El horizonte más cercano
Asumida la palabra horizonte como «línea donde parecen confluir la superficie terrestre y el cielo, observada desde cualquier punto alejado». Dicha referencia ha sido secularmente apreciada desde tiempos de la prehistoria indocubana, incluido, lógicamente, el litoral correspondiente al norte de la Villa de San Cristóbal de La Habana, que demarca las aguas del Mar de Las Antillas con la actual capital cubana.
A la importancia de este escenario natural se sumó la necesidad de un imprescindible malecón que sirviera de protección contra las inclemencias meteorológicas, al tiempo que devino bien pensado espacio de expresión para las más diversas espiritualidades. Resulta difícil imaginar este tramo de la llamada Llave del Nuevo Mundo carente de su largo muro, con algo más de 8 km de extensión.
Surgido de una inevitable relación entre la vecindad de las costas y el mar, de objeto de obra promovido desde finales del siglo XIX por fines de salubridad, fue erigiéndose en paradigma de urbanización hasta consolidar su multifuncionalidad social y cultural.
Inicialmente llamado Avenida del Golfo y luego Avenida Antonio Maceo, ya desde antes de su estudiado trazado topográfico fueron aprovechados los arrecifes o «diente de perro», pomposamente denominados baños, para que las personas fueran a refrescarse.
Los diferentes tramos o etapas en que fue construido, desde tiempos de la Intervención Norteamericana (1898- 1902) hasta bien avanzada la década del 50 del siglo XX abarcan hoy tres municipios: La Habana Vieja, Centro Habana y Plaza de la Revolución. Este extenso ámbito urbano, unido a su condición de vía circundante de localidades con alta densidad de población, un significativo conjunto de edificaciones de relevancia arquitectónica, histórica y social, al igual que por sus bondades paisajísticas, lo convierten en sitio particularmente emblemático para transitar y hacer gratas estancias. ¿Quién pudiera dudar que el malecón habanero constituye un gran banco para sentarse multitudes diversas?
Muchos similares podemos encontrar en el mundo, como el emplazado en la montaña Kronberg, cercana a la localidad suiza de Jakosbad, con extensión de 1 000 m; o el de la Treille, emplazado en el famoso Parc des Bastions, en Ginebra, Suiza, con sus 120 m de largo; o el de la ciudad inglesa de Littlehampton, con 324 m. Menos largo, muy originalmente atractivo y de depurada realización artística es el ubicado en el Park de Güell, en Barcelona, España, conjunto diseñado por el arquitecto Antoni Gaudi. Este originalísimo banco, creado por Josep Maria Jujol, bordea dicha plaza, a lo largo de 110 m.
El nuestro también acoge a millares de asiduos ocupantes con los más disímiles propósitos: descansar, caminar, recostarse, pescar (o al menos intentarlo), escuchar o ejecutar música; leer, dialogar o discutir; procurar pareja o alguien para compartir el tiempo disponible; beber, amar y soñar… Tan humanos actos, por lo general, se complementan con prolongadas miradas hacia un horizonte único, lo cual presupone pensar también en algo que comer.
De esa manera, no falta en la diariamente espontánea y populosa romería de caracteres que pululan a lo largo de este privilegiado vial, quienes ofertan socorridas mercancías que mitigan apetitos. Los vendedores ambulantes de alimentos se convierten en oportunos portadores de sencillas delicias, llevadas al alcance de la mano.
La comercialización de alimentos en la vía pública, coloquialmente llamada comida callejera, aunque no exenta de riesgos del orden higiénico-sanitarios, por deficiente manipulación e inadecuadas condiciones de conservación, no puede ser despojada de su representatividad como legítimo exponente de vernáculas tradiciones gastronómicas y de profundo arraigo popular, en su más autóctona manifestación: chicharritas (o mariquitas) de plátanos verdes, rositas de maíz, empanadas de viento, bocaditos, frituras, churros, galletas, turrones, helados, granizados, caramelos y chocolates, mayormente de manufactura artesanal.
Súmese a lo anterior varias ventajas prácticas como son los precios relativamente módicos, la rapidez del servicio y la inmediatez con que pueden ser consumidos, amén de mitigar, de manera expedita, los reclamos estomacales. No faltan muchos que anuncian sus ofertas a viva voz, como para no dejar olvidada la tradicionalidad de los pregoneros y abigarrar aún más el universo sonoro que converge en estas eclécticas congregaciones, que tienen lugar como desembarazado ritual de evocación al impredecible océano. Y a la vida.