Yoan Capote. Razones de los sentidos
¿Acaso no acabará nunca la lección Duchamp? Cuando menos se la espera, entra por un lugar imprevisto –una ventana, por ejemplo– “otra vuelta de tuerca” de esa inspiración prácticamente infinita para el arte desde hace un siglo. Así, se ha establecido en escena un joven escultor con formación de pintor y de práctica artística versátil, procedente de la región más occidental de la isla de Cuba.
Su camino parecía seguir la misma sensibilidad de Los Carpinteros. Pero en cuanto tuvo su primera maduración de poética, fue evidente que Yoan Capote se afiliaba, entre otras cosas, a un sensualismo que el famoso dúo no contemplaba como necesidad expresiva. Su trayectoria de una década ha estado atenta a las lecciones de Dadá, del Surrealismo, del Pop y del Minimalismo, aderezado todo ello por un fortísimo instinto de los materiales y una vocación de estirpe conceptual. Un cubano típico, se diría, por la apertura desinhibida hacia muy variadas fuentes.
Capote comienza a trabajar a finales de los noventa y sus obras comparten ciertas cualidades comunes a algunos creadores ya establecidos en esos años y a otros que la crítica actual está llamando “generación 00”.1 Me refiero, particularmente a que Capote blande un tranquilo desentendimiento sobre los asuntos de la identidad y la pertenencia, las que han sido, sin lugar a dudas, notablemente importantes para la cultura insular. Ni siquiera se ha tomado el trabajo de reaccionar dramáticamente hacia la identidad; ha preferido mirarla de soslayo, curioso y condescendiente. No arrastra, por tanto, ningún complejo de culpa. Capote dormirá esta noche en cualquier sitio, se las arreglará para comunicarse en no importa qué lengua, y derrochará su encanto de bavard perseverante.
Típico creador formado en la dureza de los años noventa cubanos, este artista hace gala de cosmopolitismo, y la globalidad, a estas alturas, le va pareciendo un chiste confortable. Su nación es el planeta; su identidad, la especie humana. Y lo ha decidido con cierto atrevimiento pero también con aplomo y tranquilidad.
Practica, de esta suerte, un juego similar al de Gabriel Orozco: no se sabe, a ciencia cierta, dónde está lo mexicano y dónde lo universal. O acaso no interesa en absoluto. Típico también, digamos, de esa soltura con que los “pueblos nuevos” –al decir de Ticio Escobar– pueden doblar la página de las sempiternas ascendencias y romper el discretísimo tomito donde cabe la genealogía familiar. Capote ha dejado tranquilo el árbol genealógico; lo tiene como un bonsái, diminuto y bello, en una repisa de su casa.
La llave con que Capote abre las puertas y pretende seducir al mundo es la del sensualismo. Escultor de inmenso instinto sensorial, sus obras pueden no sólo verse, sino tocarse, oírse, degustarse y hasta olerse. A veces nos relacionamos con ellas directamente, mediante un solo sentido, y otras muchas por mecanismos de sinestesia. Pero en la mayoría de los casos las obras están diseñadas para excitar varios sentidos a la vez. Son sucesos cotidianos en sus exposiciones, unas palabras que exigen ser escuchadas, la forma misteriosa de una superficie que se ofrece al tacto, un aroma particular que despierta imperiosamente nuestro olfato, o un surtidor de vino que se concede al paladar. Atrapados en mecanismos vitales, quedamos a merced de sus sibaríticas intenciones. Y a pesar de la recurrencia y profundidad con que esta característica se despliega en sus trabajos, Capote es un falso epicúreo. Por mucho que nos tiente, por mucho que parezca que todo se resuelve allí en el sensorio perceptible, en la satisfacción de los deseos; por más que nos muestre toda la inventiva y el esplendor de su métier y nos seduzca con sus habilidades, este escultor halla su verdadero sustento en el análisis de los estados emocionales del hombre. Un epicureísmo encubridor es el ejercido por Capote porque, en realidad, siempre deja claro que no reduce la interpretación del mundo a lo que nos informan los sentidos. Muy por el contrario, el artista se ocupa de relacionar meticulosamente muchas sensaciones con estados sicológicos específicos, confiriéndoles a éstos una dimensión simbólica concreta. Sus esculturas hablan de la obsesión, el miedo, la violencia, la paranoia, la incomunicación, el deseo, el amor, las ansias de poder, la neurosis… En otras ocasiones, nos remite directamente a conceptos que son suministrados, principalmente, por los títulos con que designa sus piezas. Así, “Stress”, es el fuste de una pilastra exenta hecha de concreto donde el bruxismo es escogido como encarnación máxima de las tensiones humanas. Lo hace subrayando el acto de apretar mandíbula contra mandíbula, diente contra diente, tal y como hacemos los mortales durante el sueño en ciertas noches de agonía. Entre las secciones de cada uno de los cinco tramos de concreto que con su peso simulan los rigores de la vida, están engastadas cuatro líneas horizontales de dentaduras humanas fundidas en bronce, copias de las verdaderas que el artista recopilara en una clínica dental. En esta columna de base cuadrada, sobria, casi minimal, resultado de un bruxismo poco menos que colectivo, se condensa una eficiente imagen de sobrecarga extrema, de límite de lo soportable, de equilibrio a punto de ceder. Hay una peculiar manera de ofrecer tanto la noción misma de stress como sus manifestaciones concretas en una única pieza. La fusión de esos dos planos, sensorial y conceptual, asegura la fuerza de la escultura. El momento más importante en sus obras es aquel en que Capote proyecta en un objeto un estado mental; la hora de encarnar una pasión, de traducir al plano de lo concreto-sensible una estación de la siquis. En ese momento se pone al descubierto toda la ingeniosidad de su simbolización, la inteligencia para hallar la clave del concepto, así como la tremenda humorada que su visión sostiene. Porque, a pesar de incursionar en la siquis –ámbito tradicional de la pintura de introspección o, en otra vertiente, espacio asumido por los surrealistas en la exploración del subconsciente–, no hay excesos de dramatismo en su “Locura”, ni en su “Stress”, ni en su “Paranoia”. Las pasiones no le provocan martirios ni romanticismos. Más bien le suscitan una mirada de emociones contenidas que se combinan con una operatoria analítica, casi perpleja, como de alguien que disecciona un asunto y puede encontrarlo incluso ocurrente. Parecería que Capote modificara en cierto grado la tradición surrealista. Como el niño que juega con un artefacto y lo desarma hasta romperlo, curioso de su mecanismo de funcionamiento, así este artista parece querer desentrañar los dispositivos de una obsesión o de un estado síquico cualquiera. Necesita saber cómo actúan las emociones; qué hormona, por ejemplo, se libera con el miedo o con una excitación sexual; qué sensación táctil nos conduce a un sabor o cómo son los mecanismos sicofisiológicos de determinado stress. Un biologicismo sostenido en su observación de las emociones provoca esa neutralidad de su mirada.
Junto a estas esculturas, pegado a ellas, está el cuerpo. O partes del cuerpo, o huellas y emanaciones del cuerpo, o el resultado de sus acciones: un cerebro en “Mente abierta”; una cabeza en “Locura”; mujeres arrodilladas en “Parque prohibido”; genitales en “Racional”; narices en “El beso”; hormonas y neurotrasmisores en “Feromonas, Endorfinas”, y en “Dopamina”… El cuerpo como espejo de la cultura con sus respuestas biológicas, sicológicas y sociales. El cuerpo con sus experiencias físicas y éticas. El cuerpo humano como cuerpo social. El cuerpo humano (“Mac Luhano”) con su prolongación en los objetos. El cuerpo humano en su historia. ¡Asombroso antropomorfismo escultórico en la era del video! Y en esto Capote es un seguro artista de hoy: no le teme a la tradición. Ha superado el desdén moderno por la acumulación de la herencia cultural, ha ido más allá del prurito de la recurrencia y se sirve de la memoria cultural como de cualquier otro plato del banquete. También se encuentra más allá del popular citacionismo postmoderno. Está emplazado a una distancia de la tradición en la que la libertad tiene la última palabra. Es, frente a ella, todo lo difícilmente libre que podemos ser.
Pero a veces la historia salta inaudita e inesperada durante el proceso de investigación en su arte. Mientras trabajaba la pieza “El beso”, compuesta por un conjunto de narices fundidas en bronce de las que emanan fragancias específicas, era consciente de que Rodin estaba inspirando toda la empresa con su famosa escultura homónima, poderosa apelación a la pasión desde la piedra. La instalación de Capote sería una especie de homenaje al gran clásico de la escultura. Sin embargo, deambulando por las salas de arte colonial del Museo Nacional de Bellas Artes, en La Habana, Capote repara en un interesante cuadro de Víctor Patricio Landaluze2 fechado hacia el último cuarto del siglo xix. En una pequeña pintura, un esclavo doméstico negro se inclina, plumero en mano y en la soledad de la habitación de los amos, para besar la cabeza esculpida de una dama blanca. Este episodio, común en el costumbrismo del pintor vasco y derivado de sus convicciones esclavistas, hace reflexionar a Capote sobre las connotaciones sociales y raciales del acto de besar. Lo que al principio era una mirada hacia el impresionismo de Rodin se amplía con nuevos puntos de vista procedente de la tradición pictórica cubana y, particularmente, con un análisis de posibles implicaciones sociales, raciales, antropométricas, fisiológicas y culturales del beso.
Capote se lanza entonces a una carrera de razonamientos y experiencias que densifican su proyecto original. Estudia, por ejemplo, la anatomía de negros, asiáticos, nativos americanos, caucásicos, etc. para obtener un repertorio de narices que se va expandiendo hacia toda raza. Se asombra, asimismo, al acercarse a los experimentos nazis, en su demente búsqueda a todo trance de patrones antropométricos que sustentaran la existencia de seres superiores. Estas observaciones lo hicieron reconducir su idea hacia la fundición de narices de disímiles tipologías humanas. Quería que públicos también diversos se acercaran y olieran las fragancias escondidas en ocultas esponjas, y ensayaran un beso sinestésico acercándose a la nariz que les pareciera más apetecible o a la promiscuidad de todos los besos prometidos por el conjunto. Ensayar un beso burlando, por una vez, nuestros prejuicios raciales, nuestras fobias antropométricas, nuestras inhibiciones sexuales, nuestros desdenes sociales. Un beso especial, ciertamente. Un beso que nace en las fosas de la nariz con el olfato –acaso el más erótico de los sentidos– y se traslada con el tacto a la estación colindante de los labios, para recalar finalmente en la misteriosa cueva gustativa que es la boca. Un beso fisiológico al que somos invitados. Un beso de curiosidad en la algarabía de una galería de arte: un beso público delante del público; un beso-performance con el accionar de todos. Un curioso beso que surgió para analizar dónde empieza exactamente la pasión. Un beso que era en principio un homenaje a Rodin. Un beso que encontró por el camino el discurso racial de Landaluze y se abrió al espacio de las diferencias étnicas. Un beso público para el público visitante. Un beso asombrosa e inesperadamente revelador de comportamientos sociales. Un beso finalmente performático. En otras obras se advierte un proceso similar de intervención de la historia del arte. Y es que, mientras perfila una pieza, Capote busca retrospectivamente cuáles pueden ser los puntos de contacto con ciertas poéticas antecesoras. De esta manera, el artista se encarga de crear una filiación histórica y conceptual dentro de la cual puedan interpretarse debidamente sus obras. Esta intención se suma sutilmente a los propios enunciados de las piezas, las cuales pueden crear, de este modo, relaciones con esculturas tan notables como las de Brancusi, Louise Bourgeois, o los cubanos Teodoro Ramos Blanco, Kcho, o el propio Landaluze.
Existen incluso asociaciones en las que el artista no ha reparado conscientemente. Parece obvio, por ejemplo, que desde Osneldo García no había surgido en la Isla un escultor tan apegado al trabajo de los metales, tan imbuido de sensualismo y tan ingenioso en la construcción de sus aparatos como Capote. Osneldo, la figura más importante de la escultura erótica en nuestro medio, parece revivir en piezas como Traganíquel o Huéleme, donde un mismo sentido del humor conecta a ambos creadores.
Hay otro ejemplo notable en una de las producciones recientes del artista: la serie Isla, de 2007. Surgida como especie de continuación de la serie Sex-appeal, en la que comenzó el trabajo con anzuelos de pesca, Capote ha proyectado este conjunto de pinturas-esculturas como una serie de paisajes marinos prácticamente idénticos. A la distancia son sólo marinas, marinas tranquilas, convencionales, de seguros horizontes. Marinas que se filtran entre el amor por la pintura que siente este escultor. Portan con donaire un enmarcado elegante, digno de alguna renombrada galería. Se adornan con placa de bronce donde estampar título y fecha junto al glorioso nombre del artista. Marinas comme il faut, evidement. Marinas de la tradición. Marinas como tributo (inadvertido) a Romañach,3 el pintor del colorismo en la Isla, Maestro de maestros. En el conjunto se representa la misma vedutta con idéntica atmósfera de pintura clásica. Todos los cuadros mantienen la línea del horizonte a la misma altura, dimensiones similares y técnicas idénticas de óleo sobre madera. La forma ideal de disfrutar de estas piezas sería desplegarlas por todo el perímetro de una galería en cuyo centro se ubicase un telescopio. Algo como para sentirnos en altamar. Algo como para sabernos aislados y atisbar a la distancia. La pieza está hecha para sentir la seducción del mar. Desde lejos se observan las superficies apaisadas de cielo y mar divididas por el horizonte. Nada más aparece en estos cuadros: ni barco, ni hombre, ni bandera. De cerca, los cielos son pinceladas poderosas, empastadas, yuxtapuestas, mezcladoras de luces, sabias en sus texturas como las de un Francesco Guardi:4 de cerca los cielos son alucinantes. De lejos el mar es oscuro, acerado, pautado de olas pequeñas. Pero de cerca el mar es un tenebroso mundo de anzuelos. Cientos de anzuelos, miles de anzuelos hacen las aguas, imitan su vaivén, duplican su peso vibrante e incalculable. Cuando comenzamos a darnos cuenta de que este mar es un verdadero equívoco, que ningún artista tiene derecho a engañarnos de ese modo dibujando olas con ganchos de hierro, empezamos a sentir el olor del mar. Los anzuelos han traído la ilusión de la sal y, al mirarlos detenidamente, han empezado a desatar sus historias particulares de agonías, migraciones e impedimentos. Estamos solos sitiados por el mar y los anzuelos están ensangrentados. Miles de anzuelos afilados, dolorosos ya en nuestra carne, nos aterran en la inmensa superficie acuosa y despoblada. El cielo pastoso, contumaz y denso, se cierne sobre nuestras cabezas como colofón de soledad. La pieza está hecha para sentir la seducción del mar y de sus veleidades. La forma en que Capote ha torturado los materiales, aplastando el acero de los garfios por sobre el soporte de madera, realza una gestualidad a la vez escultórica y performática. El espectador debe rozar estos anzuelos ensangrentados, oprimirlos levemente tal vez, sentir lo que sería si…
Entre el arte público, el performance y la intervención del espectador se debaten la mayoría de las obras de Yoan Capote. Curiosa mezcla para un escultor-instalador-dibujante-pintor. Hay un manifiesto interés por reconstruir colectivamente la experiencia privada del artista, de salir del cerco individual y sentir con los otros. También de analizar las reacciones grupales y nutrirse de ellas. Porque es parte de ese interés en lo social que ha renacido en Cuba luego de algunos años de repliegue. Y por esta vez el centro se ha desplazado de la crítica social –que fuera el eje de gran parte del arte cubano contemporáneo– hacia la experimentación sobre la nueva escucha de voces. Voces que hablan en pluralidad de tonos y lenguas, voces que representan irrepresentados, voces enunciando las que fueran hasta ayer impronunciables contingencias.
Seducido él mismo por la riqueza de la escultura, devorador hedonista de materiales clásicos, admirador y estudioso de la pintura tradicional, constructor de probada ingeniosidad, Capote está obligado a actuar en la inteligencia del contexto artístico cubano. Y ha escogido para abrir su brecha, entre el sendero del género humano, aquel que reúne en un todo la extraña y siempre asombrosa mezcla de siquis y biología, esa mezcla que iguala a los hombres de todas las razas y todas las lenguas. La universalidad de su obra garantizada en nuestra consistente unidad sicobiológica.
Pero Capote no puede explayarse en un nuevo romanticismo o en clasicismos insostenibles y practicar ese arte de la tradición que tanto admira. No serán ciertamente las marinas de Romañach las que vengan a presagiar los mares de esta tarde, ni los besos con sabor costumbrista de Landaluze quienes traigan los comentarios raciales de actualidad. Capote tiene que demostrar que domina esa tradición, que puede con ella, que logra colocarla subliminalmente en sus piezas o convertirla en reservorio de ligerísimas insolencias. Capote tiene, además, que contar con el espectador haciendo su experiencia hacia afuera. Porque es la experiencia y la voz del espectador quien ha subido de rango en la Isla de hoy. Y quién sabe si en el mundo, y el artista confía mucho en su fuerza para dirigirse a todos, en mostrarles su Mente abierta, u ofrecerles un nuevo retablo del Jardín de las delicias, donde –¡esta vez sí!– prometemos racionalmente no dejarnos seducir por las trampas que nos tiendan los sentidos.
La Habana, julio 2008