El famoso paraje de La Habana se ha convertido en espacio físico donde habitan al mismo nivel el rastafari con el intelectual, el abakuá con el pintor, el santero con el músico, el espiritista con el japonés, pero también en templo que hace culto a la herencia legada a cuba por áfrica

A las doce del día en Cuba, el sol cae en la tierra como un rayo encendido y se pega a la piel como brasa. Sin embargo, a esa hora, los domingos, el Callejón de Hamel vive una especie de euforia. Es como si el repiqueteo de los estirados cueros de los tambores y el seco sonido de las claves actuaran como protectores sobre los cuerpos y los pies que se mueven indetenibles, sobre las caderas que se contonean y estremecen cadenciosas y zalameras al ritmo de la mejor de las rumbas.

La escena puede que no cause asombro al visitante foráneo, que seguramente ha escuchado hablar sobre el afamado barrio habanero de Cayo Hueso, donde se encuentra enclavado el Callejón de Hamel, porque quizá sabe que ese fue el lugar donde nació y correteó el gran Chano Pozo, el amigo de Dizzy Gillespie, el mismo que revolucionó el jazz al «regalarle» definitivamente el sonido de las tumbadoras.

Lo que ellos posiblemente desconozcan es que del mismo modo que la religión africana fue combatida por los colonizadores españoles; y más tarde fue casi anulada cuando devino afrocubana, la rumba fue desapareciendo poco a poco de los solares habaneros. Si hoy la rumba vive su mejor esplendor se debe, en buena medida, al tesón del pintor y escultor Salvador González Escalona, cuya obra se puede encontrar en museos, murales y colecciones privadas de varios continentes.

Esa es una de las tantas razones por la cual los vecinos del Callejón de Hamel admiran y respetan al auténtico artista que es Salvador, y marcan en sus almanaques el 21 de abril de 1990 como una fecha sagrada. Ese día se inició una nueva vida en este espacio del municipio de Centro Habana, al ser reconocido internacionalmente su proyecto sociocultural y comunitario.

Según comenta Elías Aseff Alfonso, discípulo del maestro y su asistente personal, un buen día Salvador decidió ayudar a transformar la deteriorada casa de un amigo que todavía vive en el Callejón. La estropeada fachada que empezó a resanar y a llenar de colores, signos y símbolos que recordaban a dioses del panteón yoruba, nkisi, iremes, diablitos... se convirtió en el primer mural en la vía pública dedicado a la cultura afrocubana, único de su tipo en Cuba y en el mundo.

Actualmente el sitio es una galería de arte al aire libre, donde las pinturas no descansan en las frías paredes de un museo, sino que día a día dialogan con la gente sobre los valores ancestrales de una cultura milenaria, que tanto tiene que ver con nuestra identidad.

Nada es fruto de la improvisación en este proyecto que acaba de cumplir 17 años. Los altares que rinden tributo a las tradiciones afrocubanas son resultado del estudio que el artista ha realizado a partir de las investigaciones socioculturales de los maestros Fernando Ortiz, Lydia Cabrera y Natalia Bolívar.

Consciente de que no hay hoy sin ayer, Salvador no ha querido atesorar para sí esos conocimientos, sinoque ha preferido compartirlos, de ahí los talleres y conferencias que organiza. Promotor cultural nato, el Maestro tomó la costumbre de que cada vez que inauguraba un mural convidaba a sus amigos. Así fue como Merceditas Valdés, Celeste Mendoza y Compay Segundo, entre otros, participaron de la espectacular rumba que Salvador trajo de regreso a la barriada. Esta costumbre también consolidó el hábito de disfrutar de un espectáculo teatral, de danza o de los géneros musicales más diversos.

A no dudarlo, Salvador ha sido un artista atrevido, que en todos estos años no ha dejado de transmitir valores éticos, filosóficos y científicos, ni de enseñar a reconocer la impronta de la cultura afrocubana -y por tanto nuestra identidad- a esos niños que adiestra como pintores, o a aquellos con los que simplemente charla en la escuela que también apoya. El Callejón de Hamel, además, ha sido inspiración de otros proyectos comunitarios posteriores radicados en La Habana.

«Cualquiera se come un ñame», como recuerda un portón, si quienes se llegan al Callejón solo ven en él un sitio donde se puede gozar de una contagiosa rumba sin necesidad de pagar cover. Y es que el Callejón de Hamel, más que el espacio físico donde habitan al mismo nivel el rastafari con el intelectual; el abakuá con el pintor; el santero con el músico; el espiritista con el japonés, el norteamericano o el francés; se ha convertido en el motivo de sus días para no pocas personas; y en templo que hace culto a la herencia llegada a Cuba por África.