A solo unos 600 m de la plaza y la estatua ecuestre que la mayoría de los turistas quieren apreciar en el centro de Caracas, se halla la casa desde donde vino al mundo Simón Bolívar.

El portón del inmueble, ubicado entre las esquinas de las calles San Jacinto y Traposos, da paso al sereno entorno en que la acaudalada familia de Simoncito vivió hasta 1792, cuando murió la madre, María de la Concepción. Juan Vicente, el padre, había fallecido seis años antes, de manera que con nueve años el muchacho quedó totalmente huérfano y la vivienda de estilo español fue adquirida por Juan de la Madriz, pariente que luego la vendería nada menos que al presidente Antonio Guzmán Blanco. 

Pasaron los años, cambiaron los dueños, hasta que el inmueble fue donado al Estado por la Sociedad Patriótica y comenzó el programa de restauración que dio paso a la entrada del público, en 1921. 

Más que piezas museográficas originales, el valor central de la casona, construida en 1680 y declarada Monumento Nacional en 2002, es que muestra la raíz de un hombre grande. Al margen de que pertenecieran a familias diversas, muebles de época componen la vívida escena en que un niño juega, en la paz del hogar, a ganar la independencia.

Tanto como galería de Historia, el sitio es galería de arte, con cuadros de Arturo Michelena y de Martín Tovar y Tovar, pero, sobre todo, de Tito Salas, quien recreó pasajes notables de El Libertador y hasta se incluyó a sí mismo —que había nacido 104 años después que su homenajeado— como especie de «invitado del tiempo» en el lienzo que eterniza el bautizo de Bolívar. 

Los guías suelen detenerse al mostrar la capilla familiar, que incluye el banco de la Catedral en que los Bolívar escuchaban misa, además de un retablo de la iglesia de San Francisco, donde el 14 de octubre de 1813 el guerrero, en medio de su estación de laureles, recibió el título de Libertador. 

Definitivamente, quien llegue a Caracas no debe perderse visita semejante. De hecho, los que la hacen una vez suelen repetir. Bolívar mismo se despidió del lugar en 1827, durante su última estancia en la ciudad, pero nadie le siente ausente.

Invitado a cenar por la familia Madriz, El Libertador fue solo, vestido de civil. Lo sentaron cerca de su recámara natal, lo cual lo emocionó sobremanera. Para honrar el brindis, hizo un discurso que terminó en lágrimas. En silencio, recorrió la casa, se despidió amablemente y salió excitado a esa misma calle de piedras que pisamos hoy. Dicen que nunca volvió, pero desde 1921, miles de turistas regresan preguntando por él.