Chucho y Leo en la espiral eterna.
No hay guitarrista que se respete que no incluya al menos en su repertorio una de las partituras compuestas por el cubano. Su serie de conciertos para ese instrumento son harto conocidos, interpretados o solicitados expresamente por artistas de la talla de John Williams, Costas Cotsiolis, Ichiro Suzuki, Julian Bream y Timo Korhonen. Pero sus inquietudes -las de un músico integral-, oficio -el pleno dominio de la técnica-, e imaginación -el alto vuelo de su sensibilidad-, le han conducido a entregar otras piezas memorables de idéntico carácter. Por citar dos obras emblemáticas de ese otro Brouwer, conviene conocer el Concierto para flauta y orquesta de cuerdas (1972) y el Concierto para violín y orquesta (1976).
Si a esto se añade una brillante trayectoria como guitarrista que transcurrió por tres décadas -fue comparado en su momento con el brasileño Turibio Santos, el venezolano Alirio Díaz y el propio Williams-, su labor al frente de importantes agrupaciones sinfónicas en España, Gran Bretaña, Hungría, Alemania, Francia y Cuba, sus nominaciones al Grammy y al Grammy Latino, su conquista en 2003 del Cannes Classical Award, su trabajo de orientación y estímulo a la generación de trovadores como Silvio Rodríguez y Pablo Milanés, su profusa obra para el cine y su vasto catálogo para diversas combinaciones instrumentales, una de cuyas joyas fue el doble álbum Homo ludens, grabado en el 2004, puede decirse sin exageración que el ideal musical de Brouwer es la totalidad.
Chucho Valdés (Quivicán, La Habana, 1941) reina en otra escala, la del jazz. Desde que sorprendiera a los cuatro años de edad a su padre, que era y es un gran pianista, frente al instrumento, no ha cesado de crecer como un músico excepcional.
En los inicios de los años sesenta formó parte de la orquesta del Teatro Musical de La Habana, creó su propio combo y se integró a la Orquesta Cubana de Música Moderna, hasta que en 1973 fundó Irakere, y ya fue el Chucho Valdés que conoció el mundo entero, entrevisto unos pocos años antes como una fulguración, cuando en el Festival Jazz Jamboree, de Varsovia, en 1970, la crítica advirtió su extraordinaria clase.
En Estados Unidos, la meca del género, se anotó un primer tanto decisivo al conquistar el primero de sus premios Grammy en 1979 con Irakere. Desde entonces fue considerado no solo entre los mejores pianistas de jazz, sino como uno de los renovadores del jazz latino. Como compositor ha sido pródigo en obras emblemáticas: Valle Picadura, Cien años de juventud, Mambo influenciado, Juana 1600, Bacalao con pan, Canto a Babalú Ayé y, en especial, Misa negra. Ha sido reconocido por diversas universidades en el mundo con Doctorados Honoris Causa.
¿Puntos de contacto entre Brouwer y Valdés? Muchos más de los que alguien pueda imaginar. Coincidieron en el Teatro Musical de La Habana, donde Chucho bebió de la temprana sabiduría de Leo en el oficio de la orquestación. En los comienzos del setenta, este último invitó al pianista a intervenir en el estreno mundial de una obra para quinteto de jazz y orquesta sinfónica, Arioso, dedicada al gran contrabajista norteamericano Charles Mingus.
Luego, en 1978, Leo y Chucho protagonizaron, junto a Irakere, uno de los más estremecedores sucesos musicales de la década, con un concierto en el teatro Karl Marx, de La Habana, donde versionaron el conocido Concierto de Aranjuez, del español Joaquín Rodrigo; el Preludio no.3, del brasileño Heitor Villa-Lobos; y un ragtime del norteamericano Scott Joplin.
Cuando Chucho grabó en el 2002 Fantasía cubana (Variaciones sobre temas clásicos) para el sello Blue Note, confesó que "para ese trabajo me reuní primero con Leo Brouwer; tenía que oír su criterio". Leo, a su vez, pensó en Chucho para abrir Homo ludens, dejándole entera libertad al pianista para que recreara libremente su Boceto no.2, una obra de juventud.
Tantas coincidencias tuvieron un momento cenital durante la primera ocasión en que se concedió el Premio Nacional de la Música en 1999: ambos compartieron el galardón más importante a la obra de una vida que se otorga en Cuba.
Ya en el plano de los gustos y hábitos personales, Leo y Chucho conocen y aprecian la cultura del tabaco, y no han renunciado, alguna que otra vez, a disfrutar del sabor, el olor y la textura de una breva cubana.
En especial Leo, quien como fumador solo consume habanos, es reconocido también por su enorme bagaje intelectual en la materia, y asegura que uno de los libros más influyentes para su comprensión del vínculo entre los procesos socioeconómicos y culturales en la formación de la identidad cubana fue Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar, de Fernando Ortiz. Leo también compuso en el 2003 la Fanfarria para el Hombre Habano que se estrenó en el Festival de ese año, donde además fue seleccionado como Hombre Habano.
Por su parte, a Chucho le maravilla el fervor y la sensibilidad de los buenos fumadores de puro. "Cada vez que me han invitado al Festival del Habano, ya sea para tocar piano, lo cual lo he hecho con tremendo placer, como para departir un buen momento con los delegados, me ha enriquecido espiritualmente tan hermosa experiencia". Leo suele detenerse a contemplar la levedad y la gracia del humo del tabaco. "Asocio ese instante a imágenes esenciales de la cultura cubana: desde la inteligencia y raigalidad de los cosecheros y torcedores, portadores de una tradición irreductible, hasta la neblinosa atmósfera que rodeaba al gran poeta José Lezama Lima, cuando aspiraba el humo con su respiración jadeante mientras urdía una de sus intrincadas metáforas".
Leo y Chucho. Chucho y Leo. Ambos avanzan con sus músicas por la espiral eterna de un modo de ser cubano que se afirma en su universalidad. Esa, en definitiva, es la mayor coincidencia de ambos genios.