Pensando el paisaje
Al historiar la pintura del siglo pasado en Cuba, una de las fechas de especial significación es la de enero de 1981. La exposición Volumen 1, organizada y curada por un grupo de artistas jóvenes, planteaba un cambio en su acercamiento al quehacer artístico. No es casual que uno de ellos, Tomás Sánchez (1948) hubiera ganado el año anterior el importante Premio Internacional Joan Miró, con el dibujo de un paisaje. Él habría de convertirse rápidamente en una de las figuras de mayor trascendencia en el ámbito de la producción pictórica, por sus “Crucifixiones”, sus “Basureros” y, muy en especial, por la riqueza incitante de sus paisajes. Si bien éstos estaban precedidos por los de un pintor de generación anterior como Carlos Enríquez (1900-1957), la existencia de un movimiento paisajístico en nuestro país se cifraba fundamentalmente en figuras individuales que respondían a estilos e intereses propios de su época.
Es necesario echar aunque sea un rápida mirada al género paisajístico en la pintura cubana para comprender el peso que pintores de diversas escuelas han tenido y tienen en nuestro panorama visual y cómo la paisajística cambia de proyección sígnica a partir de las últimas décadas del siglo pasado. Sin intentar cartografiar tal línea de expresión, los nombres de Esteban Chartrand (1840-1883), Sanz Carta (1850-1898) y Fernández Cavada (1831-1871) descuellan en tres vertientes paisajísticas de la pintura decimonónica cubana. Influidos respectivamente por la Escuela de Barbizon, la española realista y la estadounidense de la paisajística del Río Hudson, darán versiones propias de la campiña cubana de su época.
Los principios académicos se reiterarán durante décadas, con algunas figuras respetables en su quehacer paisajístico, notablemente Leopoldo Romañach (1862-1951) y Domingo Ramos (1894-1956) quien insistió durante años en una versión tradicional del campo natural del país.
Tal tradición, que por repetición mecánica llegó a convertirse en mero adorno superfluo (recuérdense los paisajes de los abanicos) y en producciones turísticas, fue vulnerada durante la irrupción de las iniciales vanguardias que introducen nuestros artistas a partir de la tercera década del siglo pasado. Los paisajes tendrán entonces vertientes notables, sobre todo la de la campiña que ya hemos mencionado, con el ejemplo sobresaliente de Enríquez, quien escribiera en 1943: “Me interesa la forma humana, el paisaje y sobre todo la combinación de ambos, pues todo hombre tiene su paisaje interior o exterior, del cual nunca podrá aislarse aunque místico”.1 Un interés bien diferenciado animó a Ernesto González Puig (1912-1988), quien insistió en sus series de Islas, imaginativas y de variado colorido. No cabe duda de que, al mencionar el término paisaje, es la versión pintada de la tierra la que acude primeramente a nuestra mente. (Baste recordar que en varios idiomas el término alude precisamente al país terrestre en el sentido de paisaje: landscape, paysage, landschaft, paisagem, etc.). En diversas culturas será múltiple y cambiante al ser la tierra vista (no sólo mirada) por un ojo receptor. De él dependerá la visión y la atmósfera que pueda establecer con el espectador receptivo. Una difícil captación de tal comunicación se plantea en las enseñanzas budistas, según las cuales la naturaleza entendida como traducción del alma cósmica en sus más altos momentos, plasma “la armonía del silencio”. Ecos de tal planteamiento pueden ser citados en el mundo conceptual llamado occidental, con referencia a las reflexiones de diversos pintores inmersos en lograr tal “armonía”. Para Teodoro Rousseau, fundador de la Escuela paisajística de Barbizon, la fluidez del aire es “el modelo del infinito”. Un siglo después, Tomás Sánchez, cuyos paisajes están pintados bajo el hálito de la meditación y la riqueza incitante de la reflexión, con razón se siente en sintonía con los pintores de la Escuela del Río Hudson, porque aquellos “pintaron la Naturaleza como una forma de adorar a Dios”. Tales afirmaciones, con siglos de diferencia y que he citado escuetamente, ponen de manifiesto el sustrato de profunda elaboración de pensamiento y creencias que vulneran lo llanamente racional; recorren culturas y épocas bien distanciadas en las cuales, sin embargo, puede hallarse un hilo conductor a través del tiempo y la distancia. El espacio y la maravilla de la Naturaleza se ofrecen a quien sabe ver: el pintor traslada su vivencia al lienzo, el espectador tiene la oportunidad de participar con él su propia lectura emotiva de la escena pintada.
Un acercamiento que ofrece ciertos puntos de contacto con estos planteos se hace patente en las palabras de Ania Toledo (1957) cuando en 2007 escribió, para el catálogo de una exposición personal, que “es en la naturaleza en la que más creo: es en ella donde veo la imagen del Cristo de todos. Sentir su presencia al contemplar los amaneceres, es también ver que no existen límites entre la poesía, la pintura y la vida”. En ese momento, Toledo usa a veces el formato de una cruz de grandes dimensiones, dentro de la cual ofrece la imagen de paisajes bien complejos, interrumpidos y, al propio tiempo, centrados por una cascada de agua, cuya límpida claridad alivia el tupido follaje de los árboles, las lianas y los bejucos. Esta etapa en la paisajística de Toledo está marcada por un uso muy particular de la gama cromática. Privilegiando el contrapunto del negro y el blanco, las tonalidades de azules matizan y a la vez acentúan el ritmo interno con el cual se desarrolla la escena. Las zonas de claridad se cifran en el horizonte que se ve reiterado por algún refulgente elemento de agua. Ésta puede ser una cascada identificada con el título de “Aguas bendecidas”, o bien una zona límpida que refleja los troncos tupidos de los árboles al “Amanecer”, o tener una dimensión mayor en el lienzo que deviene el “Espacio ideal”. En otras obras de similar corte, el “Arroyuelo” recorre en diagonal la composición de modo de llevar la claridad que asoma en un extremo de la composición hasta morir cerca del límite inferior contrario. En “Verde espiritual”, la luminosidad del agua siempre tranquila refleja, por una parte, los troncos de algunos árboles mientras establece un continuum con la claridad del espacio abierto en el bosque. En “Permanencia”, por el contrario, el agua continúa las áreas de sombra de la tupida vegetación que se recorta contra las luminosas nubes del celaje. Es significativo que estos óleos integren la serie Paisaje como ser, expuesta a finales del año 2002. Tal recurso se mantiene en la muestra Paisajes para siempre, organizada dos años después.
Debo apuntar algunos de los títulos, paratextos particularmente interesantes en el quehacer de esta artista de Cabaiguán: sobresalen “Unidad”, “Serena despedida”, “Renacimiento” y, sobre todo, “Preludio”. “Ceremonia matinal” y “Quieto remanso” son parte de su insistencia en el recurso agua-serenidad-claridad que origina y acentúa la concepción misma de estos paisajes. En “Esplendoroso origen”, “El salto luminoso”, “Evocación de una cascada”, “Aguas bendecidas”, el agua deviene una caída de agua clara que centra y, a la vez, es eco, del luminoso celaje. El agua, pues, es elemento protagónico en sus paisajes, bien como laguna o estanque transparente de marcada tranquilidad, bien como la catarata que corta simétricamente la tupida vegetación y crea un movimiento descendente de considerable fuerza.
Quiero, por último, mencionar otros elementos de relevancia en los paisajes de Ania Toledo. La claridad es contrapunto en el manejo de una gama umbrosa que refleja la meditación presente en cada pieza. Se siente la empatía de la artista al contemplar el paisaje para sentirse inmersa en él. Lo más profundo del ser, la evocación de sentimientos hasta entonces sumergidos, son evocados y llamados a la conciencia a medida que penetramos, llevados de la mano de la pintora, un paisaje cargado de múltiples significantes.
En ocasiones recientes (2007), Toledo se hace aún más presente en el paisaje. En “Eres tú” (de la serie Resurrección), por ejemplo, aparece en primer plano la figura corpórea de una mujer, que bien pudiera ser la propia artista. De pie, nos da la espalda pues ella también contempla (al tiempo que forma parte de), los reflejos en el agua inmóvil y los altos árboles que, sin embargo, no disminuyen la fuerza de su silueta. Esta introducción de una figura, especialmente cuando está colocada de espaldas a nosotros, ha sido un elemento relativamente frecuente en la paisajística pictórica. Pero si en algunas ocasiones su papel es el de establecer una relación espacial, ser “el soñador del charco”, o significar el carácter social de ese fragmento de campo, en el caso que me ocupa cumple un papel distinto. Siento que es otro elemento que, en los pinceles de Ania Toledo, nos conmina con su compañía, de la mano de ella, a penetrar en el campo virgen de modo de hacernos partícipes de una sensación que va más allá de la mera, grata contemplación de un lienzo pintado.