Una mesa para Da Vinci
Lejos estaba de imaginar el gran artista italiano renacentista Leonardo Da Vinci, que una de sus obras más famosas sería coincidentemente asumida como práctica por la cultura occidental para enarbolar un canto al Año Viejo.
Para quienes en el mundo entero profesan la fe cristiana, La Última Cena representa la ocasión final en la que Jesús se reunió con sus Apóstoles para compartir el pan y el vino antes de su muerte, considerado por la Iglesia Católica como el momento en que se instituye la eucaristía. La Última Cena ha sido el tema de numerosas pinturas, siendo quizás la obra de Da Vinci la más conocida de todas.
La Última Cena es una pintura mural realizada por Da Vinci entre los años 1494-1497. Se encuentra en la pared sobre la que se pintó originalmente: el refectorio de Santa María delle Grazie, en Milán, dotando a su iconografía de un acento muy peculiar, pues a diferencia de otras obras renacentistas Leonardo no representa a Judas delante de la mesa, sino incluido entre los apóstoles.
Obviamente, para los millones de católicos del mundo, la Cena de Navidad, el 24 de diciembre, se ha convertido en el escenario de fe por excelencia para dar continuidad a una tradición tan arraigada universalmente y que alcanza en su concepto alimentario también un cierto nivel de ritualización, pues para muchos debe servirse pavo, frutos secos y uvas.
La Última Cena es también, y no por azar, el nombre y leiv motiv que eligió el cineasta cubano Tomas Gutiérrez Alea para su filme (1976) de corte neorrealista, en cuya trama, un hacendado sacarócrata criollo del siglo XVIII pretende en actitud conciliatoria reunir bajo su abundante y elegante mesa, a la dotación de esclavos y, en franco remedo del diálogo entre Cristo y los Apóstoles, comer y beber como iguales, como si fuera un escenario para desdibujar barreras sociales y clasistas, en deliberado canto a la armonía.
Pero más allá del telón de fondo del que se trate, la «Última Cena del Año» convida a la fiesta, a departir entre personas, familiares, amigos, a olvidar inquinas o resquemores, y ese día hacer votos de salud, bienestar y amor, reservando a visitantes y comensales lo mejor de cuanto se disponga, pues es ocasión de prodigalidad y hermandad.
Esa cena final o inicial sirve por igual para dejar atrás la noche del 31 de diciembre y entrar en el Año Nuevo proclamando nuevos proyectos de vida, sueños confesados y hasta para rescatar rituales como ingerir doce uvas al sonido de las campanadas, lanzar un puñado de arroz en señal de prosperidad alimentaria, o tirar agua a la calle para deshacerse de los malos espíritus del año que se fue y dar paso sólo a lo bueno…
Lo cierto es que de una forma u otra todas las culturas conceden un peso simbólico decisivo a esa última celebración del año en torno a la mesa, pues más allá de los rasgos culturales y religiosos propios de cada pueblo, es el momento y los participantes los que le imprimen el toque distintivo a la celebración.
Así, los hay quienes piensan, como el Chef Justo Pérez Quintana Justico, que la «última cena» debe privilegiar la elegancia de la mesa, la originalidad y la prevalencia de elementos autóctonos que den sencillez y a su vez excelencia al menú.
Para Justico, la convocatoria de cierre de diciembre reviste significación especial, pues no se trata en modo alguno de una velada similar en todos los contextos, culturas, países y oportunidades.
Hay quienes prefieren despedir el año entre amigos, otros apuestan por dar cause a la celebración hogareña y así, al calor de la afectividad, pasar revista a los proyectos consumados, trazar planes para el Nuevo Año, aprovechar para conocer a los nuevos miembros de la familia o brindar por la salud y la longevidad.
También están los que piensan que esa Cena debe ser un evento social, de etiqueta y rigor protocolar, donde el gremio gastronómico luzca los mejores gajes del oficio, en un reto a la creatividad que supone poner en cada plato lo mejor de la cocina contemporánea. El sommelier Yamir Pelegrino, por ejemplo, considera que «el tema más de moda y el que más le llega al cliente actual es el de la novedosa cocina actual, más que fusión de estilos o alimentos, una “cocina tecnoemocional”.
Aquí los estilos propios de cada chef son definitorios, pero la dosis más elevada es la mezcla de los avances tecnológicos aplicados a la cocina, sumándole la emoción y el arte, que brotan de las manos de los Chef de cocina para elaborar un plato, que no es sólo alimento, sino obra de arte».
«No basta con combinar sabores, hay que potenciar el placer sensorial, pues detrás de cada plato armonioso hay poesía, contenidos tan hondamente arraigados que pueden llevar a despertar las vivencias más íntimas... Esa nueva inclusión del mundo gourmet como arte lo hace más universal, pues el acto de sentarse a la mesa no se ve sólo como una necesidad fisiológica, sino como un verdadero placer para los sentidos, como el momento de restaurar el estómago y el espíritu».
Para ello, lo mejor es buscar soluciones nuevas para platos ancentrales (que nunca serán viejos), innovar con lo que tenemos a mano, buscando siempre la sorpresa a la vista y al paladar, sin por ello desconocer los cuatro parámetros básicos para una cena gourmet: entorno o decoración, tipo de servicio, carta menú y carta de vinos y bebidas. Sólo si estos cuatro puntos claves interactúan y están presentes dentro de ese momento mágico de ir a la mesa, habrá un recuerdo imperecedero. Y eso es lo que se necesita para satisfacer el alma, recuerdos y placer.