En varias ocasiones nos hemos referido a esa golosina negra y maravillosa –el chocolate- como motivo artístico recurrente. Y es que ese controvertido dulce, hecho sobre la base del cacao, no ha dejado indiferente (¡faltaba más!) a los creadores, entre ellos los cineastas.

Ya comentábamos anteriormente textos Como agua para chocolate, de México (novela, 1989 y filme, 1992), así como nuestra internacional Fresa y chocolate (1993), exitosa cinta de Tomás G. Alea y Juan Carlos Tabío. Esta vez quiero referirme a otros títulos que han situado también el delicioso alimento en la pantalla grande.  

En el año 2000, el sueco Lasse Hallstrom  convocó a un elenco internacional (Juliette Binoche, Judi Dench, Lena Olim, Johnny Depp, Alfred Molina…) y realizó un filme con el simple nombre de la golosina: Chocolate. Eligió como su marco un pequeño pueblo, esos -bien se ha encargado de reafirmarlo el cine- “infiernos grandes”. Temas recurrentes en la obra de este interesante director (la búsqueda literal y simbólica de un lugar en el mundo, de la identidad, del amor verdadero…) vuelven en esta suerte de  “cuento de hadas” (o de “brujas”) donde el popular comestible (por algunos vapuleado, por otros ensalzado) es el detonante de conflictos, reafirmaciones, definiciones…

Hay aquí, sobre todo, una condena a la intolerancia, a los prejuicios, a las discriminaciones de cualquier tipo, a quienes no respetan la diversidad del criterio ajeno y son capaces hasta de matar por ello. Aunque apreciamos cierta redundancia en la presencia de un narrador “in off” y ciertos esquematismos caracterológicos, la cinta es cálida y alberga momentos inolvidables, comenzando por aquel cuando el cura irrumpe en la dulcería y, cediendo a la tentación, se da un clandestino atracón de esos productos hechos con el negro néctar que justamente representa lo opuesto a lo que él defiende , a lo que se aferra y que trata de inculcar a sus feligreses: la fe ciega, la rígida moral, el anquilosamiento en lo viejo.

 El chocolate, entonces, es el tropo que identifica la libertad, lo nuevo y sobre todo, la legitimidad (y legitimación) del placer, en la mayor extensión etimológica del término. De ahí que los dos polos antagónicos dentro del escenario semántico del filme sean precisamente la iglesia y la chocolatería.

En otro orden, el veterano  realizador de la Nouvelle vague, Claude Chabrol, filmó ese mismo año (2000) Merci pour le chocolat (Gracias por el chocolate), uno de esos relatos hechos a la medida de la actriz protagónica, Isabelle Huppert, quien da vida aquí a Mika, una empresaria chocolatera desarraigada, casada con un pianista de éxito, que ha fundido en su moral las actitudes más egoístas y la hipocresía habitual de ciertas relaciones sociales, todo expresado con una  eterna y acartonada sonrisa .

El suspense que recorre la película alrededor de un termo de chocolate  -eco  del vaso de leche en Suspicion (La sospecha, Hitchcock, 1942)- se desata con la llegada de un elemento extraño, la joven y  brillante pianista Jeanne, a este cerrado  entorno familiar.  Ella capta la atención del esposo y enfrenta a la protagonista con todo lo que siempre ha aborrecido, hasta hacerle revivir impulsos homicidas, de los cuales la humeante taza con el delicioso líquido es un paradójico pero eficaz símbolo. 

Otra deuda bien pagada del cineasta francés a su maestro inglés, hay que retomar el título y agradecer realmente esta suculenta porción de chocolate fílmico que, si bien no aporta nada nuevo a la filmografía chabroliana, nos permite jugar sus mejores cartas: el estudio de caracteres, el manejo de secretos y mentiras que devienen disfuncionalidades familiares, el emplazamiento de bajezas humanas (envidia, rencores, hipocresías…).

Resulta admirable, entre otras focalizaciones de la cámara y varios destacados rubros expresivos (como la música, esencial en los meandros del relato), el manejo del motivo emblemático: el chocolate es también el enlace, la chispa explosiva, la gota en la copa que desata la marejada de conflictos y  pasiones ocultas que laten en el filme, y donde Huppert, sobre todo, imparte otra de sus clases magistrales de actuación (justamente reconocida en el Festival de Montreal).

Como escribió la colega Elsa Bragato apreciamos en el filme “largas charlas sobre cómo  interpretar los Funerales de Lizst…, o alguna obra de Mozart, música, placidez, y una perversidad que llega en la taza humeante con chocolate... Refinado ambiente, refinado diálogo: la sutil inteligencia de un gran maestro del cine logra alcanzar, desde el tono menor, la tensión in crescendo de esta  familia sacudida por una joven dispuesta a conocer su origen”.

Un año antes (1999), la cineasta canadiense Anne Wheeler rodó en su país la comedia Mejor que el chocolate, aludiendo a los placeres solitarios que la despistada madre divorciada de una joven lesbiana descubre cuando choca con los vibradores y otros artilugios de autocomplacencia que bajo la cama ocultan su hija y la pareja, quienes viven juntas bajo el mismo techo de la madre, aunque esta ignora la naturaleza de tal amistad.

En esta ocasión la golosina es solo un elemento referido, pero detenta la suficiente carga semántica y expresiva para dar curso a los ribetes de la historia, donde una vez más topamos, Sancho, no con la iglesia sino con la vieja asociación entre alimentos y sexualidad.

Y así, el delicioso, polémico y ancestral chocolate no detiene su exitoso recorrido… también por el cine.