Junio de 2018. Un grupo de personas posa para una foto desde uno de los sitios más conocidos del mundo. Hablan lenguas distintas. Se abrazan en un idioma universal. La emoción se comparte al pie de aquellas piedras sobre las que pesa el tiempo. De trasfondo encontramos una historia que comenzó en el año 200 a.C. Provienen de lugares tan diferentes que bien pudiera surgir allí una nueva Babel. La instantánea nos ofrece un indicio de uno de los mayores valores del turismo cultural: crear empatías a través de la espiritualidad.
Durante muchos años se pensó que la Gran Muralla China era la única construcción que se veía desde la luna. En 1994  se comprobó que no era así. Sin embargo, perdura un velo de misticismo sobre esa cultura milenaria y quizás algún día China pudo parecernos un destino exótico, desconocido, quizás por su enorme extensión territorial y su alto índice de población, lo cual pudiera convertirle en una suerte de continente. La lejana China no lo es tanto hoy. Cada vez más, el país abre sus puertas a personas de todo el mundo interesadas en descubrir con sus propios ojos el enorme caudal de su arte, su historia y su cultura.
Más que el ambiente místico del paisaje, la Gran Muralla China seduce por la geografía humana que cada día se reúne allí con el pretexto de adentrarse en la historia de una de las Siete Maravillas del Mundo Moderno. No es solo la obra de ingeniería más grande del planeta, sino un verdadero símbolo para la cultura nacional.
Todo respeto nace de la admiración, y la historia es solo el primer peldaño hacia el reconocimiento de los valores del otro, una lección aprendida por el gigante asiático, que ha sido catalogado como el cuarto mercado turístico a nivel mundial. Es la cultura, sin dudas, un ámbito que convida a visitantes de todo el orbe.
Unos buscan la mirada futurista de ciudades como Hong Kong, mientras otros apuestan por destinos más enigmáticos, donde la historia juega un papel esencial. A China llegamos primero a través de sus leyendas. Luego la historia nos revela sucesos fascinantes que han marcado varios siglos de su devenir político.
Para varios especialistas, el asombroso crecimiento de la economía china en los últimos años está marcado por las potencialidades de su sector turístico. Sitios de gran interés como la Ciudad Prohibida -conformada por un complejo amurallado donde vivieron los emperadores durante cinco siglos-, la Plaza de Tiananmen -famosa por ser la más grande del mundo- o el Templo del Cielo reciben a diario a miles de personas de diversas naciones.
China nos invita a mirarla en diálogo directo con la naturaleza, una base esencial de su propia espiritualidad. Es Suzhou, Patrimonio de la Humanidad, uno de los lugares más singulares de esa nación. En esa ciudad pluvial atravesada por canales, no deja de atraparnos cierta languidez, cierta nostalgia que sale al paso de quienes nos adentramos en sus perfectas construcciones. Una diversidad de jardines, casas y templos matizan el panorama del sitio, que ofrece un ambiente relajante y acogedor.
Otro de sus atractivos es la comida, quizás por la enorme gama de alimentos que forma parte de su culinaria. Insectos, hojas de loto, ranas, tortugas, brotes de bambú, todo puede ser parte de una increíble receta. Pero, sin dudas, se trata de una dieta que solo los más temerarios podrán disfrutar. De ahí parte una de las premisas de su gastronomía: todo aquello que sea comestible y que no resulte perjudicial para la salud puede ser parte de la mesa.
Para una excelente experiencia culinaria es necesario vencer ciertos prejuicios. Por lo general, la comida más tradicional apuesta por una diversidad de platos braseados, salteados, guisados o cocinados al vapor. Resalta el contraste de colores y sabores y hasta las recetas un tanto picantes que asoman en las ofertas más tradicionales.
Para entender la cultura china es necesario entender la multiplicidad de expresiones, prácticas, creencias, costumbres y tradiciones que se expenden por una amplia región geográfica. El arte y la música, la filosofía y la religión, forman parte de un tejido cultural que también dialoga con el mundo, cada vez menos desde el extrañamiento.
Durante mucho tiempo hemos admirado a China desde lejos, bajo la misma mirada exótica con la que el viajero italiano Marco Polo se adentró en aquellas tierras. En la actualidad existe un interés creciente por entender las dinámicas de desarrollo y la propia vida cotidiana en ese país.
La cultura ofrece pistas claves para desentrañar esos resortes, y el turismo acerca no solo a los grandes templos y atracciones, sino también a las comunidades más tradicionales, a la vida en las estaciones del metro, a la gente común, a ciudades de enormes rascacielos, pero también a comunidades más humildes, a los desafíos y complejidades de un país donde resulta muy difícil que la riqueza que produce llegue a todos por igual.
«China en nuestros ojos»: ese es quizás uno de los eslóganes más populares para quienes se adentran en esa nación. China en los ojos del mundo parece abrir los brazos con el deseo de mostrarle su realidad. Su gente, su pueblo, parece más dispuesto que nunca a extender esa bienvenida, con el orgullo de quien sigue haciendo un trabajo digno de respeto a nivel internacional. Y digo abrazar, porque es quizás la intimidad el espacio por excelencia para expresar en China los afectos. Esa mirada interior -de suficiencia laboriosa- que durante años sentimos en ella, es ahora también una invitación a entrar, poco a poco, en la gran casa de Asia.