Las piedras rodando se encuentran
No son los misteriosos cabezones de la Isla de Pascua ni los trazados de Nazca, pero las piedras redondas costarricenses están rodeadas de incógnitas. ¿Quiénes las hicieron, cómo, por qué?
La esfera siempre ha seducido a la imaginación. Su forma perfecta ha inspirado a alquimistas y esotéricos, y los mitos se extienden a través de los años, sobre todo cuando «aparecen» en medio del paisaje natural.
Las conjeturas sobre los orígenes y propósitos de las canicas pétreas de Costa Rica se entronizan en la leyenda y suscitan análisis científicos. Algunos han querido ver la mano de los descendientes de la mítica Atlántida. Otros, una simple y maravillosa forma geológica natural. Así, se habla de secretos para ablandar la piedra a fin de descubrir qué oculta en su interior, de intervención extraterrestre o de ejes energéticos complementarios a los dibujos de Nazca y las estatuas de Pascua.
También se les asocia con delimitaciones territoriales, hitos conmemorativos, la representación del eterno femenino, dispositivos para la navegación o de equilibrio tectónico, símbolo perfecto de la divinidad, fuentes de energía y bienestar, y hasta con puertas hacia otras dimensiones.
En la tradición indígena sobresale la versión legendaria de las balas que usaba el dios del trueno, Tara o Tlachque, para con su cerbatana atacar a los Serkes, dioses de los vientos y los huracanes.
¿La verdad está ahí afuera?
La hipótesis menos descabellada hasta el momento considera que las esferas de piedra forman parte de jardines astronómicos vinculados a calendarios de ciclos agrícolas y se les relaciona con los rangos sociales que se establecían en las tribus.
«En los enfoques seudocientíficos no existe un real interés por la información del contexto de las esferas. Normalmente lo soslayan argumentando la escasez de datos o que no hubo una necesaria relación entre estas y los vestigios arqueológicos que se han encontrado junto a ellas. Al despojar a las esferas de su contexto, las despojan también de su historia y de los vínculos sociales a los que estuvieron sujetas», apunta Ifigenia Quintanilla, licenciada en Antropología y Arqueología, consultada para este reportaje.
Su impronta podría rebasar la huella cultural del territorio costarricense, pues hay indicios de presencia de mayas oriundos de Guatemala, de olmecas y aztecas de la zona mexicana, chibchas de Colombia, y hasta quechuas e incas del lejano Perú.
Descubiertas alrededor de los años 40 del siglo XX, algunas fueron dinamitadas por creerse que contenían oro. Desde 1970, tanto las piedras como sus locaciones son protegidas por el gobierno, y la ley ampara el rescate de las que han sido extraídas de su lugar de origen.
Las también llamadas Bolas de Costa Rica tienen dimensiones entre los 10 cm y los 2,57 m de diámetro y su peso puede sobrepasar las 16 toneladas. La perfección de su redondez se valora en más de 90 %. Se componen, en su mayoría, de piedras duras como granodiorita, gabros y algunas pocas en caliza. Sobrevivientes por centenas al paso del tiempo, se estima que los indígenas las colocaron en la zona en un período que va desde antes a después de Cristo.
En el año 2010 fueron evaluadas por especialistas para su elección como Patrimonio de la Humanidad bajo protección de la UNESCO, pues se han convertido en símbolo de la identidad costarricense. A la entrada de casas e instituciones públicas es usual encontrar reproducciones en piedra, bronce, acero, vidrio y concreto armado.
Las esferas han adquirido tal connotación cultural que no solo aparecen en obras plásticas, literarias o arquitectónicas: estas incluso se plasmaron en los pasados billetes de 5.000 colones, la moneda nacional. En cuanto a cómo llegaron a donde están, se supone que fue rodando, ¿no?
Rodando sobre sí mismas
La sorprendente «aparición» de las piedras redondas en el paisaje natural de Costa Rica, ya en sí mismo contrastante y seductor, constituye un toque de distinción del territorio.
Por iniciativa del Museo Nacional se promueve crear un Parque de las esferas, con alrededor de 10 ha y conformado por cuatro sectores. En el primero podrían apreciarse cinco ejemplares in situ, dispuestos en alineación perfecta, mientras en el segundo estarían dos montículos de 25 m de diámetro y otras estructuras asociadas a las singulares bolas. Un tercer sector albergaría las esferas de piedra que han sido removidas y luego recuperadas, y en el cuarto estarían los fragmentos cerámicos encontrados.
Un sendero atravesaría los puntos más importantes del parque, tal vez con un diseño de toque precolombino. Este proyecto permitirá proteger los monolitos esferoides y facilitar la observación de investigadores y curiosos.
Sobre el futuro de las piedras, la investigadora Quintanilla comenta que «a lo largo de los casi mil años desde que fueron fabricadas y usadas, las esferas cambiaron su sentido y significado. Todavía hoy siguen cambiando y generando nuevas formas de valor (identitario, de prestigio, de exhibición personal, de creación de sentidos de pertenencia, entre otros). Hoy, al igual que pudo haber sucedido siglos atrás, se aprecian más y se les da mayor valor y relevancia a las grandes esferas, a las que están completas y con las texturas más finas. Las rotas o deterioradas, las pequeñas o poco simétricas no salen en las fotos y nadie posa junto a ellas. Sin embargo, en cada una hay un valor más allá de lo estético y de nuestra subjetividad, un valor que radica en haber sido hechas, en ser parte de una expresión singular y en materializar una historia de vida que continúa hasta nuestros días. Muchas cosas definen a las esferas precolombinas. Hoy las sigue definiendo nuestra mirada», subrayó.
Como otros legados de grandes culturas precolombinas –ciudades perdidas, grandes templos y pirámides o sofisticados calendarios–, las petroesferas potencian todo tipo de sensaciones, desde la delectación mística al puro goce estético. Las piedras, de abstracta perfección en su redondez, se erigen como recuerdo simbólico de antiguas culturas ancestrales, cuyas almas han rodado hasta nuestros días para constituirse en rasgo singular y único del fabuloso entorno costarricense.