Por estos días celebramos navidades y año nuevo, pero no todos saben que en la fuente de donde proceden esas y otras celebraciones (La Biblia) fluye abundantemente la comida y la bebida, principalmente el vino.

El fruto de la vid, en específico, desempeñará un rol importantísimo a través de toda la Escritura, a veces literalmente, gracias a la significación que desde entonces tenía en la mesa, aun dentro de los estratos más humildes (que como es de suponer, ingerían el más barato, pero de cualquier manera lo hacían sistemáticamente). Otras veces, aparece proyectando connotaciones simbólicas.

Ya en los capítulos iniciales del primer libro, el Génesis, se advierte oblicuamente sobre los efectos nocivos que acarrean los excesos: “…comenzó Noé a labrar la tierra, y plantó una viña; y bebió del vino, y se embriagó, y estaba descubierto en medio de su tienda”.

En el libro de Eclesiástico se lee: “El vino es vida para el hombre, si lo bebe con moderación. ¿Qué vida es esa donde falta el vino? Desde el principio fue creado para dar alegría. Alegría para el corazón, gozo y contento: eso es el vino bebido a su tiempo y con cuidado. Dolor de cabeza, amargura y deshonra: ese es el vino bebido con ardor apasionado. El mucho licor es trampa para el necio: quita las fuerzas y es causa de heridas”.

Ciertamente, el vino en sí mismo –o la copa donde se servía, o viñas y viñedos por donde comenzaba el proceso del cultivo– pudiera generar todo un estudio. Tanta incidencia tiene a lo largo de la Biblia, lo mismo en proyección literal que tropológica. En el primer caso, encontramos por ejemplo el uso que ya se daba al vino por sus propiedades medicinales.

El apóstol Pablo recomienda a su discípulo y colega Timoteo al final de una de sus cartas: “Ya no bebas agua, sino usa de un poco de vino por causa de tu estómago y de tus frecuentes enfermedades” (1ra Timoteo 5: 23)

Pero volviendo al Antiguo Testamento, cansados de vagar por el desierto una vez abandonado el esclavizador Egipto, los hebreos muestran su ingratitud, y lo hacen también apelando a la comida. El Señor había enviado aquel pan celestial, el cual era “como semilla de culantro, y su color…de bedelio”, que el pueblo recogía, “lo molía en molinos o lo majaba en morteros, y lo cocía en caldero o hacía de él tortas; su sabor era como de aceite nuevo” (Números 11: 7-8): el maná.

Ellos no solo se hartaron del alimento divino sino que olvidaron las penurias, los malos tratos y la humillación, y solo recordaron la abundancia en la mesa: “¡Quién nos diera comer carne! Nos acordamos del pescado que comíamos en Egipto de balde, de los pepinos, los melones, los puerros, las cebollas y los ajos; y ahora nuestra alma se seca; pues nada sino este maná ven nuestros ojos” (Op. cit, ibidem, cap 11: 4b-5) Y es entonces que Jehová envía codornices, las cuales precederían a un nuevo castigo por la maldad, la insatisfacción y la desobediencia. Los libros poéticos mantienen el protagonismo respecto a las imágenes que evocan manjares y bebidas. Algunos salmos acuden a esos recursos poéticos, principalmente los que emiten alabanza:

“Los dichos de su boca son más blandos que mantequilla” (Salmos 55: 21) “Clemente y misericordioso es Jehová. Ha dado alimento a los que le temen” ( Salmos 111: 4b-5)

En una de las habituales personificaciones de los Proverbios, tales elementos se asocian a los conocimientos y buen proceder que implica la sabiduría: “A los faltos de cordura dice: Venid, comed mi pan, Y bebed del vino que yo he mezclado” (Proverbios 9: 5) Ese precioso poema erótico, el Cantar de los Cantares, es uno de los pioneros en vincular asociaciones culinarias a imágenes del cuerpo deseado: “Porque mejores son tus amores que el vino” (…) “Sustentadme con pasas, confortadme con manzanas; porque estoy enferma de amor” / “Como panel de miel destilan tus labios, oh esposa; miel y leche hay debajo de tu lengua” (Cantares 1-7)

En el Nuevo Testamento no son menores ni menos ricas las referencias gastronómicas. Por ejemplo los milagros, sobre todo los de Jesús, siguieron vinculando con mucha frecuencia su naturaleza a lo ingerible: la transformación del agua en vino durante las bodas de Caná, la alimentación de miles –donde una cesta de cinco panes y dos peces se multiplicó hasta sobrar– o la maldición de la higuera estéril –cuando ese árbol fue incapaz de dar de comer al Maestro hambriento, por lo que fue condenado a no dar frutos nunca más– fueron algunos de ellos, según nos relatan indistintamente los Evangelios.

Las parábolas –que tanto empleara el nazareno para llevar su mensaje utilizando comparaciones sencillas, elementos palpables de la naturaleza (flora, fauna) o personajes y situaciones familiares, para un auditorio sin cultura–, abundan en elementos de la comida y la bebida. Empleando la pregunta retórica, que confería seguridad a su discurso, les cuestionaba quién daría a sus hijos “piedras por pan o serpientes por pescados”, y cómo era posible recoger “uvas de los espinos, o higos de los abrojos”.

Los parangones aludirían a la sal –que eran sus propios discípulos– al trigo, la mostaza, la levadura, y especialmente el pan. En este caso se trata de uno de los elementos más importantes dentro de toda la prédica cristiana. Recordemos que –junto con el vino y el aceite– era el elemento más importante de la alimentación en los pueblos mediterráneos.

Alimentos todos, especias e ingredientes que se siguen empleando hoy para confeccionar los más apetitosos manjares.

Por ello, cuando en estos días especiales de diciembre alcemos la copa o degustemos las delicattesens propias de tales celebraciones, recordemos que muchas de ellas ya aparecían condimentando o acompañando muchas páginas bíblicas.