Quizás sea por esa enorme capacidad de transformación generadora de sorprendentes modalidades objetuales y no objetuales que las artes visuales de nuestro tiempo —término este que ya no parece ser suficiente para designarlas— se han convertido en un inmenso y casi ilimitado campo de expresión, donde resulta difícil deslindar lo legítimo de improvisaciones sin sustento profesional, del seudoprimitivismo y de ciertos simulacros o réplicas armadas a partir de lo que más se vende o funciona como medio adecuado para la inversión y el lavado de dinero. En semejante panorama crece también uno de los especímenes más dañinos en términos culturales y éticos: ese que podemos denominar «replicante», como el famoso androide reiterado por la ciencia-ficción. Lo hallamos en las prácticas artísticas más elementales, e igualmente dentro de las encrucijadas que conforman el tejido imaginativo de las últimas tres décadas.

Un verdadero replicante en arte 

—copia modificada de otros artistas— olvida las nociones de inédito y auténtico que concretan el aporte creativo, para responder al consumo que tiene determinada estabilidad, sustituir subjetividad por efectividad y elaborar solo apariencias deseables y neutras. Ser replicante implica una especie de suicidio, porque suprime la esencia individual real y elige producir —con lógica serial y fidelidad al fetichismo de la mercancía— aquellas obras, eventos y ocurrencias que respondan a normas de los circuitos de compraventa. Ser replicante es casi siempre colocar en primer lugar la comercialización del producto «arte», para no fallar o satisfacer mejor las solicitudes de los clientes reales e hipotéticos a quienes se destina. Ser replicante supone pensar de manera equivalente al vendedor, coincidiendo así con los propósitos y la escala de valores de este. Por ello los replicantes suelen evitar trasmitir percepciones e ideas demasiado complejas o polisémicas, que puedan entorpecer la recepción desproblematizada del artículo de consumo o suceso de distracción que fabrican. 

Es propiedad de los replicantes replicarse constantemente a sí mismos. De ahí que la repetición de los elementos constructivos de la imagen —a veces con variaciones leves— sea su método productivo más usual. Generalmente se quedan en realizaciones hedonistas o estructuras morfológicas que semejan diseño para interiores, ornamento artesanal o recurso de moda, aunque concebidas con destino a las operatorias de circulación del arte visual. Hay otros replicantes que optan por apropiarse de maneras que cuentan con nichos asegurados de mercado, lo que les permite abrirse paso fácilmente en los ámbitos de ventas. Y podemos encontrarlos entre aquellos artífices provistos de alta capacidad para copiar y ensamblar estilos de otros tiempos dentro de visiones simples, sin faltar quienes aprovechan el acto de provocar o de invitar al público a darle sentido a cualquier cosa, caricaturizando así las rutas abiertas por Duchamp y Picabia en las primeras décadas del siglo xx.

Pero no se debe limitar el acto de copiar a los artistas. Existen replicantes en las esferas de valoración especializada y circulación comercial. No son pocos los críticos y curadores —especialmente en nuestras naciones latinoamericanas y del Caribe— que sustentan su labor intelectual en escalas, categorías y paradigmas de juicios derivados de una interpretación importada —interesada o deformada— de la historia y la teoría del arte. Igualmente sobran los seguidores de falacias generadas por centros de poder cultural transnacional, formadas mediante la sustitución del pensamiento estético por subterfugios crípticos de escritura. Tampoco faltan, en países pobres, galeristas y ejecutivos del sector comercial que confunden el necesario comercio para el arte con la repetición de tipos de establecimientos y formas de promoción inherentes al capitalismo desarrollado. 

Adorar ídolos de la dominación y el mercado planetarios es comportamiento que desautentifica y modela peleles. Regirse ciegamente por patrones y ejemplos del éxito lateral distintivo de las transacciones mercantiles en cuestión, estar satisfecho de ser elegido por instituciones foráneas con concepción de lo artístico desarraigada y alienante, confundir alternativas expresivas contemporáneas con determinadas líneas de productos concordantes con la mentalidad dependiente, y apreciar el valor de lo imaginativo solo desde la perspectiva del coleccionismo de inversión y la estricta función mercantil, y no al revés, constituyen vías expeditas para llegar a ser excelentes replicantes. Ello explica la inclinación de estos por las variantes de «arte» aséptico, desconectado de signos existenciales y problemáticas de conciencia.

Con frecuencia la expansión de los imaginarios se torna invisible o cuanto menos indiferente para un típico replicante. Este solamente está en condiciones de hacer y valorar realizaciones 

admitidas por su comprensión restringida del hecho artístico, sobre todo cuando cuenta con enfoques mediados por las crudas leyes del negocio. Si la concepción de los replicantes es académica o moderna, figurativa o abstracta, conceptualista o de arte-objeto e instalaciones, estos la convertirán en dominante para la relación receptiva y el trabajo profesional con el arte. Tal actitud compulsa a negar todo lo opuesto a su modo de asumir lo estético: si tiene un credo tradicionalista, rechazará los procesos contemporáneos diversificadores de las artes visuales, pero considerará aburrida la pintura o la escultura, en caso de interesarle únicamente el arte como performance, espectáculo y divertimento. 

Un evidente retroceso global en la autonomía del componente creador del artista, junto a la relativa devaluación de lenguajes artísticos signados por la idiosincrasia de las naciones, coloca a las diferentes réplicas y sus hacedores en una posición importante dentro de las ferias de arte, las que por su fundamental naturaleza mercantil —como también ocurre con las subastas— han desplazado bastante a bienales, salones y acontecimientos de carácter investigativo o con utilidad social. Vivimos un estadio planetario distorsionado de la cultura visual, que exige honestidad e independencia de criterios en quienes nos resistimos al casi robótico destino de replicantes. Al colocar delante el valor soberano y humanista de las obras, apostamos por el despliegue de la espiritualidad e inventiva en los hombres que crean y difunden arte.