Johnny Steele en su época de oro.
Johnny Steele y sus Caballeros del Ritmo, una de las mejores orquestas en el Limón de los años 40.

Este relato proviene de Puerto Limón, una de las escalas de las rutas navieras del Caribe, la costa rica de verdes paisajes que circunnavegó Cristóbal Colón en 1502 en su último intento por encontrar el estrecho de Bengala; la costa que por 350 años quedó en el olvido hasta que la aristocracia cafetalera de Costa Rica decidió construir una salida al Caribe para enviar café de altura a los ingleses; la costa que el imperio bananero de la United Fruit fue poblando de inmigrantes jamaiquinos y afrocaribeños para enviar bananos a Nueva Orleáns y traer orquestas de baile. Puerto Limón -llamado así por un explorador del siglo XIX que encontró un solitario limonero en aquellos verdores selváticos-, fue y sigue siendo la puerta comercial de Costa Rica y uno de los puntos clave en la identidad caribeña de Centroamérica.

 

H ace 35 años que vendió el saxofón, pero su voz se las ingenió para conservar un silbido atrás de las palabras. Un viento suave que nace en el vientre y le sube por el esófago.

A Johnny Steele le hubiera gustado aprender guitarra. El saxofón que un hermano olvidó bajo la cama cuando se fue a Panamá «a buscar vida», lo motivó a cambiar de instrumento. A descubrir, para su sorpresa y para regocijo de quienes lo llegaron a escuchar (antes de que una hemorragia nasal lo obligara a retirarse), una refinada habilidad en despuntar sonidos, marinarlos, en esa trompa dorada.

 Ahora está sentado en un sillón de su casa. Convalece de una operación. Una úlcera que lo dejó prácticamente sin estómago. Al lado, los ojos azules de Ofelia, su esposa.

Atrás dos fotos en sepia de la orquesta que dirigió: Johnny Steele y sus Caballeros del Ritmo, una de las mejores en el Limón de los años 40; las iniciales en estilizada caligrafía al pie de los atriles, los doce músicos de traje y zapato blanco, empolvados por el humo de los vehículos.

«Mi hermano solo compró el saxofón. Nunca lo aprendió a tocar. Conseguí alguien que me enseñara a afinar el sax a la guitarra, a buscar la escala». Y así, tocando de oído, copiando de la radio, de los discos, aprendió boleros, guarachas, son montuno, unas cuantas canciones del momento. Fue cuando lo llamaron del conjunto Red Hot Six. Como su hermano, como tantos en Limón desempleados con el traslado de la United Fruit a la West Coast y la prohibición gubernamental de contratar trabajadores negros en el Pacífico, el saxofonista emigró «en busca de mejor vida» y había que sustituirlo.

«El conjunto tenía trompeta, trombón, banyo, batería, bajo. Todos ellos tocaban de oído también, así que ensayamos las quince o veinte canciones que yo me sabía».

Los ojos eligen una esquina entre las paredes, se sitúan en la noche de su debut en el Club Miramar, «era de high life: los socios todos blancos, pero los negros trabajaban de saloneros, en limpieza, amenizando. Empezamos tocando lo que sabíamos. Pronto se nos acabó y hubo que repetir las quince o veinte canciones varias veces durante cinco horas seguidas, porque no teníamos más repertorio». Sonríe por lo que sufrió entonces.

Un saxofón, un vapor, un método

Con el sexteto probó otros escenarios del puerto. El azar quiso que lo escuchara July Rusell, un saxofonista norteamericano que tocaba en el vapor Quirigua. A Rusell le llamó la atención el gusto por la música de Johnny Steele. Como no sabía leer el pentagrama, en el próximo viaje del vapor Rusell se apareció con un lenguaje incomprensible de corcheas, semicorcheas, blancas y negras que poco a poco se le fue esclareciendo.

Cada veintiún días, mientras el Quirigua desembarcaba turismo y embarcaba bananos en el muelle de Limón, Rusell supervisaba los progresos de su discípulo, la entonación de los pulmones.

«Al aprender a leer música, tomé el liderazgo del grupo, me convertí en el maestro de los demás». El conjunto pasó de sexteto a banda, de seis a doce integrantes: cuatro saxofonistas, dos trompetas, tumbas, contrabajo, trombonista, baterista, un pianista y dos cantantes. Uno de guarachas y otro de boleros. Ideal para escenarios abiertos y como tal fue contratado.

Tocaban en Los Baños, una boca de mar que entra a un costado de los talleres de la Northen. «Cuando yo me formé había otras orquestas: la de Stanley Letmon, Riverside, Yankee Jazz Band. La mía también se hizo de primera categoría».

Era la época en que bailar era cosa de todos los días. Bailes de etiqueta y populares. Las orquestas abundaban tanto como los músicos en Limón. Estamos hablando de «cuando la gente era más alegre». Y a la alegría había que surtirla.

El silbido en la voz se acentúa. Es un fondo musical involuntario que corta las palabras por la mitad, lo deja sin aliento. Hablar lo agota.

Pero ahora está enfundado en el traje de la fotografía que alguna vez fue blanco, abrazado a su instrumento, ocupando su puesto de primer alto, levemente adelantado del Rubio Flores, tercer alto. Es el que proclama la refinada califragía de los atriles. Su figura elegante irguiéndose en el bullicio acogedor del Black Star Line; en la impaciencia de los espectadores del Club Banana en la zona americana; en la inquietud de los bañistas, acostumbrados a nadar bailando en los patios azules del Atlántico.

No dispone de una memoria grabada. El único testimonio que existía era la fonoteca de Radio Casino, que se perdió en un incendio iniciado en una cantina vecina. Es 1943, 1945 quizás. Johnny Steele estaba en su apogeo, tocando en el Cine Mundial, en el Parish Hall, en los bailables de moda, cuando Armando Boza llegó de Panamá como invitado especial.

«¡Viera qué orquesta! Ya la mía estaba en la Unión Musical. Boza era músico de banda, todo un maestro. Su fama iba y venía por la costa».

Al panameño también le cautivó el refinamiento de Johnny Steele. «Le nace a uno de la práctica, no es cualquiera que puede», comenta como una anotación al margen. Boza le cedió sus arreglos. «Yo los copié. Y los practicamos para tocar en su despedida».

Fue en el edificio de madera del Black’s, el club por excelencia de Limón. La gente entraba, colmaba las mesas, la pista de baile, sorprendida «porque creía que era Boza el que tocaba».

Al igual que el saxofonista del Quirigua, Boza empezó a proveer a Johnny Steele a la distancia, piezas de lo que salía en Panamá. Las recibía por correspondencia junto con arreglos a la música de Glen Miller, un curso de armonía de la United School Music y los últimos estrenos en la capital de la rumba: La Habana.

El ingrediente secreto

Hace un alto. El cuerpo le pide un respiro. No lo acompaña del todo en su entusiasmo.

Más tarde se acordará de lo díficil que era dirigir una orquesta, de las multas que impuso de cinco colones a los músicos, si no asistían a los ensayos y de diez colones si no llegaban a tocar, como una forma de llamarlos al orden. «Los músicos dan mucho problema, pero en ese tiempo éramos artistas y nos trataban como artistas».

La boca dorada gira. Canta. Hace pie en esa otra boca que sopla para ella. Le entrega el aire que respira enamorándolo. Están en lo mejor de su idilio cuando viene la hemorragia nasal. Cinco, diez, catorce, dieciséis horas sin parar. La sensación de vaciarse por la nariz. «Casi me lleva. Me dieron seis litros de plasma, hasta que llegué a San José. La United Fruit me mandó en un avión expreso para que me cauterizaran la vena. Me faltó coagulación».

Por temor a otra hemorragia se deshizo del grupo. Vendió los arreglos, la música, los atriles, los parlantes y le cedió los músicos al trompetista Kid Robertson. «Kid rebautizó la orquesta como Riverside. Contrató un saxofonista en lugar mío que después murió tísico».

Probablemente la pérdida que más lamenta Johnny Steele no es la orquesta, los arreglos, ni los integrantes que simplemente ya no están. Ni siquiera la parte de estómago comido por la úlcera. Lo que más le duele es haberse deshecho del saxofón. Más de uno anduvo detrás de esa boca dorada creyendo que el verdadero secreto de aquel soplo cristalino, susurrado, se atesoraba en el metal, en el barniz dorado que lo contiene, en sus botones martillados, quizás.

Acabó vendiéndolo por dos mil colones a un empleado del ferrocarril que nunca sirvió para la música. Él creía que el secreto estaba en el saxofón. Decepcionado o convencido de que el arte de soplar y sacar acordes tristes, alegres o soberbios no era suyo, lo arrumbó en algún rincón de la casa. «Lo tenía de souvenir». Silenciado. Apagado.

Como Limón sin sus músicos. Sin el alma de esos músicos que están lejos. En los hospitales. Tocando para otros. O dedicados a otras cosas que tampoco dan de comer.