Mérida. La ciudad blanca
Para viajar a Mérida (Yucatán) desde Palenque, donde comenzaba mi viaje, las alternativas no eran muchas. Salimos temprano en nuestro Chevrolet “Suburban”, hacia el aeropuerto de Villahermosa, para tomar el avión de Mérida. Sin embargo, un imprevisto cargó de emoción la segunda parte de mi viaje a México.
Una complicación en el vehículo hizo que llegara al hotel con media hora de retraso, y para colmo, nada más salir de Palenque tuvimos que parar en un paso a nivel, lo que nos enervó a todos. Pero Roberto, nuestro chófer, demostró que era un buen conductor. Recorrimos los 150 Kms. que separaban Palenque de Villahermosa en un tiempo récord. Quince minutos antes de cerrar el vuelo estaba en la ventanilla de Aerocaribbean con mi tarjeta de embarque, dispuesto a viajar con destino al aeropuerto de Mérida. Nuevamente me alegraba de que la segunda parte de mi primer viaje a México, como la primera a Chiapas (EXCELENCIAS Nº 15), empezara bien. Aún antes de llegar a la Ciudad de Mérida, hubo una nueva y agradable sorpresa, el comandante del avión nos anunció que aterrizaríamos en Ciudad del Carmen para repostar. Ciudad del Carmen ofrecía desde el aire un bonita impresión. Es un pueblo costero, con lindas playas y una distribución urbana muy agradable. La playa del pueblo era como una postal, con las embarcaciones de los pescadores sobre la arena y las redes tendidas.
En Mérida La primera impresión al llegar a Mérida fue una luz brillante, una alegría en el entorno y un calor fuerte y diferente al de los días pasados en Chiapas. Todo esto me alegró el alma. Visité las principales avenidas con un tráfico intenso y cosmopolita. El Paseo Montejo, salvando las distancias, se asemejaba a los Campos Elíseos. Antes de almorzar en el restaurante “El Guacamayo”, disfruté de un rápido paseo por el Ayuntamiento de la ciudad, la Catedral y el moderno Centro Cultural, recién estrenado.Todo el recorrido estaba iluminado por un cielo azul brillante, desconocido para mí. Hasta que, después de comer, cayó un aguacero como nunca había visto, a pesar de haber viajado al Caribe en veinte ocasiones; se hizo la noche, aparecieron aires huracanados y lo azul se hizo negro. Un ejemplo de lo imprevisible que puede resultar el Caribe en Mérida. El nuevo día se presentaba apasionante. Lo primero fue una visita al mercado agrícola, una experiencia inolvidable, todo me interesaba, y todos me provocaban: frutas, tenderos, carteles de la famosa “Chupacabras” y jóvenes mejicanas muertas de risa. Más tarde nos dirigimos a la zona arqueológica de “Dzibilchaltun”, a tan sólo 22 Kms. de Mérida, una de las urbes mayas más antiguas de la zona norte. La palabra significa “lugar donde hay escritura en las piedras”. Fue ocupada desde 500 años a.C. hasta la llegada de los españoles. De acuerdo con los cientos de vestigios localizados en el área, “Dzibilchaltun” tuvo en su apogeo más de 40.000 habitantes y practicó, por su cercanía al mar, un intenso comercio con productos como la sal y el pescado. Su principal fuente de abastecimiento de agua era el pequeño lago que hay junto al palacio. No pude resistir la tentación y me bañé en él. Junto a los principales templos de esta maravillosa zona arqueológica, descubrí la mítica planta del anaquel. El anaquel había sido en tiempos el mejor tesoro de la Ciudad de Mérida. Incluso en el siglo pasado era la moneda de cambio del Estado. Las plantaciones de anaquel llenaban las inmensas llanuras y constituían una de las riquezas del país. Se desarrolló una importante industria alrededor de esta planta, de donde se extraían las mejores cuerdas del mundo.
El mar y Progreso El mar queda un poco retirado de la Ciudad de Mérida, por lo que decidimos de mutuo acuerdo dejar la visita a Progreso para el amanecer del siguiente día. El nuevo día, desde las cinco de la mañana, nos pusimos en marcha hacia el mar. El madrugón había merecido la pena, lo que ví delante mis ojos era un verdadero espectáculo de luz y color, uno de las amaneceres más bonitos que he vivido. Las salinas formaban una especie de paisajes lunares, habitados por negros pájaros, y el horizonte era fuego puro. Una vez que el sol subió lo suficiente continuamos el camino hacia Progreso, la villa veraniega de los ciudadanos de Mérida. Una larga y limpia playa, un puerto comercial, y algo que nunca falta una hilera de chiringuitos con sus típicos carteles anunciando todo, camarones, paellas, antojitos, arroz, tequila.
Las Haciendas Esta bonita ciudad costera tenía un extraño encanto, la armonía de sus calles, el olor a mar limpia y la tranquilidad hacían difícil nuestra partida, pero teníamos que visitar una de las haciendas más grandes de Mérida, la de San Antonio Cucul. Con la amable ayuda de la señora de la Hacienda descubrimos los rincones mejor guardados del lugar, la guarida de las iguanas. Visitamos la zona donde se guardaban las herramientas para deshebrar el anaquel, y la pequeña capilla. El lugar era de ensueño, y para eso se utilizaba, como forma de rentabilizar los gastos que ocasionaban su mantenimiento. La señora de la Hacienda rentaba por horas, por días o por semanas, el lugar para hacer fiestas de quince, bodas o congresos, donde los visitantes podían soñar ser los dueños por un tiempo limitado. Después de las despedidas de rigor, ya no me quedaba tiempo. El viaje a la ciudad de Mérida se acababa. Había sido corto pero intenso. Los siguientes pasos consistían en la rutina del viajero: pasar por el hotel, recoger el equipaje, tomar fuerzas en una cafetería y emprender una nueva etapa en autobús hacia el Estado de Campeche, tercera parte de mi primer viaje a México.