Ha transcurrido poco más de medio siglo y hoy se me antoja vencedor: a enemigos temibles, a obstáculos que parecían infranqueables, a la enfermedad y los padecimientos físicos, al tiempo… Aunque no por esa circunstancia deben simplificarse su sacrificio, el sentido del deber y la lealtad a su predecesor, el doctor Emilio Roig de Leuchsenring, tras cuya muerte, en 1964, la Oficina del Historiador de la Ciudad quedaría huérfana y en cierta forma había comenzado a ser desmantelada, despojada de su caudal.

Durante las décadas del 70 y el 80, el esplendor creciente del Museo de la Ciudad inspiraba el interés por el preterido Centro Histórico, mientras la puesta en valor de La Habana Vieja y su sistema de fortificaciones merecía la declaratoria de la UNESCO como Patrimonio de la Humanidad (1982).

En esa coyuntura en la que edificaba y perfilaba su personaje y su destino, y donde acaso el tiempo se tornaba más precioso, el hombre que ya vestía de gris se preocupó por mantener vivo el espíritu de su Maestro. Pero a diferencia de este, formado como intelectual en nuestra academia, en las tertulias con sus iguales y, sobre todo, en el ejercicio ininterrumpido del periodismo, él fue y ha seguido siendo, en esencia, un autodidacta. Eso sí, un autodidacta que supo aprovechar cada tribuna a su alcance, en el afán de sumar voluntades a la causa de sus desvelos.

Poseedor del don de la oratoria, arte casi en desuso en nuestro ámbito, ha compaginado su actividad como gestor, constructor y restañador con la prédica constante, tanto a sus conciudadanos como al resto de los cubanos y extranjeros que ha sabido conquistar con su discurso, con esa voz encendida que produce instantánea adhesión. 

Poeta de la cotidianidad, orador, mecenas, guía, defensor de la utopía, patriota, fundador… Más que eso, es un hombre de acción cuya esfera de influencia desborda con creces la intención del entrevistador de dotar de sentido a una página en blanco. Y es que las páginas que durante más de 50 años ha llenado y seguirá llenando Eusebio Leal Spengler, corresponden a un escenario mayor: la historia de Cuba.

Invocar aquel adagio de que la Historia es la crónica de los acontecimientos tal como fueron, mientras la Poesía nos devuelve el cómo debieron ser, supone reivindicar el imperio de la subjetividad. ¿Qué es para usted la Historia?

«Hay que desterrar los espejismos. Trasciende de la historia lo esencial. Los documentos son fuente del conocimiento, pero también una aproximación a la realidad. De un mismo acontecimiento existen numerosas versiones, y queda al historiador y al lector beber en las fuentes de la memoria popular. La Historia es siempre una construcción que armamos con los testimonios o los documentos que tenemos a mano, muchas veces sin privilegiar una visión abarcadora, potenciando la cuestión episódica en vez del alcance global.

«Cintio Vitier me refería que Martí, enfrascado en la formulación de su proyecto nacional, se había esforzado por unir los cabos sueltos, para lo cual requirió, también, papeles. Pero el yacimiento documental no lo revela todo. No puedo permitirme optar por lo que otros desbrozaron y quedarme ahí. Las limitaciones existen. Todo es acumulación, nunca capítulo cerrado.

«Es preciso equilibrar lo escrito con lo no escrito. Sin restar mérito a aquello que es propio de las emociones, de la condición humana de los protagonistas o testigos, hay que entender la Historia como sistema donde hay claves que todavía aguardan a la espera de ser exhumadas. Y algunas han de ser clarificadoras».

Muchos se asombran o se espantan cuando descubren que usted debió crecerse en el camino, con su poderosa vocación autodidacta como brújula y por encima de carencias inimaginables. Más allá de la indisciplina durante su niñez, ¿cómo evocaría aquella etapa?

«Recuerdo cuando mi mala conducta en la escuela, hija de tantas y tantas problemáticas en que vivíamos, me sacó un día del aula sin haber concluido el quinto grado. Silvia, mi madre, preocupada por mi destino, me llevó ante don Rogelio Hevia, un asturiano generoso que era dueño de la bodega del barrio, rogándole que pusiera fundamento a mi vida.

«En esa pequeña dependencia aprendí los más modestos menesteres. Y así, de una cosa en otra, la vida fue llevándome en su curso turbulento, hasta que al fin ocurrió un acontecimiento que no era ajeno a mí y que provocaba el derrumbe de la antigua sociedad cubana: el triunfo, la victoria rotunda de la Revolución, un hecho inédito en la historia de América Latina durante el siglo XX: por vez primera un ejército revolucionario quebrantaba la columna vertebral de uno profesional, a la vez que se proponía transformar la sociedad desde el poder.

«Convocado al acto del 26 de Julio de ese año en el parque frente a la antigua Escuela Normal para Maestros, me escucharon hablar varios dirigentes de la Revolución. Yo procedía de las filas juveniles del Movimiento 26 de Julio. Allí me abordó José Llanusa, recién nombrado Comisionado de La Habana, para preguntarme dónde trabajaba, y le respondí que en ninguna parte. Todos los menesteres habían sido muy humildes; pero, además, estaba absolutamente «impreparado» para asumir otros de mayor calado. Tras escucharme con atención, solo atinó a decir: “No importa. Ven a verme el lunes”. Era agosto de 1959 cuando ingresé en el antiguo Palacio de los Capitanes Generales. Tenía apenas 16 años; cumpliría los 17 en septiembre».

Todavía no ha salido de allí, circunstancia que lo convierte en el empleado más antiguo del gobierno municipal…

«Así es, en agosto pasado cumplí 60 años de trabajo».

También se produjo ahí su encuentro con Emilio Roig de Leuchsenring, su maestro y predecesor de feliz memoria, como suele decir, el hombre que sentó las bases para luchar por algo que tanto preocupa a todas las generaciones: que no se pierda la memoria de las cosas, de los años por los cuales hemos transitado, de la época en que nos tocó vivir… ¿Y qué sucedió luego?

«Cuando me dieron la bienvenida en el Palacio, procedieron a interrogarme acerca de cuáles eran mis atribuciones intelectuales. Dije que no tenía prácticamente ninguna, y la primera indicación fue matricular la Educación Obrero-Campesina como mi obligación, la cual culminé prácticamente unos días antes de comenzar el gran proceso de la Alfabetización, a la cual me sumé en los barrios más periféricos y miserables de La Habana. Sin embargo, debo decir que personas maravillosas me acogieron, y sentí el grato placer de transmitir mis modestos conocimientos a una anciana y a otras más, que pudieron asistir al magnífico acto luego en la Plaza de la Revolución, donde el país fue declarado territorio libre de analfabetismo.

«Luego comencé el lento ascenso, a partir de leer los libros, mejor dicho, de leer con pasión los libros de las más disímiles temáticas: las ciencias naturales, la geografía, la historia como pasión, la oratoria como forma de comunicación…, huyéndole siempre a la temida realidad de mis innumerables faltas de ortografía, que debía ir venciendo». 

Lo cierto es que, con los arrestos propios de los 25 años, usted se hizo cargo de la restauración de ese antiguo Palacio, con la idea de convertirlo en el museo que Roig quería, al tiempo que rescató la Oficina del Historiador de la Ciudad. Con hálito retrospectivo, ¿qué considera fue lo más difícil?

«Figúrate…, creo que lo más arduo fue la lucha por hacer prender una conciencia. Recuerdo cuando todo comenzó, los años en que éramos tenidos por dementes. “Está loco, pero es trabajador”, decían, como consuelo piadoso, mientras yo comprendía que ese apelativo, ¡loco!, encarnaba un atributo para bautizar lo que poco a poco pudimos ir acumulando. Y desde esa época acepté como parte mía tan noble dictado.

«Porque no pierdas de vista que el sentimiento de aproximación a estos valores que hoy emergen con claridad es contemporáneo a nosotros. Por mucho que algunos precursores batallaron para crear una conciencia acerca de lo que poseíamos, se afirmaba que era pasión romántica atribuirles amplios méritos a nuestras pequeñas ciudades del ámbito caribeño. La eterna comparación con los grandes enclaves de la cultura universal, frente a los cuales lo nuestro era pírrica fantasía.

«Ese fue el punto de partida, hasta que logramos abrir las primeras salas del Museo de la Ciudad. De entonces a acá, la historia es infinita».

¿Dónde reside ese sortilegio tan propio de La Habana?

«La Ciudad de San Cristóbal de La Habana, así proclamada por la carta de su Majestad el Rey Felipe II, expedida en el año de 1592, era ya conocida como “Llave del Nuevo Mundo y Antemural de las Indias Occidentales”. 

«Con frecuencia se elogia el diseño de una ciudad suavemente reclinada junto al mar. O se pondera su dimensión patrimonial. Ciertamente La Habana goza de una singular monumentalidad y de marcados contrastes; es un mosaico que nos permite acercarnos a una interpretación del mundo.

«Desde el punto de vista arquitectónico aquí están sintetizados los estilos imperantes en la que fuera metrópoli: el renacimiento y hasta el “remordimiento” español, la pincelada morisca, el gótico… Las pinturas murales, que todavía emergen debajo de las sucesivas capas con que fueron cubiertas algunas paredes añosas, son un resplandor de Pompeya y Herculano en La Habana.

«Como gustaba decir a Carpentier, cuando evocaba el fabuloso barroquismo, la sustancia ecléctica: “es un estilo sin estilo”. Quiere decir que esta es tierra de convergencia, de apertura, de multiculturalidad.

«Esa riqueza me llevó a comprender que no podíamos limitarnos a un período histórico determinado; que no solo lo pretérito, sino también lo moderno ha dejado una marca, una huella indeleble. Y por supuesto, está la gente, que da sentido a la urbe y permite refrendar la naturaleza inacabada de cualquier empeño cultural».

Otras antiguas villas del país han festejado sus aniversarios amparándose en las fechas primigenias. ¿Por qué esperar hasta ahora para la solemnidad del medio milenio de nuestra ciudad, cuando se sabe que el primer asentamiento corresponde a 1514?

«Asumo la responsabilidad de no haber conmemorado debidamente en el año 2014 el acto fundacional en la costa sur, en un punto aún indeterminado en la Ensenada de la Broa, según la certeza más íntima que solemnizaron generaciones de las pequeñas localidades de Melena del Sur, Batabanó y el Surgidero.

«Observé detenidamente las más antiguas y prestigiosas cartas de navegación y el señalamiento en el mapamundi que decora las galerías del Palacio Apostólico en El Vaticano. Con idéntica avidez, en la Biblioteca Marciana o en Sevilla, donde se conserva en su archivo la memoria escrita de las Españas americanas, intenté precisar el lugar exacto. Todo ello por considerar, quizá pragmáticamente, que la villa real y tangible estaba aquí, junto al viejo árbol cuyas astillas en un pequeño cofre con anotaciones de su puño y letra me recordaba haber recogido, en medio del frenesí de hachas y serrotes el 18 de mayo de 1960, la eximia poeta habanera Dulce María Loynaz, quien además de ser mi amiga querida, fue para mí “la voz de Clío”.

«Nos debe por tanto la arqueología, el hallazgo del sitio preciso donde se detuvieron los expedicionarios de Pánfilo de Narváez y Fray Bartolomé de las Casas para colocar la Cruz del campamento, la cual debió dejar obligatoriamente una huella entre el fuego de sus hogueras o en los sepulcros de aquellos que no pudieron continuar el camino. Fue por ello que durante mucho tiempo recomendé a las máximas autoridades del Gobierno en la capital apuntar al año 2019, cuando hemos ingresado en el quinto centenario de su asiento definitivo junto al puerto de Carenas.

«En esa espera transcurrieron años, tiempo este en que, mientras tanto, tratando de ser fieles a mi predecesor de feliz memoria, nos consagramos con abnegación a perpetuar la memoria de La Habana, asumiendo a la Villa de San Cristóbal como el precedente de la bella ciudad en que hoy disfrutamos».

Y en cuanto a lo cubano, ¿por qué ese afán de rescatar todo aquello que remita a los albores, a la idea de nación?

«He sido partidario de restituir los símbolos, porque creo firmemente en ellos; en su valor exclusivo y en cuánto puedan allanar el camino para una menos imperfecta comprensión de la verdad: esa que reside en la conciencia de cada individuo. Y todavía soy capaz de poner mi mano sobre tales vibraciones…».

Transcurrido medio siglo, ¿cómo evalúa la gestión de la Oficina del Historiador?

«La Oficina del Historiador de la Ciudad no es más que un seudónimo de la nación y expresión de una voluntad política. Nos enorgullecemos de su nombre y declaramos que no ha sido autónomo capricho: fue preciso conjugar la capacidad con la voluntad del Estado.

«Gracias a mi tiempo, pude realizar eso que algunos llaman mi obra, apenas un destello de la obra mayor, que es la Revolución. Por encima de todo, tengo la satisfacción de haber podido ser leal a los postulados de Emilito. 

«Hay que ver el asunto de la restauración no solo desde los valores que ella implica, que son intrínsecos. Hablamos de ciudad habitada. Atendamos a lo que ha generado, a los reconocimientos que a nivel mundial han encomiado nuestro modelo de sustentabilidad. Ejercitemos la memoria. Más que constructivo, el nuestro ha sido un empeño cultural. La agonía mayor es lo que resta por hacer».

¿Cuál ha sido la premisa, lo que ha guiado sus pasos durante este tiempo ya largo?

«Reconstruir, restaurar, insuflar vida con energía, impulsar desde la Oficina una intensa acción cultural, solidaria, participativa, que fuera cual luz encendida en medio de un período histórico en el cual tantas han sido las urgencias y las necesidades de nuestro pueblo, tratamos de hacerlo con devoción y lealtad, rasgando con energía el velo decadente que caía cual pesado sudario sobre una urbe necesitada de inversiones económicas sustantivas, encabezando un proyecto descentralizado que fuera una expresión pública de la voluntad política del Estado». 

Tanto en Cuba como en otros países se ha hecho habitual, con cierta recurrencia durante los últimos años, la entrega de múltiples reconocimientos a Eusebio Leal. ¿Qué opinión le merecen?

«Te diré que los recibo con ardiente y momentáneo alborozo. Muchos años atrás, cuando en el camposanto camagüeyano descubrí la losa sepulcral de la ilustre familia Cisneros Betancourt, lo comprendí de modo inmejorable: “Mortal, ningún título os asombre. Polvo, y solo polvo cualquier hombre”. Desde ese día entendí que las veleidades son cosa efímera, por cómodo que sea sucumbir al elogio. 

«Tengo la sincera impresión de no haber hecho más que cumplir con el deber y el compromiso de la juventud de mi tiempo. En el bregar cotidiano he puesto, sí, todos los recursos de mis fuerzas, sin perder la brújula. Esta obra necesita de los esfuerzos y los sacrificios de todos cual si fueran un solo corazón y un alma sola. Por lo tanto, deben interpretarse los elogios y las felicitaciones como un elogio y una felicitación a la labor de muchos, y solamente en nombre de todos, los acepto yo gustosamente, para colocarlos, con profunda y verdadera humildad, al pie de la gloriosa bandera de Cuba, como símbolo de gratitud a nuestra madre amantísima, a la que todo debemos». 

Usted rememoraba la proyección institucional durante los últimos 50 años. ¿Cuál es el saldo en el orden personal?

«Pasaron los años mozos, la época dorada en que puse a prueba mi voluntad de andar y andar por las calles, con infinita pasión, poniendo siempre en cada cosa y en cada detalle el sincero empeño que ha de colocarse en lo que uno ama. El saldo ha sido el desgaste, sobre todo físico, pero tengo la certeza de que la obra de la Oficina del Historiador ha de trascenderme a mí, a ti y a todos. Tiene que perdurar más allá de nosotros.

«He sido un guardián de la memoria, y ese menester no concluirá, aunque reconozco que me faltarían otras vidas para conducir la faena de mis desvelos, la que ha consumido mis mayores energías. Sobreponiéndome al malestar e incluso al dolor, como llevado por una fuerza superior a mí, vuelvo de nuevo todos los días a la batalla».

Historiador, ¿con qué ojos deberían mirar esta ciudad quienes la habitan, independientemente de que sean o no habaneros?

«Con los del amor. ¡Cómo no admirar, con ojos deslumbrados, aquello que por derecho nos pertenece, que es sagrado y ha de permanecer intocable!».

¿Cómo piensa y cómo ve La Habana del futuro alguien que apuesta por el diálogo permanente entre pasado y presente?

«Tendrá que ser mejor que esta. Es legítimo que así sea. El deterioro es evidente; lo ha sido y lo es. Pero me aferro a la utopía, que es la máxima aspiración de aquel que no deja de soñar, porque significaría dejar de existir. Como sabes, la utopía no es, en mi caso, una tendencia a lo fantástico, lo vacío… Aprecio los fundamentos. Cuando te digo utopía me estoy refiriendo a la concreción de un ideal, a la realización de un proyecto.

«Hay que seguir cultivando el don de la imaginación. La Habana es un tesoro intemporal que nos concierne a todos: los que fuimos, los que somos y los que serán».

¿Y cómo quisiera ser recordado mañana por sus conciudadanos, principalmente aquellos que no vivirán «su» tiempo?

«Como un hombre que tuvo una iluminación personal que le indicó no cruzarse de brazos cuando otros fueron proclives al olvido. Un hombre que defendió con denuedo la unidad de la nación, como una perla de nuestra cultura. Alguien que ni siquiera en tiempos apocalípticos renegó del componente utópico, de ese sentido tan propio del espíritu romántico, absolutamente consciente de que, como suelo decir, la mano ejecuta lo que el corazón manda.

«Un hombre que no fue ajeno a las tribulaciones más tremendas, pero que supo remontar sus debilidades y hasta extravíos. En definitiva, un cubano que fue fiel a su sueño, ese que en gran medida pudo realizar, a expensas de laceraciones y vilezas, y sacrificando su vida privada. A fuerza de voluntad, porque fundar es fácil; lo difícil es perseverar».

A estas alturas, ¿teme al juicio futuro sobre su obra y su persona?

«“¡Tanto esfuerzo –se dolía Martí–, para dejar a lo sumo, como memoria de nuestra vida, una frase confusa, o un juicio erróneo, o para que lo que fueron montes de dolor parezcan granilla de arena, en los libros de un historiador!”… Pero consecuente con otra aspiración del Apóstol digo que no será mi nombre, miserable pavesa, lo que pretenda salvar, sino mi patria.

«Así que con la frente alta asumo el veredicto favorable y desfavorable, tanto de mis contemporáneos como de los que por lógica natural no vivirán mi tiempo. Aunque presumo que los cubanos del futuro habrán de juzgarnos sobre todo por lo que no hicimos».

¿Pudiera mencionar algo ajeno a su ser, o que le mortifique y le hiera?

«Bueno, podríamos hacer una enumeración excesiva, pero me ciño a tres conductas ante la vida que detesto: lo primero, la ingratitud. Qué mezquino aquel ser que olvide a los que una vez le tendieron la mano, o lo aconsejaron, o lo protegieron, a veces sin que lo supiera… Luego, la envidia. Hay que evitar las comparaciones estériles. Es fácil elogiar y acordarse de los que ya no están, porque no pueden defenderse; pero lo verdadero, lo extraordinario, lo grande, es admirar a nuestros contemporáneos, a los historiadores, a los artistas, a tantos grandes hombres de Cuba que seguramente tienen muchos más méritos que yo. Y lo tercero: la vanidad, a la cual hay que hacer renuncia pública, porque nada significa, nada sirve cuando uno está a las puertas de la vida o ante el umbral de la muerte. La vanidad no sirve, no ayuda, no construye». 

Con obstinada recurrencia, ante sus colaboradores –nuevos y viejos–, usted apela a la continuidad del proyecto. Pero a falta de cabeza visible muchos se preguntan: ¿y quién sustituirá a Eusebio Leal Spengler?

«Eso no lo sé, ni creo que alguien lo sepa. No me creo un elegido ni pienso que todo pueda reducirse a un liderazgo, ni a un modo de pensar y obrar. Gravita, desde luego, un principio de autoridad, pero ese hay que ganárselo en el bregar cotidiano. Más importantes son las convicciones.

«Lo sensato es continuar ese apostolado; no dejar que languidezca, no permitir que se eclipse. Por ello abrigo el anhelo de que, sin abrazar dogmas, otros sabrán proseguir la obra, inaugurarán nuevas sendas, imprimirán su carácter y levantarán su propio legado.

«Yo apenas me considero el mascarón de proa, por lo que más que individualizar el fenómeno, de identificar un sustituto, prefiero verlo en términos de continuadores, así, en plural. Los niños constituyen el germen de esa continuidad, si bien depende de los adultos que esta se anuncie promisoria. Tengo la certeza de que esos andan por ahí, deambulando por las calles, a la vuelta de la esquina».