Durante la noche hemos doblado los bancos de Bahama, y desde esta mañana navegamos blandamente en el Golfo de México. Todo ha tomado un aspecto nuevo. El mar no es ya un elemento terrible que en sus soberbios furores trueca su manto azul por túnicas de duelo. Hermoso, sereno, resplandeciente, como una lluvia de diamantes, nos mece con gracia y nos acaricia con placer. Cien grupos de delfines de mil colores se apiñan alrededor de nosotros, y nos escoltan, mientras que otros peces de alas de plata y cuerpo de nácar vienen a caer por millares sobre el puente del barco, y que vienen a festejar nuestra venida.

Hace algunas horas que permanezco inmóvil respirando a más no poder el aire embalsamado que llega de Cuba, tierra bendecida de Dios. !Salud, isla encantadora y virginal! !Salud, hermosa patria mía! Ya estamos en La Habana. Atravesamos sus muelles poblados de una multitud mezclada de mulatos y negros; los unos están vestidos de pantalón blanco, de chaqueta blanca, y cubiertos de grandes sombreros de paja; los otros llevan un calzón corto de lienzo rayado, y un pañuelo de color liado a la frente; los más llevan un sombrero de fieltro gris calado hasta los ojos, una faja encarnada prendida con descuido al costado. En todas partes hay letreros que dicen café, azúcar, cacao, vainilla, alcanfor, añil, etc, sin dejarse oír un momento las canciones y los gritos de aquellos negros que trabajan al compás de estrepitosos gritos marcados con pronunciadas cadencias.

Todo el mundo se mueve, todo el mundo se agita, nadie para un momento. Todo es aquí vida, una vida animada y ardiente como el sol que vibra sus rayos sobre nuestras cabezas.

Mercedes de Santa Cruz, Condesa de Merlin.

Tomado de Viaje a La Habana, París, 1842