DURANTE DÉCADAS LA INFLUENCIA FRANCESA EN CUBA MARCÓ PROFUNDAS PAUTAS EN LA PERCEPCIÓN Y EL COSTUMBRISMO CRIOLLOS

Oficio vivo, creador de cultura
Introducida en la habanera fábrica El Fígaro, en el año 1865, la presencia de los lectores en las fábricas de tabacos tuvo como objetivo aliviar las largas y monótonas jornadas de los torcedores. Con todo acierto, José Martí reconoció que “la mesa de lectura de cada tabaquería fue tribuna avanzada de la libertad”. Singular dedicación que fue elevada a la categoría de Patrimonio Cultural de la nación en 2013, el lector de estos talleres donde la labor deviene cubanía, a la par que su accionar como catalizador de la conciencia social del gremio, ha contribuido a una democrática y voluntaria autoeducación de este sector de obreros, amén de sutil fuente de ilustración. De dónde, entonces, pudieron adoptarse nombres de marcas y vitolas tan sugestivos como Montecristo, Edmundo, Sancho Panza, Montesco y Romeo y Julieta, si no del conocimiento de la literatura universal.
El insigne granadino Federico García Lorca (1898-1936), durante su visita a Cuba en 1930, dedicó al sabio Don Fernando Ortiz su poema Son de Santiago de Cuba, al que corresponde el siguiente fragmento:



Con la rubia cabeza de Fonseca.
Iré a Santiago.
Y con el rosa de Romeo y Julieta.
Iré a Santiago.



Evoca recuerdos de su natal Fuentevaqueros, cuando conoce la primera noticia sobre la existencia de Cuba: los estuches de afamadas marcas de Habanos como las de Francisco Fonseca y Romeo y Julieta, que le fueran enviados a su padre desde La Habana, cuyas vistosas litografías quedaron fijadas en su memoria.

Cubanos y franceses
No solo referencia para nombrar Habanos y enriquecer intelectos aportó lo francés a nuestra Isla Grande. Tampoco se limitó la influencia gala a coincidencias de banderas tricolores con sugestivos simbolismos, al igual que en acordes musicales de himnos patrióticos como La Marsellesa, cuya composición en 1792 se atribuye al capitán del ejército francés Claude Joseph Rouget de Lisle; y La Bayamesa, nombre original que en 1867 tuviera el Himno Nacional cubano, con música y letra del luchador independentista Pedro “Perucho” Figueredo Cisneros. Estos y varios componentes más del heterogéneo mestizaje cultural de Cuba, fueron aportados por los franceses: unos, venidos de La Louisiana, territorio vendido por Francia a los actuales Estados Unidos de Norteamérica, con significativa impronta en la ciudad de Cienfuegos, durante la segunda década del siglo XIX; otros, salidos de Haití, al ocurrir la primera revolución latinoamericana en 1801, que entraron por la región sur del Oriente cubano y se extendieron hasta la Sierra de los Órganos, en el extremo occidental de la mayor de Las Antillas. Portadores de apellidos como Despaigne, Dubois, Donatién, Larduet y Fabré, quedaron inscriptos para enriquecer genealogías criollas, al igual que la casi inmediata extensión de la agricultura cafetalera y la asimilación de un deliciosamente cubanizado género musical bailable, la contradanza. En esta misma época se enmarca la existencia del bardo cubano-francés José María de Heredia y Girard, que alcanzaría la condición de parnasiano. De su madre, Louise Girard, son las siguientes afirmaciones que evidencian beneplácito por el lugar que habitaba: “Cuba, mi bello y dulce país, donde se necesitarían pocas cosas para tener un paraíso terrestre”. Años antes, ya había expresado lo que para ella y los suyos representaba la patria insular que amaba: “Nuestra vida criolla es más grande, más independiente; de hecho, somos más grandes damas que las grandes damas de Francia”.
Con inversa geografía pero análogos sentimientos de pertenencia, vale citar a dos imprescindibles cubanos que residieron durante parte importante de sus vidas en Francia: Wilfredo Lam, sintetizador supremo del movimiento cubista europeo con los íconos afrocubanos; y Alejo Carpentier, artífice de lo real maravilloso en la literatura latinoamericana.
Indebidamente llamada asociación secreta, cuando en realidad constituye una fraternidad -ante todo, discreta- fue la masonería, baluarte silencioso que agrupó a una interminable lista de patriotas y luchadores por la dignidad cubana. “Fue a los franceses a quienes se debió la introducción de la masonería entre nosotros, fundándose las primeras logias en Santiago de Cuba, con los nombres de Perseverance y La Concorde, propagándose su espíritu liberal y revolucionario que tanta influencia había de ejercer en todo el siglo XIX. (…) La logia que radicó en Santiago de Cuba con el nombre de Temple des Virtus Theologales (o Templo de las Virtudes Teologales), y donde se reunían los franceses-criollos, celebrando sus ritos en su propio idioma y manteniendo vivo el espíritu y las tradiciones de la patria lejana”.
En pleno proceso de formación de la nacionalidad en la Isla Grande, ya las familias pudientes enarbolaron como signo de distinción enviar sus hijos a cursar estudios en Francia, por lo que resultaba inevitable que, a su regreso, trajeran incorporadas las costumbres y refinamientos adquiridos en dicho país, manifestados principalmente, además que diferentes formas de apreciación de las bellas artes, en nuevos códigos para asumir la vida, el comer y el beber.
Durante décadas –y hasta la actualidad– estas influencias marcaron profundas pautas en la percepción y el costumbrismo criollos. Nombres como los casinos Mountmartre y Sans Souci, el Hotel Capri, el restaurante L´Aiglon del Hotel Habana Riviera, la Casa Potín en la barriada de El Vedado, la habanera acera del Louvre, el reparto Versalles en la ciudad de Matanzas y el restaurante Lafayette, en La habana Vieja.
Un fragmento de la introducción a su libro Échale salsita, del cubano Reynaldo González, Premio Nacional de Literatura 2003, refiere con total acierto la mencionada influencia: “La comida también salió beneficiada cuando llegaron a sus extremos las rivalidades entre las dos clases sociales que definirían el destino de Cuba: los peninsulares, representantes de la metrópoli, frente a los hacendados patricios, criollos estampados en el orden colonial pero deseosos de apoderarse del mando. En su afán de diferenciación, dieron entrada a influencias estadounidenses y francesas. –no hay casa opulenta que no tenga un cocinero francés-, anotó la Condesa de Merlin, además de crear platos y dar preferencia a los que ya reputaban como autóctonos. Todo devino terreno de confrontación. Así como pintaban las casas de colores diferentes (…) el arraigo a determinadas comidas estableció lindes.”
Asimismo, la propia condesa cubano-francesa, describe en su libro Viaje a La Habana, el siguiente pasaje, apreciado durante su visita al cafetal San Marcos: “La comida es suntuosa. La cocina criolla y la cocina francesa rivalizan a cada paso. Los platos son, cada cual, más delicado (…)”.
Únase a ello estilos en el diseño de menús para restaurantes de alta cocina, incluso con empleo de los artículos El y La, a imagen y semejanza de los Le y La de la escritura francesa, antecediendo los nombres de las elaboraciones. No obstante la necesaria recurrencia a formas de alimentación más sanas y los insoslayables imperativos de la modernidad para preservar la salud, en el gusto nacional prevalecen preferencias por lo que alguien daría en llamar barroquismo alimentario. Por ello, y para nada exentos de las acomodadas pronunciaciones que caracterizan el habla popular, es poco probable no sucumbir a la tentación de degustar, como quiera que se oferte, un Pollo “Gordon Blue” (¿!), en lugar de su correcto apelativo Cordon Bleu.
Y tan ecléctico como actual, no constituye una rareza encontrar cartas-menú donde coexisten amigablemente criollísimas elaboraciones a base de carne de cerdo, viandas, arroz y frijoles; con un Filete de pescado Maître D´Hotel, un Mignon o un Chateaubriand y unos finísimos Crêpes Suzette. Como también conviven, en franca concordia, las siempre honrosas denominaciones profesionales de chef, maître y sommelier, con el sonoro apelativo vernáculo de ¡Maestrazo!.
Bienvenido será, entonces, todo lo que a Cuba sea traído con respeto y comprensión. Será pagado con las muy humanas divisas de la simpatía y la hospitalidad.