En la historia del arte conceptual sobreviven obras donde la idea destrona al objeto o material desde su propia invisibilidad o desaparición. Tales son los casos de la vara de latón de un kilómetro enterrada de Walter de Maria –cabría mencionar también su Campo iluminado (1977) que se activa mediante la azarosa irrupción de una descarga eléctrica–, el grito de Claes Oldenburg en la madrugada neoyorquina, o los pliegos azul cielo de Félix González-Torres que el espectador se lleva a casa para intentar mirarse en el espejo de la eternidad.

Al consumirse semejantes procesos de desmaterialización, estas piezas corren el riesgo de perecer ante la bruma mediática o el vicio de la perenne contemplación museográfica. Sin embargo, algo las rescata como experimentos tolerables en los imaginarios menos ortodoxos: la memoria. Lo que valida tales gestos ante la posteridad es que se les recuerda con asombro, incredulidad o nostalgia.

¿Qué evoca Doris Salcedo cuando manda a seccionar el piso de la Sala de las Turbinas con una grieta de 167 metros de largo? Más allá de sus implicaciones bíblicas o poéticas, la intervención de la artista colombiana en la Tate Modern de Londres perfora la superficie donde se con-funden lo real y lo simbólico de un conflicto insuperable: las barreras que separan a los hombres inmersos en la tentación globalizadora fruto de la mediación política.

Según la escultora, experta en catástrofes periféricas, “el espacio que marca la obra es un espacio negativo, que es el espacio que, en últimas, ocupamos las personas del tercer mundo en el primer mundo”. Esta verdad ineludible se apoya en una actitud de similar organicidad: “Si yo, como artista del tercer mundo, estoy invitada a construir una obra en este espacio, les tengo que traer lo que yo soy y la perspectiva de lo que yo soy”. Al llegar a este punto de equilibrio manipulador, Salcedo podría decir sin miedo a equivocarse: “El tema de mi pieza soy yo misma”. Así la solución visual y la postura ética encarnan una tautología que agradece un espectador sensato de cualquier región del planeta.

“Shibboleth” (2007) es el título de una propuesta matizada por una cuidadosa elaboración literaria. Alude a un pasaje del Antiguo Testamento que describe cómo los miembros de una tribu mataban a los de otra que pronunciaban esa palabra de manera diferente. De igual modo, rememora el poema “Shibboleth” del escritor alemán de origen judío rumano Paul Celan, versos donde todo culmina en un duelo permanente. Dicha referencia permite que Salcedo logre justificar el statement de su gesto cuando declara: “El arte no tiene la capacidad de redención. El arte es impotente frente a la muerte”. Jorge Luis Borges tenía razón: “Todo poema, con el tiempo, es una elegía”. El cumplimiento de este lirismo profético –verificable en nuestra época– ha sido muy bien aprovechado por Doris Salcedo.

Tampoco debemos olvidar que Paul Celan (1920-1970) se quitó la vida arrojándose al río Sena desde el Puente de Mirabeau, para luego ingresar en la galería de suicidas célebremente mediáticos del nuevo milenio. ¿Quién no se conmueve o, al menos, esbozaría cierto temblor frente a esta mezcla de tragedia y patetismo? Ello facilitó imprimirle una dosis de calidez dramática al suplemento verbal de una intervención cuya apariencia noble provoca que hasta los niños se acerquen y toquen sin temor las grietas que dividen simbólicamente la inmensa Sala de las Turbinas.

Entre la seducción y la herida oscila esta pieza que transita de lo real a lo simbólico sin muchos aprietos. Nadie discute el vínculo de “Shibboleth” con el legado estratégico de los emblemáticos Gordon Matta-Clark (1943-1978) y Hans Haacke. Aunque le falta el aura clandestina de Matta-Clark seccionando edificios abandonados o el desacato frontal de Haacke a las trampas financieras que sustentan la base económica del engranaje artístico. Claro que D.S. no se expuso a que la policía detuviera la intervención como le sucedió a Matta-Clark, ni tampoco padeció la censura del propio museo como le ha ocurrido a Haacke. En cambio, ha concebido una obra que merece la atención del público y la crítica.

Es curioso que Salcedo englobe su obra en términos de “una crítica al arte, a la historia del arte, al museo y, obviamente, a la sociedad en general”, porque, según conviene ella, “el museo y el arte en particular han jugado, a través de la historia, un papel muy importante en definir un ideal de belleza, igualmente, un ideal estético”.

¿Cómo es posible que una propuesta tan cuestionadora sea tan bien acogida por la misma institución-arte y su red de consenso publicitario? ¿Debemos aceptar satisfechos que una metáfora tan desgarradora cause más atracción que repulsión? ¿Tendrá alguna significación futura que al tapar las grietas permanecerá una cicatriz en el piso de la galería (crucial testimonio de una profunda herida) como se jacta el director de la Tate Modern? Hay que ser un consumista demasiado ingenuo para recitar la oración del “canto contra el racismo” (enarbolado por Doris) que emana de la intervención.

Algo muy diferente propuso Teresa Margolles (Culiacán, 1963) cuando llenó una zanja con flujo sanguíneo de personas asesinadas. Entonces los visitantes salían del recinto sin opciones de un grato paisaje instalativo. Sin abandonar el contexto referencial que inspiró la obra, Margolles desagradó al público negado a sentir el olor de la muerte. En este caso, se percibía el shock descartando una posible connotación virtual o meramente literaria.

“(La grieta) no tiene fondo” –argumenta D.S. “Es tan profunda como la grieta de la humanidad”. De acuerdo con este dictamen, la artista persigue detonar una catarsis de infinitas preguntas sin respuestas: ¿Hasta cuándo los humanos persistirán en la ardua tarea de establecer límites infranqueables? ¿Será que el “No pasarán” amenaza derivar en la consigna de toda imposibilidad de armonía universal? ¿Nos veremos obligados a reconocer que la división constituye la única dialéctica sostenible en un mundo aparentemente cambiante? Pero tanta ubicuidad histórica no consigue fulminar la veracidad palpable de un sismo tropológico pleno de vacío, dudas y fracasos.

Doris Salcedo (Bogotá, 1958) consiguió transformar el caos real en belleza simbólica. Su fractura también sugiere la visión de senderos que se bifurcan a causa de un temblor de tierra benévolo con el primer artista latinoamericano gozando el privilegio de exhibir durante seis meses en la Tate Modern. ¿Cicatriz o desaparición? ¿Marca o emblema? Todo se resuelve en un simulacro problematizador que alcanza su objetivo: representar una farsa trágica configurándose por el impacto de la imagen. No hay dudas de que se trata de otro golpe de efecto demoledor, desde un silencio escultórico asistido por la elocuencia del soporte textual. Digamos: una coartada de marketing conceptual casi perfecta. Por si fuera poco, la gente puede entrar a la Tate y jugar sin presión alguna con los escombros alegóricos de la historia pasada, presente y futura.

Ésta es la variante más astuta de recordarles a los gestores del mainstream primermundista lo que desean escuchar en voz de sus artistas elegidos del tercer mundo. Cualquier mente despierta sospecharía que impera el acuerdo de no enarbolar la sentencia del escritor inglés George Orwell en el prefacio a su novela satírica Rebelión en la Granja (1945): “Libertad significa decirle a la gente lo que no quiere oír”.

Salcedo insiste en que sus “actos de memoria” no buscan mostrar el espectáculo de la violencia, sino el estado latente de ésta. Bajo esa impronta abstracta, lo más probable es que el público visitante de la Sala de las Turbinas haga realidad el sueño de disfrutar un reconfortante espectáculo. La paradoja se advierte en los accidentes sufridos por algunos curiosos ante una incisión sin vallas protectoras. De esta forma, el quiebre minimalista se antoja un gancho presto a la crudeza sensacionalista.

Luego de abandonar la antigua central eléctrica donde está enclavada la Tate Modern, ¿qué perdura en la memoria de la masa de espectadores para la cual se exhibe la pieza? ¿Un desastre global facturado con la precisión y síntesis que exige una ovación?