- La Sal como pasaporte al arcoíris
AL PIE DEL POBLADO DE MARAS, ENTRE LOS CERROS PERUANOS DEL VALLE SAGRADO DE LOS INCAS, UNA SAL NADA COMÚN NOS SUMERGE EN HISTORIAS ANCESTRALES QUE SOSTIENEN QUE LOS COLORES DEL CIELO NACEN POR ALLÁ
Definitivamente es un lugar perfecto para el selfie: aun desde antes de llegar a los miles de pequeños pozos de sal, infinitas terrazas blancas parecen preguntarnos qué esperamos para congelar bajo aquel sol intenso nuestra imagen, en el mismo sitio peruano donde en otra época una poderosa realeza originaria controlaba ese tesoro cotidiano. Asombrados, como simples turistas mortales, no tendremos más opción que hacernos una foto allí, entre los cerros del Valle Sagrado de los Incas.
Varios miradores en la carretera de acceso permitirán asomarse al boceto de las Salineras de Maras, pero al cumplir los 50 km desde Cusco veremos el óleo acabado de un enclave que, extrañamente, es apenas visitado en este mundo de tecnología creciente que guarda pocas intimidades que mostrar.
Cuando se busca colores, hay que seguir a los fotógrafos. Y estos suelen andar por la zona, como avezados exploradores en la batalla por la belleza. No por gusto –o precisamente por él–, renombrados artistas del lente han dejado plasmadas las tonalidades cambiantes e increíbles que la andadura del sol, filtrada por nubes nada casuales, confiere a los balcones de estas salineras columpiadas sobre un borde de la montaña Qaqawiñay, a 3 380 m por encima de la muy distante línea del mar.
Como todos los detalles de su imperio, los dioses incas elaboraron el proceso mágico, más que productivo, de la salinera: un manantial provee a las terrazas de agua salada y oportuna; durante la época seca, esta se filtra en los pozos y luego, con la intervención del que todo lo alumbra y calienta, se produce la evaporación que solidifica una sal de veras especial.
En distendida caminata se puede compartir, junto a buena charla, de un rato de labor con las familias lugareñas que, de estación en estación, repiten el proceder ancestral para merecer la bendición de la sal.
En virtud de su contenido mineral y propiedades terapéuticas, la bien llamada sal de los incas es muy apreciada en saunas, jacuzzis y spas. Dicen que un baño con ella relajará los músculos y aliviará el estrés, pero en esa recomendación hay que incluir el paisaje de origen, porque –contrario al entorno desolado de las grandes salineras industriales– el sitio donde ella nace, preñado de tonalidades y sensaciones especiales, conforma un ambiente ya de por sí sanador.
No hay naturaleza sin encantamiento ni historia sin leyenda. La tradición oral habla en presente de los hermanos que fundaron el imperio: Ayar Cachi, Ayar Auca, Ayar Uchu y Ayar Manco. El primero de ellos, traicionado por los otros y encerrado en la cercana montaña de Weqey Willka, lloró tanto que de sus lágrimas nacieron estas salinas que todavía ofrecen para la vida un condimento sencillo pero nada común: los tonos rosados, morados y lilas, muy apreciados por los mismísimos dioses andinos, serían simple quimera para otras sales del planeta.
El pueblo de Maras, emplazado a 6 km de las salinas, tiene unos 6 000 moradores como custodios de otros tesoros: varias viviendas conservan dinteles de la época colonial, con los blasones nobiliarios de entonces, y piedras talladas con la fecha de construcción y el nombre de su dueño. La casa del capitán Pedro Ortiz de Orué, el fundador de la villa española en 1556, puede verse erguida en los predios de la Plaza de Armas.
Desde las Salineras de Maras puede irse además a Moray, lugar donde una suerte de anfiteatros naturales formaron terrazas de microclimas contrastantes, a tenor de la altura: se estima que, de un escalón a otro, radica el equivalente a 1 000 m de diferencia en un ambiente convencional.
La mejor idea de cuánto se halla en esta zona del imperio inca quizá se complete con el tránsito breve de las Salineras de Maras a Chinchero. Si muchos se sorprenden al no hallar en las primeras el ambiente áspero y agresivo a la mirada de las salinas comunes, tendrán que asombrarse más cuando lleguen al sitio que no solo muestra, sin disfraz ni maquillaje, una aldea típica peruana. Hay que escuchar a los dioses incas y visitar Chinchero: no todos los días se pueden plantar el cuerpo y el alma en el lugar exacto donde, según ellos, nace el arcoíris.