Entre el torrente iconográfico del arte contemporáneo –modas, modismos, modalidades–, se desliza una vertiente expresiva que la crítica oficiosa no vacilaría en excluir de las categorías canónicas. Se trata de ese género de pintura sin denominativo explícito y vinculado indistintamente con las artes espontáneas o “inocentes” como son el sempiterno pompierismo o pintura “naive”: e incluso asociado, por craso error, con los pastiches de feria y peor aun con la pintura autista.

Acaso el factor que conduce esta expresión pictórica a un espacio sin registro ni admisión por las hegemonías del mercado de arte y del mercenarismo crítico, sea precisamente su absoluta libertad, es decir, su desembarazo de los lineamientos formales y estilísticos que rigen desde las actuales metrópolis del arte. Por tanto, esta manifestación sui generis de la plástica se coloca en territorio periférico y en obligada condición marginal.

Pero el aparente infortunio de no estar en la “cresta” de los estamentos artísticos, ni tampoco en las tentativas miméticas de la “tierra baldía”, salva esa pintura bastarda de la que aún se recela, de los avatares de la globalización estética. Y no recorre un camino solitario: hacen legión los disímiles cursos de su vertiente. Puesto que nada brota por generación espontánea, ni se establece por gratuidad, aceptemos su presencia, de insospechada fuerza, y reconozcamos sus calidades peculiares: ¿no conforman ellas el discurso otro, el que trae potenciales respuestas al centrismo de la institución-arte?

La obra reunida en Poética contra el olvido ejemplifica el nivel de una iconografía muy específica, alcanzado tanto por el perseverante ejercicio creativo, como por las propuestas temáticas que lo alientan. Es una pintura de indeclinable estilización, cuyos rasgos la identifican con las características sustanciales de la corriente plástica a que aludíamos: tratamiento heterodoxo de la imagen (no sujeta a canon reconocible), concepto independiente de la formulación ideoestética. Se le podría atribuir una excesiva composición ilustrativa a estos cuadros, que los acerca a las funciones bibliográficas del dibujo, pero enseguida notaremos la factibilidad de su construcción lineal para plasmar un minucioso barroquismo que imbrica la imagen al argumento.

La autora, Irene Sierra Carreño, muestra la incontrastable influencia de su tío-abuelo, el notable pintor cubano Mario Carreño, en sus etapas figurativas de las décadas 40 a 50, en el exultante colorido de “Cortadores de caña” (1943), o en el diseño de copa o bowl de la cara en las figuras antropomórficas (ej.: “Saludo al Mar Caribe”, 1951), asimilados en la pintura de ella con enérgico sello personal.

Es lo que vemos: una fuerte personalidad artística en progresión. El extenso conjunto de reproducciones presenta tres grupos de obras, las cuales demuestran la sostenida dedicación de la pintora: apuntes e ilustraciones a lápiz, acuarela y tinta sobre papel, en su mayoría bocetos preparatorios de las telas incluidas en el libro; acrílicos y óleos en períodos intensivos de 1998-1999, sobre todo, de 2000 a 2005; y la breve exposición de esculturas en bronce y yeso patinado. Se hace evidente un mayor énfasis del dibujo como base compositiva de las telas al acrílico, en tanto las realizadas al óleo ostentan una soltura y riqueza plásticas en su factura. Quizá la decantación de su trabajo futuro, para fortuna de su pintura, dé preponderancia a esa fuerza contundente que expresa la pasta pictórica.

Los textos interpretativos del complejo tramado argumental y visual de las obras, pertenecen a los artistas hermanos Omar y Carlos Estrada de Zayas; a Marilú Ortiz de Rozas, doctora en Literatura por la Universidad de La Sorbona, París, y al historiador y reseñista de arte Osiris Delgado. Pero es la propia pintora, en profusos comentarios sobre su vida y ejecutoria artística, quien mejor dilucida los temas y las fuentes de origen cultural y ambiental que determinan los asuntos contenidos en su obra y las maneras (“manu: anch’io son’pittore” / “mano: y yo también soy pintor”) de recrearlos sobre la tela virgen.

Irene Sierra reconoce de inmediato su deuda con el afamado grabador holandés Maurits Cornelis Escher (1898-1972), uno de los pioneros del trompe-l’oeil (trampantojo) moderno, y le dedica su cuadro “El estanque de Escher”, pintado en el 2000; con él nos da la clave definitiva del concepto estructural que rige la formación de casi la totalidad de sus pinturas: una organización polifacética de los espacios significados como interiores (ambientes) o exteriores (paisajes) denotados desde ventanucas apostadas en planos secundarios; mundos simultáneos o paralelos cuyo trasfondo es la rememoración visual por la artista de aquellos sitios que constituyeron su entorno vivencial durante la infancia y la adolescencia.

En esas estancias múltiples –acor- dadas gracias a una dinamización de las perspectivas–, aparece la “parafernalia” doméstica –fruteros y jarrones, ménage de cocina…–, o de cultos –idolillos exóticos y no siempre exponentes del panteón afrocubano–, objetos que guardan la memoria prístina (o que suma la autora) de su información ecuménica.

Irene Sierra amplía sus referentes y nos precisa el ámbito originario de sus fantasmas mnemónicos: Lam y también Portocarrero se ocultan apenas en su intrincada pictografía; el poeta Lezama Lima era su vecino próximo y enigmático inspirador de la arteria nutricia de su predio urbano: Centro Habana, ¿no le deberá entonces ese sentido paramnésico de abigarrarlo todo, lo nuevo con lo viejo, esa “rauda cetrería de metáforas”? Porque ésta es una pintura acumulativa de símbolos y alegorías que no quieren perecer, y para preservarlos se incrustan en un friso detonante cuya finalidad es la invención de la memoria.

18 de febrero de 2010