El habanero Pepe Martí
Esta Habana colorida y bulliciosa tiene el reto interesante de buscar las huellas del hijo que se asomó a su paisaje el fresco viernes 28 de enero de 1853, en una casita de la entonces calle Paula marcada con el número 41. Para esa fecha, la ciudad, poco más que tricentenaria, contaba unos 150 000 lugareños, pero ninguno de ellos honró su cuna como el primogénito y único varón de los españoles Mariano Martí y Leonor Pérez.
Eran días de tensiones coloniales y asomos conspirativos, en cambio a la villa no le faltaba animación: paseos por la Alameda de Paula y el Prado, bailes, retretas en la Plaza de Armas, funciones en el bellísimo teatro Tacón, peñas artísticas y galanteos de muchachos que perdían sus miradas, y su corazón ante jóvenes criollas que, escudadas en traviesos abanicos, engalanaban las volantas. Tal fue la urbe que recibió con brazos de madre a José Julián Martí Pérez.
Como mismo haría luego en su agitada vida política, el niño Pepe Martí no estuvo quieto en una casa o un barrio de La Habana. Seguir su itinerario hogareño es una tarea ardua que a veces requiere hasta la imaginación y el sueño, porque la ubicación exacta de varias de las viviendas en que residió la familia fue velada por el tiempo, el deterioro, los nuevos usos y construcciones y hasta por los sucesivos cambios de numeraciones urbanísticas. Entonces, quienes le buscan comienzan siempre por la casa en que vio la luz.
El niño de los Martí nació en la planta alta de la casita amarilla con carpintería azul ubicada en la actual calle Leonor Pérez, muy cerca de nuestra Estación Central de Ferrocarriles y de un trozo de la antigua muralla que resguardaba la villa y que parece haber sobrevivido por siglos para proteger el tesoro moral de un inmueble que es el museo más antiguo de la ciudad.
El 28 de enero de 1899, cuando el héroe, caído casi cuatro años antes, debía cumplir la plenitud de sus 46, emigrados cubanos de Cayo Hueso colocaron una tarja en la fachada de la casa, que un año después fue adquirida por la Asociación de Señoras y Caballeros por Martí para entregársela a Doña Leonor, quien vivió allí el tramo final de su enlutada vejez. Ese gesto amoroso salvó para la posteridad aquella casa, abierta como museo otro 28 de enero, el de 1925.
La «casita de Martí», como le dicen los niños cubanos, es un archivo de emociones que preserva la mayoría de los objetos originales que de él se conservan. Cada año, unas 60 000 personas de múltiples países se asoman allí a la raíz de un hombre grande. Si bien Martí vivió apenas tres años en ella, su recuerdo en el sitio ya rebasa el siglo y medio.
Cerca, en la conocida Loma del Ángel —centro de estampas cruciales de la novela Cecilia Valdés, del escritor Cirilo Villaverde—, está aún en pie la iglesia del Santo Ángel Custodio, donde el presbítero Tomás Sala y Figuerola administró los santísimos sacramentos del bautismo a José Julián, el 12 de febrero de 1853, a solo dos semanas de su nacimiento.
Andando por el viejo barrio de Pepe, de cara al sol, según la hora; de cara al mar, siempre, se pasa por la iglesia de San Francisco de Paula, el templo al que asistía aquella familia del siglo XIX y que ahora acoge al Conjunto de Música Antigua Ars Longa y al Festival Internacional Esteban Salas, de esa manifestación. Amante y conocedor de la música, si Martí viviera en esta época, seguiría frecuentándola.
Solo hay que cerrar los ojos y viajar a otro tiempo: por el Paseo de la Alameda de Paula bordeado de azul marino que, remozado, disfrutamos hoy, correteó, alborozado, ese niño especial.
La Habana de hoy también marca sus tristezas. En el cruce de las calles Príncipe y Hospital se encuentra la Fragua Martiana, el museo ubicado en el mismo lugar de las antiguas canteras donde, condenado por deslealtad a la Corona, el adolescente sufrió «el más devastador de los dolores». El museo –que en el albor de cada 28 de enero cierra la marcha de las antorchas de los universitarios para recordar al héroe– recrea, en una escultura de José Villa Soberón llamada Preso 113, los dolores de un joven de apenas 17 años.
En otro punto citadino, el siempre animado Parque Central, un Martí de mármol blanco que apunta sereno al futuro se erige como la primera estatua que se le levantó en Cuba. Esculpida por el cubano José Vilalta y Saavedra, la obra fue develada el 24 de febrero de 1905 en ceremonia encabezada por el General en Jefe del Ejército Libertador cubano, Máximo Gómez, y el presidente Tomás Estrada Palma.
Si aquella fue la primera, la más reciente se instaló en La Habana el 28 de enero de 2018, en el parque 13 de Marzo, cercano al Museo de la Revolución. En ejemplar gesto, estadounidenses y cubanos e instituciones de Washington y La Habana se unieron para emplazar una réplica de la escultura en bronce con pedestal de granito pulido de la artista norteamericana Anna Hyatt Huntington ubicada en el Parque Central, de Nueva York.
Entonces, La Habana presenta, como la Gran Manzana, al Martí que, a caballo por la causa de Cuba, pasó a la gloria el 19 de mayo de 1895, en el distante sitio de Dos Ríos.
En el oriente cubano está marcado no solo el lugar de su caída, sino además la tumba donde honrarle, pero su Habana natal está llena de trazos de su imagen. Martí vivió en los barrios de Paula, San Nicolás, La Punta, Pueblo Nuevo, Peñalver, El Cerro, Colón y hasta en Guanabacoa, que entonces quedaba «en las afueras». Miles de habaneros de hoy le sienten como un vecino.
Perdidas bajo tantos almanaques, las casas humildes de aquella familia estuvieron en las calles La Merced, Ángeles, Industria, Refugio, Jesús Peregrino, Peñalver, San José, San Rafael, Tulipán y Amistad. Se sabe que estudió en escuelas ubicadas en Prado, Reina y Dragones, y que los vecinos de entonces veían, por el barrio de San Lázaro, el triste desfile del joven, junto a otros presos, rumbo al rudo trabajo en las canteras. Más que en un punto, La Habana lo guarda, amorosa, en toda su extensión de ciudad.
El homenaje más impactante se le rinde al Héroe Nacional en la Plaza de la Revolución –antigua Plaza Cívica–, donde una torre de mármol gris en forma de estrella, ubicada en una meseta, se empina 141 m sobre el mar de La Habana en custodia de un Martí sereno de 18 m de altura.
A la obra, del escultor cubano Juan José Sicre y develada en 1958, se le habilitó en 1996 el Memorial José Martí, que presenta, bajo modernos criterios museográficos, valiosas informaciones sobre el hombre y su tiempo.
Allí se puede conocer, por ejemplo, que a sus 26 años Martí fue detenido, el 17 de septiembre de 1879, y deportado a la península ocho días después. Jamás volvió a su ciudad, pero el privilegio de abrazarlo no quedó en el puñado de amigos que fueron a despedirlo al puerto. Los visitantes al Memorial disfrutan subir, por el corazón mismo de la estrella, al mirador que asegura la postal más plena de la ciudad: adonde quiera miran, hallan señales martianas.