Antonio Martorell. Lo quiero todo, y todo el tiempo
Antonio Martorell es un asiduo visitante de La Habana, ciudad donde confiesa haber encontrado nuevas confidencias y estímulos para su vida y carrera artística. Hasta el momento ningún compromiso de trabajo, e incluso ninguna regulación migratoria, lo han hecho desistir de las invitaciones realizadas por Casa de las Américas o algún amigo entrañable de la Isla (la profesora e investigadora Yolanda Wood y la fallecida grabadora Belkis Ayón han sido dos de las figuras privilegiadas en ese vínculo). Lo conocí en uno de los viajes que hizo a la capital, a finales de la década del noventa, convocado a impartir un taller en la segunda edición del evento de grabado La Huella Múltiple. Yolanda Wood fue quien nos presentó y ofreció su casa de Cojímar para llevar a cabo la entrevista. Tan entusiasmada estaba por aquellos días con la presencia de Martorell en Cuba y la posibilidad de dejar testimonio de su inusual acción plástica en el Cementerio de Colón que, en varias ocasiones, intervino en nuestro diálogo y sugirió el enfoque de determinados temas. En aquel encuentro iniciamos una conversación sobre su trayectoria artística que ahora he decidido retomar, aprovechando su presencia como invitado especial a la X Bienal de La Habana. Algunas preguntas y respuestas ahondan, como es lógico, en hechos relacionados con su participación en La Huella Múltiple y sobre temáticas recurrentes en su obra; pero en el trasfondo de todas subyace la intención de remarcar las concepciones artísticas e intelectuales de uno de los grabadores más importantes de América Latina y el Caribe, concepciones que no sólo se han mantenido íntegras con el paso del tiempo, sino que además se han enriquecido.
¿Martorell, a qué se debe esa decisión suya de realizar una acción artística en el Cementerio de Colón? Siempre he sido amante de los cementerios. De niño, me llevaban a ver las tumbas de los abuelos, el lugar era muy bonito, había tumbas blancas, flores de colores… Los cementerios son de los pocos sitios callados que hay en el trópico. Siendo ya un adulto, los frecuentaba tratando de establecer historias, recuperar memorias, o descubriéndolas, porque Puerto Rico es un país donde se niega la historia. Por ejemplo, visité el viejo cementerio de Santa Magdalena, en San Juan, que está entre las murallas y el mar. Allí todo es blanco excepto las banderas, y están enterrados mayormente los patriotas y personajes ilustres. En ese cementerio las banderas son las que relatan la historia: están las banderas de Lares, banderas de nuestras luchas contra el imperio español, la bandera más reciente, que es la misma que la cubana pero con los colores invertidos. Tú ves esas banderas que van con el tiempo deshilachándose, los colores mareándose, y tú sabes qué patriotas se enterraron antes y cuáles después, sin tener que leer las lápidas. Es un cementerio que a mí me fascina. He tenido que ir allí a entierros múltiples de gente muy querida. Es, para los independentistas puertorriqueños, un cementerio vivo donde agonizan las banderas. El cementerio como memoria, como arte, siempre ha estado bastante presente en mi conciencia. Cuando la crisis del SIDA estuvo en su apogeo inicial, en el año 89, y se comenzó a crear una conciencia de resistencia y combatividad, yo me apropié del cementerio como instrumento para señalar lo democrático de la muerte. El tema del SIDA estaba entonces muy estigmatizado, formaba parte de las cuatro h: homosexuales, hemofílicos, heroinómanos y haitianos, y dije no, la muerte es toda una, nuestros muertos tienen la misma categoría y merecen los mismos homenajes. Utilicé la muerte como un comentario a la vida, a partir del presupuesto de que no hay que esperar a la muerte, que es en vida donde todos tenemos que ser considerados. Hice una ambientación que es afín y a la vez muy diferente a la que he hecho en el Cementerio de Colón. Aquella se llamaba sementerio, con s, con s de semen. En aquella ocasión invertí muchos de los órdenes, el piso estaba alfombrado con una lona pintada como si se tratara de un cielo estrellado, diurno y nocturno. Había una cerca de encaje negro donde los nombres propios de los muertos estaban hechos con escarcha; daba una impresión festiva, casi cabaretera. Había un portón tallado en madera, que todavía tengo en mi casa, también hecho de nombres. Una vez que pasabas el portón, tenías que quitarte los zapatos porque estabas pisando el cielo. Ninguna de las lápidas quedaba totalmente sujeta al piso, daban la sensación de tomar vuelo, eran como chiringas de diversos tamaños, algunas enormes, todas hechas con frotaje. Las paredes estaban cubiertas también de frotaje de lápidas, en blanco y negro y con un color; unas guirnaldas de flores ascendían o descendían desde un techo muy alto. Había otro lugar dañado por un huracán, en el que se cortaron muchos árboles, y con esos árboles hice un círculo y en el medio puse papel japonés blanco, creé como tres ánimas, tres fantasmas; puse coronas de flores con cintas de recuerdos, escritas también en escarcha. En esto participaron estudiantes y profesores de tres universidades; se frotaron tumbas de tres cementerios en diferentes pueblos de la isla: San Juan, Cayey y Aibonito. Fue, al igual que en este cementerio de La Habana, un taller colectivo de creación individual, porque muchas veces entendemos que lo colectivo inhibe lo individual, y no es así, todo depende de la tónica que lleve la acción colectiva. Del modo en que trabajo no puedo inhibir lo individual. Yo oriento las tareas desde un concepto muy general, abierto a lo eventual, al accidente que utiliza las artes como seguro de vida, propicia el hallazgo y el desarrollo de iniciativas individuales. El motivo de la muerte está muy presente en mi trabajo y en muchos trabajos en el Caribe y en Puerto Rico, de manera particular. Yo tengo una serie anterior, creo que es del año 72, se llama El velorio, y en ella se hace alusión a las cosas que la gente dice en los velorios.
¿Me han dicho que usted acostumbra también a hacer despedidas de velorios? Ah, sí, son despedidas de bodas y brindis de duelos. Los términos son perfectamente reemplazables. Me inicié en esas celebraciones por casualidad, una casualidad muy seria. Cuando murió mi madre tuve que aplazar el duelo, cosa que nunca más haré en mi vida. Uno no aplaza las alegrías, pero los duelos quisiera aplazarlos eternamente. Recuerdo que recibí la noticia en medio de la noche y enseguida cobré conciencia de la gravedad de la situación, y me dije: “tengo que seguir durmiendo porque mañana debo levantarme temprano a hacer las reservaciones para salir de inmediato a Puerto Rico, para ir a enterrar a mi madre”. Me dormí al instante, me levanté a la hora señalada, me puse mi sudadera, me fui a correr al parque, di las vueltas y cuando regresé sentí la necesidad de escribir algo. Escribí unas notas que resultaron una manifestación de duelo; un duelo que todavía no había expresado de ningún otro modo, ni tan siquiera en lágrimas. Llamé a la agencia de viajes, hice mis arreglos, consulté a mis ayudantes, me monté en el avión, y mientras viajaba rescribí las notas en limpio. Como casi siempre suelo hacer, corregí algunas tonterías, errores ortográficos, repeticiones, porque escribo siempre como si fuera un medium. Mi escritura viene, yo no sé si del más allá o del más acá, de algún lado, pero no de mí. Yo lo único que hago es tomar notas. En algún momento tengo que mostrarte ese texto, es realmente definitorio; al escucharlo en el cementerio la gente lloraba y se reía. Leí el discurso con ahogo, pero lo llevé hasta el final. Aunque luego ese aplazamiento del duelo me costó volver al sillón del sicoanálisis, porque me daban depresiones. Recuerdo que nadaba todas las mañanas mar afuera y cuando estaba en el límite de las boyas de alta mar comenzaba a llorar y a gritar como por diez minutos. Si tú quieres llorar y que nadie te joda, tienes que nadar mar afuera, es el mejor lugar; además, tú sabes: salado con salado, no importa. Ésa fue mi iniciación en las artes mortuorias. A partir de ahí le cogí el golpe al asunto, hice brindis de duelos y publiqué un artículo, elaboré un texto sobre cómo deben hacerse los brindis de duelos y las despedidas de bodas; la gente me llamaba para pedirme que fuera a hacerlos o para solicitarme lecciones. Todavía cada vez que voy a un mortuorio sé que me toca el discurso, y si no lo escribo antes, me lo invento.
La frotación parece un recurso priorizado, casi una obsesión, en su trabajo de impresión artística… ¿Y quién no la prefiere?, es el principio de toda vida… Si no hay frotación no hay nada, ¿de qué estamos hablando?
Pero se trata en su caso de una frotación con lo inerte… No importa si lo que frotas es la materia inerte, igual es vehículo de vida, de nobles intenciones, de expectativas. Una amiga mía una vez escribió que yo soy un artista no conceptual, sino consensual. A mí me encanta ser un artista consensual. Las lápidas son esencialmente a relieve o grabado, incisión o protuberancia, como las del Cementerio de Colón, contrario al cementerio con s, donde yo partía del concepto de la defensa de la vida y la evidencia de la muerte era sólo un vehículo. Yo llegué al Cementerio de Colón un día en que iba a ver una película en la Cinemateca de Cuba y se produjo un apagón. Alguien me dijo que cerca estaba el Cementerio de Colón, yo sabía que era muy hermoso. Me habían dicho que entre los cuatro cementerios más bellos de occidente, el cuarto era el de Colón; me pareció inconcebible eso de que los cubanos puedan aceptar el número cuatro en algo, una inmodestia que no le va para nada al país… Ahí tuve el apoyo de las autoridades del cementerio, y se comenzó a hacer la investigación que reveló que la mayor parte de los muertos del Caribe están enterrados ahí en tumbas sin nombres. Me di a la tarea entonces de trabajar sobre esa inquietante condición, y en el zócalo, basamento o zapata, puse letras alborotadas, de hormiguero, letras que quieren ser nombres. Fue un leer con las manos, somos una especie de ciegos históricos, ¿verdad?, que descubrimos la memoria en un braille que está escrito por el tiempo. Por eso creo oportuno que hallamos decidido hacer estas acciones en un evento como La Huella Múltiple, pues ¿qué es más múltiple que esos dos millones de difuntos que hay allí?, ¿qué es más múltiple que el trabajo de los marmoleros y fundidores, quienes crearon las matrices que nosotros íbamos a estampar, a imprimir muchas veces, a casi dos siglos de distancia.
¿Comparte usted el concepto o noción de huella múltiple como presupuesto del arte? Hace tiempo que participo de esa noción, es parte de mi ideario, como todos mis idearios presentes; fruto de un diálogo con las circunstancias, con los materiales. Hace tiempo que vengo recogiendo huellas. Por ejemplo, he hecho impresiones de encaje, de esterillas, de pajillas, de todo; o sea, me siento libre al imprimir la naturaleza, las hojas, la corteza de los árboles, los muros… Puedo decir que ninguna superficie me es ajena, y toda superficie invita al tacto; además, bien sea por su lisura y brillantez, o por su aspereza y rudimento, cada una tiene su encanto, es lo que me ha llevado también a hacer el vitral y combinar el esmerilado con el liso transparente. Estoy haciendo hace algún tiempo trabajo con tejedoras, yo hago los diseños que ellas tejen. Antes imprimía los encajes, ahora mando a hacer el encaje, o sea, he pasado de impresor a diseñador del encaje.
Ya que estamos en el tema de los oficios y las profesiones, ¿es la suya una formación académica? Mi educación universitaria fue jesuítica, de índole muy particular. Soy diplomático de carrera. Todo lo demás no es autodidacta, porque esa palabra también me revienta; yo no me enseño a mí mismo, yo escojo a mis maestros y les chupo hasta el tuétano, los dejo secos… La educación que recibí fue una educación de jesuita preparándome para ser diplomático al servicio de los Estados Unidos. Claro, fueron tan buenos en su educación que me revelaron todos los resortes del poder, y ahí fue que descubrí la absoluta colonia, no obstante sus vestidos nuevos, que es Puerto Rico, y todo el balance de poder y las manipulaciones de las relaciones internacionales. A medio camino en el estudio de mi carrera universitaria me di cuenta de que jamás podía ser diplomático, pero me quedé en las aulas, pues tenía mucho miedo a ser lo que siempre quise sin saberlo: artista, y cuando digo artista lo digo en el término más amplio posible, artista como alguien que busca expresar cosas que no necesariamente conoce; artista como nexo entre origen y destino. Esa educación jesuítica me formó y me deformó en el silogismo, reforzó mi pasión racional. Desde que dejé ese mundo hasta ahora ha sido un tratar de desandar, deseducarme y aprender a aceptar lo irracional y la iluminación de otras razones. Claro, creo que es una lucha imposible y siempre tengo una estructura racional, tengo unas coordenadas esclavizantes y, a lo más que he llegado, es a ponerlas al servicio de la sinrazón. Todos estos trabajos colectivos y estas libertades que me concedo están, a su vez, controladas por un rigor cartesiano y –lo que diría un amigo– una maldad jesuítica, una profunda perversión.
¿Alguna vez alguien lo ha tildado de contestatario desde el punto de vista político, ideológico, por esa renuncia o redefinición suya de la vida? Soy político por necesidad, porque soy sujeto y objeto de la política, no es que yo decida ser político, es que no me queda más remedio. A mí, la política no me gusta, si me gustara pues fuera político. Pero sí he sufrido y he gozado de persecuciones, señalamientos. Tenía una casa a la que le llamaba “mi casa de campo” y la invadió el FBI con ametralladoras, dos helicópteros y cuatro vehículos blindados con una veintena de hombres armados. Por suerte no estaba allí, porque no lo estaría contando ahora. No es que me hubieran matado, pero sí me hubiera muerto de miedo, me hubiera dado un ataque al corazón. Y no tenía, supuestamente que ver conmigo, sino que esa casa estuvo vacía durante mucho tiempo y ellos sospecharon de que algo sucedía allí; pero además, fue el mismo día que allanaron una veintena de casas, de hogares puertorriqueños, una operación para amedrentar, y ahí fue donde tomaron preso a Filiberto Ojeda Ríos, el líder nuestro que apresaron y le celebraron un juicio, que yo cubrí como periodista. “Los cuadernos de la corte” fueron los trabajos que me iniciaron en la crónica gráfico-literaria, en un periódico que había jurado que no le iba a dar más de una página al juicio de Ojeda. Recuerdo que con la desfachatez que heredé de la parte materna de la familia, unos jodedores por naturaleza: los Cardona, me presenté en la oficina del director de aquel periódico y le dije: “yo le traigo una propuesta que usted no puede rechazar. Le prometo que voy a levantar las ventas de su periódico, cuando se anuncie que Antonio Martorell va a cubrir el juicio de Filiberto Ojeda Ríos”, y me dijo que sí. Todo el mundo creía que ese juicio iba a durar dos o tres días y duró un mes entero y tuve tres páginas, una vez por semana. Tú sabes que ahí no se pueden tomar fotos, sino sólo hacer dibujos, pero yo oí cosas tan sensacionales que me puse a escribir, entonces se convirtieron en crónicas gráfico-literarias a las que ahora les estoy dando continuidad en “Los cuadernos de la calle” y luego serán “Los cuadernos del Capitolio”, “Los cuadernos del Hospital”, “del Aeropuerto”, “del Manicomio”, y así mientras me paguen.
¿A juzgar por esos modos tan expansivos con que usted se expresa artísticamente, podríamos considerar su obra interdisciplinaria? Aunque existen, trato constantemente de derribar las fronteras. La diferencia entre el individuo y el colectivo me parece, en gran medida, arbitraria. Todo mi trabajo, y cuando digo mi trabajo digo mi vida, es un intento de abolir categorías, abolir límites, confirmar una fluidez, una posibilidad de cambio, de modificación. He visto en el evento La Huella Múltiple que, dentro de lo individual, hay profunda conciencia colectiva de lo cubano y lo universal. Una de las cosas que más me maravilla y entusiasma del arte cubano es esa capacidad extraordinaria de fundir lo propio con lo ajeno, lo internacional con lo nacional, la vanguardia con la tradición; es incluso una de las razones por las cuales regreso siempre a Cuba y me relaciono vitalmente con los artistas. Lo que me trae aquí no es la diferencia; vengo del otro punto, de la tradición de la tradición, pero mi vocación es la vanguardia, no por modalidad, no por afán necio de originalidad, no por ser experimental, sino por sentir y expresar la experiencia, o sea, por ser sujeto y objeto de la experiencia. No es el experimento gratuito, de laboratorio, y mucho menos de modalidad, ni de obsesión de estar al frente, sino satisfacción de estar donde estoy, de reconocer mi posición y adelantarla. Siempre he abogado por la multiplicidad de recursos, incluso, desde los años 70 abogué por una estética caribeña, pero no una estética caribeña limitante, no una estética caribeña que se proponía como dogma, sino como instrumento, partiendo de la certeza del conocimiento y de haber sido víctima de una sociedad que negaba lo propio. Desde el inicio hacía una clarificación fundamental y no era plan de acción y mucho menos camino único, era rescatar elementos hasta entonces negados, que podían incorporarse a nuestro discurso según hemos incorporado también los discursos de la gráfica alemana o del arte japonés. Y así lo he puesto siempre en práctica, como por ejemplo, en la exposición donde incorporo Cartas a un joven poeta, de Rainer María Rilke. Eso despistaba muchas veces a espectadores y a críticos, porque decían: ¿y este puertorriqueño qué hace con Rilke? Pues coño, Rilke a mí me pertenece tanto como me pertenece Thomas Mann, tanto como me pertenece Cervantes, tanto como me pertenece Dostoievski, yo soy también heredero de esa otra parte de la cultura universal, porque lo nuestro es también universal; el Caribe es también universal. Es borrar de nuevo esos linderos, comprender una totalidad, poder nadar libremente en todas esas aguas como propias. Pero vivimos en un total maniqueísmo, y la herencia colonial es tal que en mi país se dio durante años –y todavía se da– una pugna estúpida entre los abstractos y los figurativos, los universalistas y los nacionalistas, ¿qué cosa es eso? Contra eso es que yo particularmente me rebelo. ¿Por qué aparcelar y eliminar del conocimiento y del usufructo de la belleza a los artistas y a los espectadores? No, todo es mío, lo quiero todo, y todo el tiempo.
En casi todos los proyectos colectivos que ha liderado se deja ver una dicotomía complementaria entre vocación de aprendizaje y pedagogía. ¿Cuál de ellas le resulta más gratificante? Todo trabajo mío supone un aprendizaje. Siempre hago aquello que no sé hacer. Si hago algo que sé hacer resulta aburrido para mí y creo que puede resultar aburrido también para el espectador. Odio repetirme, no por afán de lo nuevo, sino por razón de no aburrirme. El aprendizaje es para mí un modo de enriquecer lo que creo una fiesta constante: el trabajo. No hay ninguna otra actividad humana que me dé tantas satisfacciones, compartibles preferiblemente. De vez en cuando me repliego a labores solitarias, pero son las menos, son como descanso y preparación para la inmersión nuevamente en el colectivo. Toda labor es de aprendizaje y de pedagogía, pero no entre maestro y aprendiz, no hay esa posición, lo único que yo le llevo en ventaja al otro aprendiz, porque yo soy un aprendiz también, es que tengo una noción, quizás, sino más clara, por lo menos más inquietante de lo que quiero aprender. Entonces mi labor como maestro, si es que hay alguna, consiste en comunicar esa inquietud, hacerme acompañar en esa búsqueda, sentirme fortalecido por el otro, por la plena conciencia de que mi ignorancia no es única y mi necesidad tampoco es única.
Entre todos los géneros y manifestaciones en que usted ha incursionado: la palabra, la imagen, el teatro… ¿Hay alguno en particular con el que tenga una deuda o compromiso? A mí me apasiona el poder descubrir nuevas opciones o recursos. Ahora mismo tengo la dicha de tener tres páginas, una vez al mes, en un periódico de mi país, en el que puedo decir lo que me da la gana y pintar lo que me da la gana. Para esas páginas estoy escribiendo un texto que parte de mi experiencia reciente en el cementerio. Pero antes estaba haciendo teatro. El teatro alimenta la gráfica; lo literario se alimenta del teatro. Todos son vasos comunicantes y cada uno me prepara y me equipa para el otro. Descanso de un medio en el otro. Aprendo en un medio y aplico en el otro.