Composición No. 20, 1986 Collage Madera Colección Museo Nacional de Bellas Artes Chile / Collage WoodChile’s National Museum of Fine Arts Collection
S/t, 1990Acero, espejo y acrílico100 x 100 x 32 cm Steel, mirror and acrylic

Para Matilde Pérez (Chile, 1920) se llega al arte sólo si se sabe “llegar” en la vida. Noventa años vividos y una carrera todavía activa, demuestran la veracidad y convicción de su statement. Pero no sólo es un statement artístico; era y es una actitud ética y una voluntad de existencia.

Para Matilde se es artista porque sí, sin más justificación que la de querer coger un pincel y pintar. Sólo con este argumento y siendo ya una mujer madura, con una carrera respetada en su país, partió en 1960 a París, a descubrir las nuevas corrientes pictóricas europeas. Dejó toda experiencia atrás y cambió su horizonte plástico concreto por una nueva visualidad, más dinámica y lúdicra, pero riesgosa: el cinetismo.

Aunque legitimado y expandido por Europa, y acogido en América Latina por Venezuela y Argentina, el arte cinético como movimiento coherente nunca se desarrolló en Chile. En la década del sesenta el arte chileno se debatía entre el informalismo –defendido principalmente por el grupo Signos, integrado por José Balmes, Gracia Barrios, Alberto Pérez y Bonati–, y por la tendencia abstracto-concreta representada por el grupo Rectángulo (1955) con la figura de Ramón Vergara Grez a la cabeza. Matilde que pertenecía a este último grupo, se había separado de él por considerar que habían llegado a un punto de estatismo formal y conceptual.

Su estancia en París, su relación con Vasarely, Le Parc y el Groupe de Recherche D´Art Visuel (GRAV) le alentaron a introducir en su obra las nuevas investigaciones cinéticas a través del uso de materiales superpuestos como la madera, para crear ilusiones ópticas con texturas y relieves. Matilde había descubierto un nuevo y acertado camino en su obra que no estaba dispuesta a abandonar. A su regreso de París, en 1962, y con todas estas nuevas propuestas, tendría que enfrentar la incomprensión y rechazo de la comunidad artística chilena hacia el cinetismo. Se le tildó burlonamente de artista hacedora de ampolletas y en algún que otro titular conservador podía leerse: “Esas máquinas y signos infernales…”1

Aun con la crítica ignorándola o rechazándola, continuó trabajando bajo los criterios del nuevo movimiento. En 1970 volvió a París y pudo completar sus estudios sobre el cinetismo. Es en este momento cuando introduce movimiento real y luz a sus obras, adquiriendo un carácter más objetual y dinámico, que incluía, además, la participación activa del espectador.

En 1975, nuevamente en Chile, logró apoyo de alguno de sus colegas de la Escuela de Diseño de la Universidad de Chile, de la cual era profesora, y fundó el Centro de Investigaciones Cinéticas, una suerte de taller libre cuya experiencia duró poco más de un año. Otra vez las intenciones de Matilde de lograr introducir el cinetismo a las poéticas nacionales se veían frustradas.

Por cuatro décadas aproximadamente se mantuvo así, casi en el anonimato, creando para sí misma. Su obra vivió una suerte de auto-encierro y hoy lo demuestra el hecho de que la mayoría de sus piezas, las más valiosas por cierto, se encuentren colgadas en las paredes de su casa en Santiago de Chile. Aun cuando las obras de Matilde se cotizan en altas sumas en el mercado y subastas internacionales, y los museos y colecciones públicas comienzan a darse cuenta del gap histórico que constituye no poseer “un Matilde”, ella se niega a dejar ir esos “hijos” rechazados por tanto tiempo.

Así llegó Matilde a La Habana, casi con sus obras bajo el brazo. La Galería Latinoamericana de la Casa de las Américas se convirtió en su temporal “sala de estar” para que, por primera vez, el público cubano disfrutara de sus piezas, pero ante todo para que la conocieran. Desde 1984 la obra de Matilde Pérez no había sido mostrada de manera personal fuera de Chile y menos en una exposición tan abarcadora.2

Cinética, título de la exposición en Casa, permitió conocer a una artista consecuente con una forma de vivir muy particular que trasladó a su obra. Se aferró al cinetismo aunque no la apoyaran, porque lo consideró el camino más acertado y eficaz para romper con el tradicionalismo pictórico nacional y dotarlo de una nueva visualidad multidireccional y móvil. Matilde no tiene teorías ni reglas matemáticas; una sensibilidad natural por las formas puras y el color, y una agudísima intuición de la lógica del plano y la percepción son sus herramientas de trabajo.

En Cinética se puede ver una evolución, no sólo de la carrera de una artista, sino del proceso de creación de una obra. El estudio de cálculos en un boceto, el dibujo primario y luego como colofón el objeto final, completan el ciclo de vida de una pieza que puede ser estudiada aquí detalladamente. A Matilde no le importa revelarnos su secreto, muestra sin prejuicios todo el proceso que ha seguido: “adelante, ¡cópialo!” parece decirnos. Al final, de eso se trata: el cinetismo es una experiencia que hay que sentir y mientras más nos comprometamos, mejor.

Siguiendo este proceso la artista decidió dejar una obra en Cuba para que pasara a formar parte de los fondos de la colección de arte de la Casa de las Américas; pero con una condición, “yo les doy el boceto y ustedes lo ejecutan”. Nos convirtió a todos en creadores de una manera u otra, y como en aquella experiencia de 1975 con su taller cinético, fue conformado un gran lienzo a partir de un boceto de 1971, ejecutado por un grupo de estudiantes de arte de la Academia de San Alejandro en La Habana.

El boceto de la obra, sin título como la mayoría de sus piezas, representa uno de los motivos más trabajados por Matilde: la relación óptica-geométrica que surge entre el rombo, el cuadrado y el círculo. Ligeros desplazamientos de las figuras, casi imperceptibles, crean una espacialidad compleja de lograr ya sea en una pequeña serigrafía de 80 centímetros como en un gran lienzo de 3 metros. El dominio de la profundidad del campo, un color acertado junto a otro son los ingredientes indispensables; el resto queda al espectador. Es precisamente a este último al que paradójicamente le tocará la parte más “difícil” de la exposición: aprehenderla. Ramón Castillo, curador de la muestra y uno de los más serios investigadores de la obra de Matilde lo calificó en una ocasión como arte de paciencia, y tiene toda la razón. Si estás apurado, te pierdes la esencia de su obra. Requerimiento difícil para el público contemporáneo, que no tiene tiempo, que mira sin ver, que intenta y cree captar el sentido de una obra sólo con pasearse escasos minutos frente a ella. Para entender a Matilde debes esperar a que la pieza se comunique contigo, debes esperar a tener suerte y que la obra quiera trabajar para ti; que funcione justo cuando le pides. Sus obras viven el mismo tempo que la artista. Como ella, tienen achaques, van lentas, pero precisas.

Luego viene la sentencia: te gusta o no te gusta; pero eso no le importa a Matilde Pérez. Si logró que te detuvieras y contemplaras por el tiempo necesario, se habrá cumplido su objetivo, porque al final ella no demanda de ti mucho más. No le interesan los elogios ni los reconocimientos.

Una vez desmontada la exposición, sus obras –antes relegadas por la crítica y hoy pródigas en halagos– volverán a la sala de su casa, su lugar natural, para ser disfrutadas como le gusta a ella, de una manera personal.