Heladio vive en una casa a la que le puso por nombre La Casa del Che Guevara. Tiene varias habitaciones, y la mayoría no tienen camas. Allí uno se puede quedar a dormir sobre unos colchones en el suelo por 1,50 dólares. Muchos viajeros mochileros la eligen, aunque no haya agua caliente ni tenga más que un fogón eléctrico para cocinar y solo un lavadero de cemento para la ropa, pues la carencia se compensa con la compañía de otros viajeros que se encuentran allí y con el innegable carisma de Heladio. Las conversaciones nocturnas se alargan hasta muy tarde y está prohibido tomar alcohol dentro de la casa, pero es el mismo Heladio quien a veces saca su aguardiente artesanal y convida a todos cuando la conversación se pone buena y las guitarras suenan. Relaciona al guerrillero con su propia solidaridad, habla de la patria grande, de viajar, cosa que nunca ha hecho como quisiera, y se emociona al evocar la historia. Cuando llega la hora despide a cada viajero como a un hijo.
Su casa queda camino hacia la Cascada de Peguche, un epicentro de belleza y espiritualidad en la ciudad de Otavalo, donde se celebra el Inti Raymi, una celebración inca dedicada al dios Inti, o Sol, durante el solsticio de invierno. En sus aguas frías se bañan los danzantes a las ocho de la noche, antes de iniciar la fiesta.
Otavalo es una ciudad inquietante. Allí el setenta por ciento de la población es indígena. Su historia cuenta de una fuerte resistencia contra la invasión inca y luego contra los españoles. El mismísimo Bolívar la ascendió de categoría, de villa a ciudad, por sus aportes a la independencia. Mantiene ese carácter poderoso heredado y mutado en lo que ahora es una ciudad única, sede del mayor mercado artesanal de Suramérica y portadora de una pujante economía que mezcla modernidad y tradición. Los hombres llevan el pelo largo y liso y las mujeres la falda ceñida y larga hasta el suelo. Se dedican al comercio, los hay muy ricos y muy pobres. Artesanos, agricultores o empresarios, en todos se evidencia un afán por
preservar las tradiciones. Se habla mucho de aquellas bodas que duran ocho días, del fandango y el arpa, de las flores y la ortiga, ritos ancestrales que se mezclan con lo católico.
Para la mayoría de los viajeros, y sobre todo para los que van sin prisa, es muy fácil quedarse más tiempo del previsto en Otavalo. Disfrutar de un rico encebollado junto a la Plaza de los Ponchos y maravillarse con las artesanías, los tejidos y la música otavaleña es un privilegio imperdible. La pequeña ciudad atrapa con sus paisajes, su cultura y sus calles encantadoras. Ubicada a solo dos horas de Quito, entre esta e Ibarra, y a un par de horas de Colombia, Otavalo es un micromundo mágico.
He visto muchos otavaleños en otras ciudades del mundo, viajando y comerciando. Los hombres con su típico sombrero y pelo largo, las mujeres con su vestido y sus abalorios en el cuello. Andarán mirando la gente pasar, andarán mirando, con los ojos del corazón, los volcanes Imbabura, Cayembe y Cotacachi. Pensarán en la laguna San Pablo, saborearán con el alma la chicha ausente y verán en lo alto de otro cielo su cielo azul, y allá, tan cerca de la mitad del mundo, verán un cóndor majestuoso y solo, lejano como ellos, mientras el mundo gira y no se detiene.