Martinica. Flor de Isla
Después de Trinidad y Guadalupe, ésta es la mayor isla de las Antillas Menores, bañada al este por las aguas del océano Atlántico y al oeste por las del mar Caribe, entre las que emerge con silueta irregular, verde y cautivante.
Aunque las playas y las actividades náuticas, cuyo centro por excelencia lo constituye el puerto de Le Marin, acaparan el interés de la mayoría de sus visitantes, Martinica ofrece mucho más. La costa es de una diversidad espectacular, con acantilados al este; de playitas tranquilas y hasta de arenas negras en el norte, por los efectos de las erupciones del volcán Mont Pelée; y un encantador litoral al oeste, donde se abren caletas como refugios de sueños bajo una línea de cocoteros. Tal variedad se repite tierra adentro por el relieve irregular, las cuestas y los fértiles valles, casi siempre de dimensiones pequeñas, surcados por riachuelos que nacen como manantiales perennes de lo alto de las lomas y que al volverse ríos, en algunos tramos forman desfiladeros; las selvas tropicales con caobas y palmerales, helechos gigantes, lianas y bellísimas flores como lilas y orquídeas que, en los últimos años, se han convertido en fuente de ingresos para no pocas familias lugareñas, al igual que las frutas. Martinica tiene apenas unos 60 kilómetros de largo por 27 de ancho y debido a lo reducido de su territorio y buena red vial, es fácil de recorrer en unos días. Los franceses rigen la isla como Departamento de Ultramar con cuatro distritos: Fort de France, que es su única prefectura y a la vez funge como capital desde de que fuera destruida Saint-Pierre en 1902 por la trágica erupción del volcán Mont Pelée, que costó cerca de 30 mil vidas en 10 minutos; así como La Trinité, Le Marin y Saint-Pierre. Si bien el banano es hoy el cultivo principal en la isla, con un museo y todo, su pasado como gran plantación cañera sigue marcando la vida. Se deja ver en su pueblo casi absolutamente de origen africano –el 97 %– y asimismo en ruinas y vestigios de haciendas y centrales azucareros convertidos en atractivos para amantes de la arqueología. Algunas de estas fábricas han continuado activas y tienen destilerías asociadas que se incluyen en la cartera de excursiones por la isla. De especial interés son Trois-Rivières y Le Mauny –que exhiben en vivo las diferentes etapas de la fabricación del ron: la llegada de la caña en carretas, su trituración, fermentación, destilación y reposo; y la famosa Dillon, con una máquina de vapor que todavía hace girar sus centenarios molinos; más otra situada en el municipio Le Francois, llamada Habitation Rhum Clement, monumento histórico y entre las más antiguas propiedades del territorio, donde se puede apreciar la producción tradicional del ron agrícola, con la hacienda de los propietarios incluida y el central azucarero de época, aún en faena. Para ver y visitar El aeropuerto Aimé Césaire, de Fort de France, que lleva ese nombre como homenaje de los lugareños a su gran gloria literaria, con gran reconocimiento en el mundo y creador del concepto de la negritud, es la principal puerta de entrada a la isla. Se trata de una ciudad tranquila, de limpios ambientes y bonitos espacios como el siempre recomendable Jardín de la Sabana, el Parque Floral y la Catedral y Fuerte de Saint-Louis. Otro buen paseo es la que fuera primera capital, Saint-Pierre, declarada Ciudad de Arte y de Historia y considerada ineludible en cualquier circuito por la isla, a pesar de la tragedia –todavía hoy recordada con algún pavor–, que provocó en ella el volcán Mont Pelée en 1902. Pasando del norte al sur de la isla, se hace obligado detenerse en Le Marin, urbanización atildada con casitas de vivos colores y excelente puerto de recreo oculto al fondo de una bahía al pie de montañas cubiertas de bosques, para muchos uno de los más bellos enclaves de las Antillas, célebre en el mundo entero, también, por su vida artística y el fuerte carácter tradicional del que es símbolo su iglesia y calle principal. La reserva del bosque Coeur Bouliki, con árboles centenarios y hermosas aves y la localidad de Sainte Anne, que tiene numerosos cabos, ensenadas y playas de arena fina como Salines, son otros de los atractivos en esta parte de la isla. Bajando de este lugar la carretera conduce a lo largo de extensas plantaciones de bananos y se hace empinada, adentrándose en zonas dominadas por los ambientes tropicales, la densa maraña vegetal y la humedad. Un alto puede realizarse en el pueblito rural Ajoupa Bouillon para emprender un paseo a pie hasta las Gargantas de Falaise, desfiladeros que van a través de las montañas hasta una gruesa catarata que se descuelga del alto firme, por una bocana abierta entre árboles gigantescos. El centro de Martinica, donde están Mont Pelée y Le Carbet, son los mejores escenarios para exploradores y amantes del turismo de aventura y naturaleza. Una buena manera de recorrerlo es a través de la Route de la Trace, también conocida como la Nacional 3, buena carretera que sube y baja entre el bosque húmedo, pero que está muy bien señalizada para avisar en cada tramo dónde es posible detenerse, según los atractivos del camino. Ese intacto sabor de otros tiempos, también se descubre en las playitas escondidas de la isla y en sus pueblos habitados por gente sencilla, ensimismada en lo suyo, que parece estar ajena a cualquier convicción de exclusividad y es de carácter sereno y sobre todo hospitalario, lo que viene a ser uno de los mejores regalos para cualquiera que llegue a esta isla, donde siempre será muy fácil sentirse como en casa.
Los martiniqueños viven ajenos a cualquier convicción de exclusividad y son de carácter sereno y hospitalario