CASAS DEL CARIBE EN UNA VISIÓN DE ANTICUARIO
Quinientos años de historia de las Indias Occidentales tienen una manifestación concreta en la selección de Casas del Caribe, documentado libro de Michael Connors, donado en La Habana por su autor poco después de publicarse. El doctor Connors con más de treinta años de experiencia como ensayista, profesor y consultor de bellas artes en Nueva York, también es un conocido anticuario y estudioso de la arquitectura. Esta vez presenta una edición ilustrada que, al igual que sus anteriores libros: El Caribe elegante, Las islas francesas elegantes, y Cuba elegante, constituye una exquisita entrega para lectores, estudiosos y coleccionistas. Como es de notar por sus títulos anteriores, hay una manifiesta fascinación del norteamericano por el patrimonio caribeño, y se agradece su voluntad para emprender proyectos donde conjuga la investigación histórica detallada y reflexiones sobre el aporte cultural de esta región, con hermosísimas imágenes de casas y palacios en un diseño editorial voluminoso de gran nivel y formato. Esta vez su ensayo abarca la impronta de las potencias colonizadoras europeas en las Antillas (España, Inglaterra, Francia, Holanda y Dinamarca) estructurando el análisis del legado de las islas mayores y menores a lo largo de siglos de historia colonial y poscolonial. Su texto, preciso al mostrar los escenarios de la investigación así como en los análisis del legado de las islas, facilita la comprensión e interés del lector. Con acertada terminología saca a la luz numerosos hechos históricos y analiza los aportes culturales de la arquitectura y sus detalles decorativos. El autor engarza un discurso poblado de información válida para estudiosos y amantes de estos temas, y una abundante bibliografía de más de 70 títulos. En las historias publicadas de estas islas “de lo real maravilloso” carpentereano, no resulta frecuente encontrar visiones integradoras y de adecuada profundidad sobre el conjunto caribeño, especialmente de un segmento de su cultura material tan estructurado y complejo como es la arquitectura. Otro estudioso de este patrimonio, el venezolano Ramón Paolini, en su estupendo libro El Caribe fortificado1 nos narra que: Después del Tratado de Rijzwick en 1697 […] se pone fin a la piratería y la región del Caribe entra en su mejor momento […] una generación ha venido de la Península ibérica, Holanda, Inglaterra, Francia y Dinamarca, mezclada con lo poco que ha quedado de siboneyes y taínos, acompañados de ese inmenso contingente de esclavos llegados de África lejana, tiene la oportunidad de reconstruir los destrozos dejados por más de cien años de desorden. Hay tiempo para reinventar la ciudad y la casa. […] La construcción de la ciudad es retomada y la prosperidad invade a toda la región gracias al aumento desmesurado del comercio entre nuevos puertos florecientes […] el Caribe es el lugar de intercambio y encuentro de esas naciones que se disputan esa supremacía. Este relato constituye seguramente la expresión más sintética que quizás Connors haya constatado para enfocar su estudio del legado arquitectónico caribeño. En el prefacio, Connors afirma: “La mayoría de las grandes casas del Caribe de la era colonial permanecen en ruinas”. El extraordinario pórtico y el zaguán de la Casa de Calvo de la Puerta (o de la Obrapía) en La Habana Vieja es la imagen de cubierta del libro, tomada impecablemente por Andreas Kornfeld, con manipulación del jardín interior debida a Denise Barros. Esta relevante mansión colonial cubana, hoy restaurada, nos anuncia un repertorio de residencias y palacios que el estilizado ojo del autor entrega en su tránsito por las islas antillanas. El Caribe geográfico, no el cultural más abarcador según consenso de muchos especialistas, está hoy integrado por 27 naciones insulares independientes y otras colonias de Ultramar. En la estructura del estudio se presentan en detalle semejanzas y diferencias de cada uno de los procesos colonizadores de los europeos en las islas caribeñas, y se evidencian las características de cada metrópoli. Si algo puede definir la arquitectura del Caribe sería el vocablo vernáculo. Esa conjunción de las influencias europeas con las prácticas y materiales locales en el arte de construir en los siglos xvi hasta hoy, explotando sus particularidades en función del sitio y el clima, crearon una arquitectura local que inobjetablemente se ha convertido en herencia de características regionales dedicada, en buena medida en estos tiempos, al turismo. A diferencia de las Antillas hispanas –o mayores–, las de colonización británica, francesa, holandesa y danesa –o menores– devinieron netamente tierras de plantación sin grandes asentamientos poblacionales, en las cuales su arquitectura originaria ha dejado piezas esenciales en cuanto al uso constructivo de la madera y, en ejemplos excepcionales, la piedra, así como los techos bien inclinados de mansardas con buhardillas, los espaciosos pórticos de ingreso frente a escalinatas, debidas a la sobre elevación del terreno, la existencia de espaciosas verandas para el descanso y el fresco, todo ello con exuberante decoración y detalles en madera trabajada y calada. Este proceso colonizador, sobre todo en las antillas anglófonas, dio lugar a las muy reconocidas casas victorianas caribeñas, también conocidas como gingerbread así como también a las modestas chattel houses y shotgun houses, típicas en Barbados y otras islas. La condición de territorios de poblamiento de las colonias españolas, sin embargo, supuso la implantación de una arquitectura más perdurable que fue dejando huellas, no sólo en sus grandes casas urbanas y haciendas, sino también en iglesias, palacios de gobierno, teatros, fábricas y fortificaciones de diversa naturaleza y escala. Las invariantes fundamentales en esa arquitectura, como el uso predominante de la piedra de cantería y mampuestos en muros, los tejados de madera con cubiertas de barro cocido derivados de la tradición hispanoárabe, las reminiscencias góticas, renacentistas y barrocas en los detalles, el uso de arcadas, galerías y patios de cuidada simetría, el empleo de la vitralería policromada, la herrería y la madera clavadiza en los grandes portones de entrada, marcan una diferencia con la arquitectura tropical del arco de Sotavento. Prácticamente en todas las islas, el monocultivo de la caña de azúcar (“en los siglos xvii, xviii y primera mitad del xix […] el azúcar era el rey en el Caribe”, nos recuerda Connors) ha dejado muestras fehacientes, no sólo de las casas de los hacendados que se enriquecieron con su comercio, sino en multiplicidad de estructuras de producción como trapiches, almacenes, barracones de esclavos, construcciones auxiliares y otras. Uno de los aportes de este libro –sino el mayor– lo constituye el haberse concentrado en los análisis detallados de la arquitectura doméstica de las notables mansiones de las haciendas de plantación y los estupendos palacios urbanos que aún permanecen en pie en el Caribe, repertorio que, según el autor, ha sido excluido por los relatos y observaciones de muchos viajeros al Caribe durante los tiempos de la colonización, y de la literatura del siglo xx sobre la región. En el capítulo “Las Antillas españolas y la era colonial temprana” la mirada aguda de Connors selecciona once casas extraordinarias de esta zona –dos dominicanas y nueve cubanas– poniendo énfasis documental en el Alcázar de Diego Colón (Santo Domingo), la Casa de Velázquez (Santiago de Cuba) y los Palacios de los Capitanes Generales y del Segundo Cabo (La Habana Vieja). Joyas de esta colección que, sostiene el estudioso, son imprescindibles de conocer por su nivel artístico y su conservación. La investigadora Pamela Gosner lo cita en El Caribe barroco: arquitectura histórica de las Antillas españolas:2 “Estas ‘perlas’ de piedra tienen características góticas isabelinas, las cuales pueden ser vistas en la Catedral de Santo Domingo y otras estructuras tempranas del siglo xvi”. “Santo Domingo, como un todo representa un ejemplo básico (primario) de la arquitectura temprana del Caribe”, escribe Connors y analiza cómo, bajo los dictados de las Leyes de Indias promulgadas durante el reinado de Felipe II, “los ingenieros y arquitectos españoles del siglo xvi siguieron estrictamente las instrucciones referidas al planeamiento y organización de los asentamientos coloniales, por los cuales las calles fueron trazadas en forma de retícula de ángulo recto”. Definitivamente un monumento relevante de la conquista del Caribe, el Palacio del Alcázar, residencia de Diego, hijo de Cristóbal Colón, se erige desde 1510 hasta hoy como “el mejor ejemplo y la mejor estructura doméstica de Santo Domingo” que, se dice, fue construida por unos mil indios. El autor detalla las características de otra casa extremadamente importante, la de Diego Velázquez en Santiago de Cuba, otro ícono de la arquitectura caribeña del siglo xvi, afortunadamente restaurada. Con el análisis del no menos extraordinario Palacio de los Capitanes Generales de La Habana antigua, el estudioso afirma que “la arquitectura de España en sus colonias llegó a convertirse en grandiosa y más opulenta que nunca antes y combinó elementos de los estilos coloniales barroco y mudéjar con las tendencias neoclásicas emergentes”. Sus próximos capítulos están dedicados a la herencia de las islas holandesas de Sotavento, donde hace un análisis sobre la conquista del comercio y lo que ello significó para sus construcciones; a las islas inglesas, centrado en las características casas de las plantaciones coloniales, así como a las Antillas Menores francesas y la arquitectura de los estados criollos. Termina con una muestra de las llamadas Islas Vírgenes danesas, la tierra de las siete banderas por su historia de conquistas y reconquistas de las metrópolis coloniales de la región. Aruba, Bonaire y Curazao, principales antillas de colonización holandesa, se desarrollaron básicamente como puertos comerciales, así como grandes productoras de sal en sus numerosos yacimientos. En más de mil sitios de interés y poco más de trescientas haciendas en distintos grados de conservación, estas islas muestran aún un pasado de construcciones singulares. Al analizar las características de su arquitectura colonial, el autor detalla los elementos de procedencia original de su metrópoli por el cual pueden ser reconocidas de inmediato: los remates curvilíneos de las volutas de los tejados a dos aguas, el uso contrastante de sus paletas de color y la amplia variedad de ornamentos escultóricos, entre otros. El examen pormenorizado de la hacienda San Juan, del siglo xviii, una de las casas urbanas holandesas de Willemstad, capital de Curazao, da fe de las características propias de esa arquitectura criollizada. Las islas de colonización inglesa, principalmente Jamaica, del conjunto de las Antillas mayores, así como las pequeñas Saint Kitts y Nevis, Barbados, Antigua, Montserrat, Santa Lucía, Trinidad y Tobago, las Islas Turcas y el grupo de las islas atlánticas del archipiélago de las Bahamas, también desarrollaron el comercio de la sal (su llamado oro blanco), unido al del azúcar y de otros cultivos. El extensivo uso de la madera dura local, llamada exótica por el autor, pero considerada humilde por los pobladores, fue el material predominante en sus construcciones rurales. No obstante, el uso eventual de la piedra creó un estilo característico reconocido en este conjunto: el caribbean georgian, ampliamente desarrollado en Trinidad y Tobago, Barbados y otras colonias isleñas. Una de los principales exponentes que se analiza en este ensayo es la extraordinaria mansión Rose Hall en Jamaica, para el autor la más grandiosa casa de las islas inglesas del Caribe. Abundante en elementos de carpintería de majagua y otras decoraciones de gran calidad artesanal, ella sintetiza una manera de hacer, un refinamiento y una conjunción artística relevante de los diversos oficios de la arquitectura. Igualmente las emblemáticas residencias de George Washington en Bridgetown y la Codrington College en la parroquia St. James, ambas de Barbados, o la Casa Blanca de Cayo Sal en las Islas Turcas, exponentes de alta significación cuando se habla de este repertorio caribeño. En otra parte de sus pormenorizados análisis, detalla el patrimonio de las islas de colonización francesa, principalmente en Martinica, Guadalupe y San Cristóbal, sin dejar de mencionar a Haití y el desaparecido palacio barroco de Henri Christophe, Sans Souci, llamado el Versalles del Nuevo Mundo por su majestuosidad y tamaño. Aquí el ensayo constata la adaptación de la arquitectura de estas colonias a las condiciones locales, derivadas de las tradiciones mediterráneas en sus técnicas e influencias estilísticas. Bellísimas imágenes de las haciendas La Rosa, en Haití, o la Habitación La Pagerie, cuna de Josefina de Bonaparte, en Martinica, y otras no menos importantes hoy conservadas, aparecen bajo la óptica admirada de Connors en imágenes espectaculares. Casi al final, hay una aproximación al repertorio de las islas de colonización originaria danesa, especialmente casas de plantación azucarera de Saint Croix como la Whim, la Cane Garden o la Cane Bay, todas del siglo xviii. Ellas pueden clasificarse igualmente dentro de la corriente caribbean georgian o ser más netamente “neoclásicas palladianas”, pero el hecho es que constituyen una herencia extraordinaria de la región caribeña, muchas conservadas por los actuales dueños locales o foráneos, o destinadas al turismo de alto estándar, parte de cuyas utilidades se destina a mantenerlas. El mérito de un libro como éste recae sobre todo en el intento de revelarnos una visión de la particular arquitectura del Caribe y la vida de la clase social que la produjo, casas que “constituyen una colección de ejemplos vernaculares híbridos”, como el mismo autor manifiesta. Parafraseando al escritor e historiador mexicano Carlos Monsiváis: Casas del Caribe, de Michael Connors, constituye un compromiso con la memoria y con la cultura de esta parte del mundo. La Habana, diciembre de 2010