- FESTIVAL DE CULTURA DEL CARIBE. Algo más que gritar.
Los cineastas italianos de posguerra demostraron que con talento e imaginación se pueden hacer producciones artísticas perdurables, aunque escaso sea el presupuesto. Con esta idea nació el Festival Internacional de Cultura del Caribe, primero como una fiesta pequeña hacia 1986 en Isla Mujeres, después como el evento artístico más perdurable de Quintana Roo (en 1988), bajo la guía política de Miguel Borge Martín, convertido ya en tradición.
El festival se extiende hasta el año 2000 con una sola interrupción en 1993, cuando el exgobernador Mario Villanueva Madrid rompe sus nexos con los organizadores externos. Al no contar con el apoyo inmediato del entonces Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, Villanueva suspende esa edición, pero es retomada la iniciativa en 1994 con más recursos y estrategias locales, no siempre felices, aunque constantes y alentadoras.
En el sexenio de Joaquín Hendricks se realizaron dos ediciones, una en 1999 y otra en el año 2000, muy costosa la última debido a su concepto transfronterizo, pero con opciones artísticas de alto vuelo. Un año después, Hendricks decidió que no se volvería a hacer el festival, debido a la ausencia de dinero, aunque se destinaron fondos para otras acciones culturales, caras y de menos impacto, como la llamada «megaescultura».
Afortunadamente, el gobierno de Carlos Joaquín González le ha dado continuidad al Festival de Cultura del Caribe, iniciado en 1988, interrumpido en el año 2000 y retomado a partir de 2011 con características siempre singulares como esta vez: con ánimo localista, aunque, para futuras jornadas, este enfoque debería aplicarse a otro tipo de festividad, interna, menos abierta al mundo, donde siempre se debe ofrecer la mejor imagen.
Paralelo a la magna fiesta, desde la iniciativa privada, los gobiernos municipales y los gremios artísticos independientes se realizaron festivales análogos, de menor alcance, en Chetumal (2000, 2006 y 2007), Cancún (2003), Felipe Carrillo Puerto (2006)… con el propósito de dialogar estéticamente con los países de la región y darle algún espíritu a Quintana Roo, que es más caribeño por geografía que por idiosincrasia y cultura.
Los promotores culturales isleños demostraron, desde 1986, que con un presupuesto comedido, buen gusto, inteligencia y logística puede orquestarse un festival bien hecho, donde participen agrupaciones y artistas tanto de México como de países vecinos. El doctor Miguel Borge Martín luego puso todo su empeño en dignificar esa iniciativa sublime y buscó grandes apoyos que redondearon la magnitud y la trascendencia del festival.
Para coordinar un festival que reafirma los vínculos culturales entre los pueblos del Caribe se requiere de promotores de primer nivel, gente capacitada y culta, que esté sensiblemente informada sobre la vida artística caribeña y diseñe con tiempo, criterio estético y sentido común un programa armónico donde confluyan los artistas más representativos en sus diferentes manifestaciones y los productos de la cultura popular.
Si el dinero es escaso, se planifica para que las opciones que conformen la jornada sean de verdadera calidad. La enseñanza y la práctica del arte pueden tener praxis democráticas, la jerarquización de lo más depurado del arte no, y es precisamente lo que debe exhibirse como fruto de una evolución en los festivales. Aunque no sean mayoría, Quintana Roo tiene artistas y obras de rigor y trascendencia para compartir con el orbe.
Más allá de la crítica ácida ejercida desde pasiones muy singularizadas, de grupos o personas que quedaron al margen en la logística o en los programas, y de los boletines elogiosos del Gobierno, el festival merece una reflexión profunda e incluyente para próximas ediciones, y, aunque sea imposible que en estas circunstancias se ausenten el ego y la vanidad, sí puede llegarse a un consenso desde códigos de inteligencia.
Con organizadores sensibles y eficientes las expectativas podrían ser mayores, dedicándole espacios a todas las modalidades artísticas, así como a conferencias y mesas redondas sobre asuntos históricos y estéticos, y a las tradiciones populares sólidas. Vale en estas alternativas más la calidad que la cantidad, y con buenos cálculos alcanzan las reducidas monedas que casi siempre el Gobierno destina a la cultura en todo México.
El exceso de actividades trae consigo vicisitudes organizativas y saturaciones en el público, deterioro del linaje estético y banalización de la política cultural. Queda un recuerdo misceláneo donde se mezclan los aficionados y aprendices, víctimas del mal gusto que propician los medios del entretenimiento frívolo, y aquellos artistas y creadores de mayor relieve, flores y lodo, poco que añorar como imagen cuando se cierna el tiempo.
Para retomar lo perdido es necesario que las autoridades entiendan el poder de la cultura como fenómeno de cohesión social, que puede ennoblecer las almas y asumir con afán civilizatorio las identidades múltiples que pueblan el paisaje quintanarroense. No se trata de ni de una pasarela ni de una «tamaliza» y menos en un festival que nos sitúa como espejo de México ante países que sí proponen su arte depurado y esplendoroso.
Corresponde al Gobierno gestionar y darle un buen destino al presupuesto que pueda respaldar el cauce artístico del estado, aunque los artistas genuinos seguirán creando al margen de la política —para muchos de ellos homogénea— que rige por temporadas los rituales de una burocracia con sus imaginarios de ocasión, tan parecidos entre sí, y a la sociedad legitimarse en la marea pluricultural que empapa al Caribe mexicano.