y Joaquim Pedro de Andrade, respectivamente, en nombre del Cinema Novo Brasileño; Sangre de cóndor (YawarMallku), del boliviano Jorge Sanjinés; y El chacal de Nahueltoro, realizada por el chileno Miguel Littín. Era el mismo año en que el cubano Manuel Octavio Gómez se adelantaba a su tiempo con la gestación de La primera carga al machete.
Aunque algunos cineastas de la vieja guardia se mantienen en activo —y es ineludible el mexicano Arturo Ripstein—, una generación novísima aborda temas de su propia realidad, sin olvidar páginas y figuras de la historia, desde disímiles ángulos, pretensiones y resultados. Es raro que los principales festivales no incluyan en su programación y en sus ceremonias de premiación obras producidas en América Latina, muchas veces con la contribución de fondos europeos. Los palmarés de los certámenes de Berlín, Cannes y Venecia de este año lo confirman. Hollywood no descansa en su ánimo de absorber los talentos desbordantes, y el caso más reciente es el del colombiano Ciro Guerra, que tras ser nominado al Oscar por El abrazo de la serpiente, y de deslumbrar a todos con Pájaros de verano, la gran triunfadora en La Habana en el 2018, acaba de estrenar en Venecia su primera película financiada con capital norteamericano: Esperando a los bárbaros, versión de la novela homónima del escritor sudafricano J. M. Coetze.
Al cierre de la convocatoria del 41 Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano, el 30 de agosto, se registraron cifras de inscripción mayores que las de los últimos años: 2 200 filmes, 300 guiones inéditos y un centenar de carteles. Descuellan los títulos de Argentina (490), Brasil (245) y México (221), los tres tradicionales colosos, aunque Chile no queda a la zaga con sus múltiples propuestas. Son imaginables las intensas jornadas de visionado a las cuales tuvo que someterse la comisión de selección con el propósito de reducir las cantidades a lo admisible por jurados y salas de exhibición y escoger los títulos imprescindibles para la sección oficial en concurso, las óperas primas, cada vez más reveladoras de miradas originales y audaces, y los apartados informativos. El indescriptible público que colma las salas en esa decena de días amerita todo el esfuerzo posible; muchos espectadores planifican sus vacaciones para ese periodo para consagrar todo el tiempo a ver cine, sin que falten aquellos que compiten entre sí por apreciar el mayor número de películas.
«Ojos que ven, corazón que siente», es la frase promocional en la campaña publicitaria de este festival que, en plena mayoría de edad y en otras circunstancias, prosigue con su voluntad fundacional.