Luces de solares en el Centro Histórico
Indagar en la vieja ciudad es asistir a un deslumbramiento constante. Tras quedar seducidos por la opulencia de palacios, iglesias y conventos, recorrer estrechas y antojadas calles se descubre, entre una asombrosa variedad de tipologías arquitectónicas, la vivienda habanera. La cotidianidad del citadino desborda cualquier intento de atraparla en un estigma. El forastero interesado en conocer cómo y dónde vive el cubano ha de adentrarse en las mansiones que bordean las plazas principales, en las afortunadas residencias esquineras, en la modesta casa de familia, hasta llegar a una de las estructuras habitacionales más comunes: los llamados solares.
De los orígenes El solar, recurrido símbolo del tropicalismo, fue una de las opciones del cubano en busca de cobija sencilla y barata en el lejano siglo XIX. Distorsión arquitectónica o respuesta a una necesidad económica, esta forma de organización doméstica se destaca dentro de la variedad de construcciones de la parte vieja de la ciudad. Aunque se trata de un fenómeno común, los especialistas establecen dos términos, según la circunstancia de su aparición. Oriundas de Centro Habana, las cuarterías surgieron en la segunda mitad del siglo XIX cuando la urbanización de la zona avanzaba desde Belascoaín hasta Infanta. Tras la construcción de los edificios principales en el perímetro, las grandes casonas, espaciosas al frente, comenzaron a seccionarse para reservar, al menos, una habitación a aquellas personas de pocos ingresos que trabajaban en las obras. Luego se levantaron en su interior locales destinados a baños, cocinas comunes y lavaderos que muchas veces se situaban al centro del patio, en el traspatio o al fondo de la parcela. Similares transformaciones quedan enmarcadas en La Habana Vieja bajo el concepto de ciudadela. Casi coincidente en el tiempo con las cuarterías, esta variante nació con el traslado de los dueños de las grandes mansiones a las nuevas urbanizaciones de la ciudad. Comunión de todas las clases sociales, punto de encuentro de quienes trabajaban o llegaban al puerto de La Habana, eclosión de comercios y mercados, la zona antigua -superpoblada desde las primeras décadas del siglo XX- se convirtió en sitio de abundante suciedad, contaminación y males, como la droga y la prostitución. Mientras las familias pudientes convertían en habituales las hasta entonces casas de recreo del Cerro y El Vedado, los nuevos propietarios disponían un uso más especulativo de estos inmuebles que, subdivididos hasta la saciedad, comenzaron a cumplir funciones de inquilinato.
Hallazgos cotidianos Distinguida por el carpenteriano epíteto de ciudad de las columnas, La Habana muestra, incluso al interior de los solares, su profusión de columnas y columnatas. Elegantes y portentosos elementos, adornados por enormes arcadas, frecuentan las antaño mansiones que, aún en estados ruinosos, exhiben vestigios de una arquitectura que no escatimó ornamentos. Aunque cerca de la mitad de las viviendas del Centro Histórico se sitúan en cuarterías y ciudadelas, una amplia galería de detalles, signos de tiempos remotos, dotan de particular belleza a estos preteridos rincones. A la entrada de algunos solares suelen conservarse portones, evocadores del trabajo de los grandes maestros carpinteros, e incrustadas en su exterior se advierten ciertas aldabas de bronce que, en las más diversas formas, prestigiaron las fachadas habaneras. En muchos de los patios centrales, sitios de reunión de las tareas domésticas, aparecen brocales bellamente decorados por los excelsos herreros de la Isla, gracias a los cuales hoy se atesoran las labores de rejas, balcones y guardacantones. Desbordando en sus redondeces y voluptuosidades toda la sensualidad criolla, añejos portafaroles aún distinguen ciertos exteriores, en un diálogo permanente entre la grandeza y el detalle. Pero de esta incursión por la arquitectura de los solares lo más sorprendente es quizás descubrir, entre el envejecimiento y el deterioro, la delicada presencia de un vitral cubano. Estas vidrierías producen una extraña alucinación al encontrarlas casi intactas, irreverentes, persistentes en el tiempo. Además de una irrepetible belleza, los vitrales, con su caótica sencillez, producen sutiles reflejos de luces en la oscuridad de estas viviendas múltiples. Capaces de pulsar el estado de ánimo del día, los coloridos cristales desatan mágicos destellos entre las devastadas galerías solariegas. De estos hallazgos cotidianos se nutre el sentimiento de arraigo asociado al barrio que caracteriza a los pobladores de la zona, quienes se identifican con un inmenso caudal de ritos y tradiciones. Recientes encuestas develan su incuestionable deseo de residir en La Habana Vieja, por considerarla atractiva en sus valores históricos, arquitectónicos y culturales.
La gente del solar Sorprende también La Habana por esa increíble mezcla y fusión de la gente que convive en edificios retados por el tiempo. Colgadores improvisados consienten el secado de las ropas recién salidas de un lavadero común que zanja los sudores del día, mientras cultura, religión y costumbres distinguen a estas singulares viviendas de pretéritos orígenes. A quienes habitan puerta con puerta, en estrechos y conglomerados espacios, los une algo más que los conceptos de barrio o ciudad. Servicios compartidos como lavaderos, baños e incluso cocinas, hacen a “la gente del solar” coincidir en los momentos claves del día. La naturaleza de los cuartos, reducidos y de escasa ventilación, propicia que la vida de estos vecinos transcurra en la calle, en el patio o traspatio. Con solo asomarse al lugar se gana libre acceso a un evento singular e inconfundible: la interminable fiesta del cubano. Es aquí donde se generan singulares sonidos emanados de una suerte de instrumentos de percusión, conocidos o inventados, y casi al mismo tiempo aparece el baile, esa cualidad nativa que abraza la gracia del movimiento. Marcadas por el sincretismo de nuestra cultura, las celebraciones combinan los ritos religiosos de origen africano, la música y el ingenio popular. De ese conglomerado viviente que es el solar han emergido ritmos autóctonos como el llamado complejo de la rumba, nacido a finales del siglo XIX. Tras el capetillo o especie de introducción, el conocido guaguancó incita a la narración de vivencias e historias cotidianas. Con una fluida improvisación y con esa musicalidad natural del cubano, alrededor del guaguancó se reproducen los males de amores, las riñas y los conflictos del día, siempre acompañados de los intensos movimientos que el toque de la tumbadora sugiere. También la llamada rumba columbia, creada para el lucimiento de los bailadores desata toda la destreza corpórea de hombres y mujeres reunidos en el área central que comunica sus cuartos. Una mirada atrás revela la existencia de varios personajes del solar que devinieron protagonistas de canciones de la época. Una de las mujeres que contagió con la sensualidad de sus bailes dio nombre a una famosa rumba que todavía hoy se oye sonar: María la O soguendo, María la O soguendo... Nuestro Poeta Nacional Nicolás Guillén, quien dedicó sus musicalísimos versos a las clases más pobres y, en especial, al negro cubano, situó en los ambientes solariegos varias de sus tramas poéticas. Algunas de sus creaciones contienen referencias a la jerga de estos espacios de “bronca” y “jaladera” como en Velorio de Papá Montero, especie de burla fúnebre a propósito de la muerte de un personaje imaginario del ambiente rumbero: ¡Ahora sí que te rompieron,/Papá Montero!/En el solar te esperaban,/pero te trajeron muerto;/Ya se acabó Baldomero:/ ¡zumba, canalla rumbero! Devueltas a la contemporaneidad, muchas de las evocaciones costumbristas integran el panorama actual de un espacio vital que ha trascendido en el tiempo. No ha dejado desde entonces de tocarse el tambor para convocar al festín que sigue reuniendo a los vecinos en el patio. En cualquiera de estos bailes se puede descubrir a la famosa rumbera que provocó a músicos y bailadores. Investida de otros atuendos, María la O revive en otras criollas de voluptuosas formas, dotadas de la gracia de la danza. La bulla, la mesa del dominó, el trago de ron, son escenas que se repiten en el acontecer diario, tanto de esta como de otras formas de convivencia de la isla. Tales eventos, expresiones legítimas de nuestra idiosincrasia, son ingredientes del “alma del cubano”, descrita magistralmente por don Fernando Ortiz. Nutridas de leyendas y cuadros costumbristas, las prácticas de los oficios religiosos de origen africano son motivos recurrentes de estos lugares por donde desfilan los ritos que consagran al panteón orisha. Las celebraciones u ofrendas a las deidades son los momentos de más regocijo en el solar que también acoge la iniciación de sus vecinos como un suceso colectivo. Suelen ser estos ruinosos habitáculos, sitios de acostumbradas “consultas espirituales” que invitan a bajar a “los muertos” para resolver ciertos conflictos terrenales. Caracoles o cartas presagian el futuro y esclarecen el pasado de quienes acuden en busca de consejos. De esta realidad mágica beben creadores del momento, quienes han dotado al espectro musical cubano de incontables referencias al particular escenario. Convertida casi en himno, una canción del trovador Gerardo Alfonso se introduce por los rincones de la vieja Habana e indaga en la vida de sus habitantes, para dejar eclipsada su cotidianidad en la singular imagen de sábanas blancas colgadas en los balcones. Mientras, nuevas generaciones de músicos atrapan la marginalidad de algunos solares para convertirlos en escenografías de sus incursiones en el pop, rap o hip hop. Las imágenes que regalan los solares han hechizado el lente de fotógrafos de Cuba y el mundo, que han dedicado a estos ambientes vívidos reportajes gráficos. Más recientemente la Octava Bienal de La Habana invadió el conocido Solar de la California (Crespo e/ San Lázaro y Colón, Centro Habana), donde artistas de la talla de Kcho, Diago y Mendive llevaron a la comunidad sus creaciones pictóricas. En esta apuesta por la vida, el arte quedó desacralizado de sus tradicionales salas expositivas para quedar a disposición de la gente que se convirtió en principio y fin del hecho artístico. Otros eventos de la ciudad han penetrado en los solares, ya sea para hacerlos sedes de los actos culturales o para nutrirse de su singularidad en la realización de disímiles propuestas artísticas. Alejada de los escenarios convencionales, Habana Vieja ciudad en movimiento invita a reproducir en las calles o plazas los bailes autóctonos en una comunión entre el público y la propuesta danzaria. Esperada y seguida por todos, la cita ha encontrado dentro de estas viviendas la atmósfera adecuada para la puesta en escena, a través de los elementos arquitectónicos que inspiran el diálogo de los danzantes. Sin embargo, es la participación de las familias el elemento legitimador de este encuentro que indaga en las costumbres y formas de vida de la parte antigua de la ciudad. Ahora bien, no hay crónica más acertada que la vivida en el andar cotidiano. Para escapar del tropicalismo, de las imágenes recurrentes, sugiero la mirada avezada por los rincones de la ciudad antigua. Las claves pueden estar en Teniente Rey 113, Empedrado 406, Aguiar 368, Cuba 467 u otras tantas direcciones que se identifican con la modalidad de las ciudadelas o solares, pero sugiero la aventura de descubrir espacios, detalles, historias, personajes de una realidad mágica e interminable.
Aires de restauración Heredadas por la revolución en condiciones de hacinamiento y estrechez, las distorsiones de la arquitectura original se agravaban por la antigüedad de los edificios y las continuas innovaciones acometidas por las familias para conquistar espacios de privacidad. Barbacoas o improvisados entresuelos, baños intercalados, crecimientos familiares, migraciones internas conformaban el panorama de los solares cuando el proceso de restauración invadió el Centro Histórico. Rescatar el patrimonio edilicio era una de las prioridades del proyecto que se inició en los entornos de las plazas principales, áreas de concentración de los inmuebles más valiosos. Muchas de las antaño casas solariegas, con importantes elementos arquitectónicos o históricos, se convirtieron en los primeros museos que poblaron la vieja Habana. Otros edificios pasaron a la explotación turística que, coherentemente integrada al patrimonio, sustentaría en lo adelante la rehabilitación integral de la zona. Más allá de salvar las piedras que cuentan divinas historias, de devolver la belleza de las construcciones, la nobleza de los detalles, la Oficina del Historiador persiste en regalar a los visitantes y pobladores, el panorama de un centro histórico vivo. Y es que el principal valor del patrimonio está en la gente que ocupa las grandes casas coloniales o las ciudadelas, que convive y apoya la gesta restauradora. Solucionar los problemas habitacionales es uno de los objetivos de este proyecto que se extiende a las reformas y recuperación de viviendas enteras y a la realización de un intenso programa social en los sectores más sensibles. Con un predominio de ciudadelas, entre otras edificaciones ruinosas, el barrio de San Isidro, por ejemplo, intenta una rehabilitación sui géneris. Sin transgredir los límites del barrio, con la participación de los mismos vecinos y de acuerdo con la disponibilidad de recursos, avanza un proceso remozador que aprovecha al máximo todas las áreas. Con un especial respeto a la creencias y tradiciones, se han mantenido aquellos rincones del hogar consagrados a las prácticas religiosas, a la vez que se realizan acciones de sensibilización con el patrimonio heredado. La Plaza Vieja incorpora al borbotear de su fuente la transformación de los edificios del entorno. En convivencia de las funciones culturales y comerciales, el espacio renace en cada vivienda salvada. Caracterizados por su apego a la zona, los pobladores de La Habana Vieja empiezan a recibir los beneficios de la restauración que convierte las derruidas ciudadelas en casas limpias, dispuestas para un número considerable de familias. Otros vecinos del lugar, cuyas residencias están implicadas en el proceso, permanecen en un sistema provisional de viviendas, situado en las cercanías de la plaza. Una vez concluidas las reparaciones, vuelven a sus hogares para disfrutar del confort de la más joven de las viejas plazas. Bajo el nombre de una ciudad belga, se ejecuta en la actualidad el proyecto Brujas. Gracias a la cooperación de esta nación y con respeto a las estrategias de construcción de viviendas en el área, se proyectan 36 locales para esta imprescindible función. Convertidos en realidad, ya se encuentran habitados los primeros apartamentos en la conocida casa de la Cruz Verde que, en su planta inferior, alberga al Museo del Chocolate. Mientras las zonas aledañas a las plazas principales y varias franjas privilegiadas por la Oficina del Historiador son bendecidas por la gesta, otros solares esperan la pronta llegada de los aires revitalizadores o comienzan, con recursos propios, a reparar techos y entrepisos. Invocaciones a las deidades del panteón orisha revelan el deseo de los habaneros de avivar las luces de la gesta restauradora. Por su parte, la gestión social y comunitaria del proyecto sigue transformando la fisonomía y la espiritualidad de una ciudad inspiradora de artistas y poetas que abraza a sus moradores, mientras asume el reto del tiempo, con una obstinada aversión al olvido.