Cuando los Buendía supieron de las calenturas de su hija Amaranta, sus cartas y su postración debido al “tormento de una pasión solitaria” por el hombre que ya estaba comprometido con su hermana Rebeca, decidieron enviarla de viaje a la capital de provincia. Los legendarios protagonistas de la novela Cien Años de Soledad, tuvieron la sabiduría necesaria para comprender que el encierro y la postración serían muy poco efectivos contra semejante pasión amorosa.

Sin embargo, la propia literatura, el cine y la vida cotidiana nos muestran muchos ejemplos de amores reprimidos y bloqueados, por la imposición de padres, educadores u otras circunstancias sociales. Incluso, ha sido frecuente el encierro de los amantes, impidiendoles toda comunicación con el exterior (“la niña no puede salir hasta que olvide”, “las cartas y llamadas no pueden entrar”). Los amantes, paralizados, en vez de olvidar, se consuelan recreando y alimentando la fantasía del amor perdido. Esto no solamente sucede a los jóvenes enamorados que, víctimas de sus padres, sufren las mismas prohibiciones que Romeo y Julieta. Los propios amantes, rechazados o separados inevitablemente de sus parejas, suelen ceder al desconsuelo y sufren estados de depresión que se caracterizan por la apatía, la tristeza, la inactividad, el pesimismo y la pérdida de la autoestima. Aunque nadie se los imponga, aquellos que amando se ven separados contra su voluntad y deseo, tienden a enfrentar la ruptura de manera pasiva, encerrados en sus recuerdos o rumiando los resentimientos contra la persona que “los abandonó”. Tiradas en la cama, llorando, renuentes a salir con los amigos, inapetentes, inseguras, incapaces de pensar con optimismo en el futuro y asustadas ante los retos más simples de la existencia, las personas rechazadas o abandonadas muchas veces esperan, en el mejor de los casos, que el tiempo pueda resultar la mejor medicina para “el olvido” (aunque en realidad lo que se necesita es una medicina para el sufrimiento). Pero la depresión es un mal del cual nadie se puede curar sin un esfuerzo propio.

En realidad, aunque el consejo más común es “trata de olvidar” (como si por obra de la voluntad fuese posible eliminar de nuestra memoria etapas enteras de la vida, o la huella de la persona que hemos amado), lo que realmente se le pide al divorciado, al separado, al abandonado, no es que olvide –aunque se usen esas palabras- , sino que “elabore” su pérdida, que reflexione acerca de lo sucedido y encuentre interpretaciones con las cuales le resulte más llevadera la existencia y más provechosa la experiencia pasada. Lo que “objetivamente” sucedió en el pasado no se puede alterar, pero sí la lectura que hacemos de ello, el efecto que esos hechos causan en nosotros, y las mismas enseñanzas que obtenemos de los errores propios o ajenos. El duelo y el sufrimiento son inevitables, pero solamente un enfrentamiento activo al mismo y una adecuada elaboración de nuevas interpretaciones, nos permitirán salir de la repetición reverberante de contenidos negativos, y avanzar hacia la recuperación de la vitalidad y la autoestima. Esto quiere decir que las personas pueden cambiar la manera en que han narrado su experiencia, construyendo nuevas narraciones más favorables para sí mismas y para los demás. Es decir, cuando alguien nos dice “ya lo olvidé” nosotros pudiésemos traducir: “ahora lo aprecio como a un buen amigo”, “ya no paso los días penando por ese amor perdido”...

La mayoría de las personas a quienes he tenido la posibilidad de ayudar en situaciones de ruptura, no han logrado la recuperación de su bienestar psíquico gracias al olvido, sino gracias al ejercicio de elaboración, realizado con ayuda del pensamiento, el lenguaje y la actividad. De aquí se deduce que, a pesar de las ventajas que trae el transcurso del tiempo, necesitamos algo más que un día detrás de otro para reponernos. Sobre todo porque el encierro y el alejamiento social, que suelen venir después de un divorcio o una separación indeseados, solo logran obstaculizar la influencia provechosa de otros puntos de vista, vivencias, personas y experiencias que ayuden a un relativo distanciamiento.

Es por esto que algunas personas divorciadas o abandonadas, buscan consuelo en amigos, se incorporan a clubs, participan en grupos de autoayuda o tratan de desarrollar otros intereses y habilidades, aunque el inicio resulte forzado y difícil. Hay que hacerlo, aunque sea obligándonos, porque una vez que se empieza a salir y a sentir curiosidad por otras personas o estímulos, puede decirse que se ha dado el primer paso. Por eso, si muchos son los casos en que el encierro y el bloqueo de las comunicaciones resultan los procedimientos utilizados como medicina para las penas de amor y los desengaños, más todavía son aquellos en que los desilusionados y separados deciden que es preferible la acción y la búsqueda de nuevos estímulos y experiencias. En este sentido, parece que, una vez transcurridos los primeros días o semanas después de la ruptura, viajar es la actividad más favorable.

¿Pero qué efecto tienen los viajes sobre las personas que atraviesan estas difíciles circunstancias? El propio proceso de preparación del viaje, a pesar de la resistencia y apatía de los separados, los obliga a ocupaciones que consumen su atención, ofreciendoles otras cosas en que pensar, como mismo hace un padre sensato para quitar un objeto inadecuado de las manos de su hijo pequeño: no le dice que lo suelte, sino que le ofrece otro que le interese más. Pero hasta aquí parecería que la única opción es el “olvido” y la evasión (pensar en otra cosa).

No se debe pretender eliminar totalmente un recuerdo ya que, de todas formas “aparecería” como pesadilla, fantasía, obsesión o síntoma. Más bien lo que los viajes facilitan es un distanciamineto de la situación traumática; un alejamiento espacial y temporal que contribuye, a su vez, al distanciamiento afectivo (analizar los hechos más serenamente). Solo que es un distanciamiento que no pretende apagar o reprimir una idea o un sentimiento, sino que opone a ellos otros estímulos, conceptos de la vida y motivaciones, útiles todos para analizar las cosas desde diversos puntos de vista. Las personas que viajan conversan con otros, encuentran nuevas amistades, conocen grupos humanos con diferentes valores y costumbres y tienen la oportunidad, más serenamente, de repensar en sus problemas. De esta manera la autoestima se refuerza por el éxito del viaje y como efecto de las valoraciones de otras personas que, inevitablemente, nos van a ofrecer su amistad y simpatía. Las conversaciones con nuestros acompañentes y otros viajeros nos ayudan a pensar, y la fuerza de los estímulos alternativos, los lugares y las vivencias, a sanar nuestras tristezas. Tal vez no podamos nunca olvidar a una persona querida, pero indudablemente, como pensaron los Buendía, “el contacto con gente distinta” podrá aliviar nuestras desilusiones; o quien sabe si hasta ofrecernos una nueva oportunidad de amar.