Festival de Cine Latinoamericano de Trieste. El arte de la memoria
El Festival de Cine Latinoamericano de Trieste, cuya 34 edición ocurrió entre el 9 y el 17 de noviembre, es la cita más importante y antigua dedicada a la promoción en Europa de la cinematografía latinoamericana. Por su propuesta polifónica y exhaustiva, confirma su importante compromiso: un papel programático para la difusión en el viejo mundo de las realidades más o menos escondidas de Latinoamérica.
Son una coralidad de voces diferentes las que poblaron el horizonte del Festival, todas exclamando su derecho a ser compartidas. A ser escuchadas por el público más variado, que desde la noche inaugural fue invitado a relacionarse con el eje fundamental de este año: la memoria. En este momento histórico, marcado por un escenario latinoamericano totalmente convulsionado, el hilo conductor fue el recuerdo, el no-olvido, el perpetrar un pasado poblado por hechos dramáticos que no tengan que repetirse. Entraron en juego historias de inmigrantes que han contribuido a la cultura y a la identidad de sus nuevos países; o dramáticos eventos, determinantes para las instancias y las idiosincrasias de los pueblos latinoamericanos; o recuerdos de personas y lugares en riesgo de perderse, eliminando parte del patrimonio y de la identidad colectiva. Recordando la frase del cineasta Patricio Guzmán —sin memoria somos como una familia sin fotografías—, el director del Festival, Rodrigo Díaz, marcó el comienzo de esta edición, porque «no olvidar define nuestra identidad».
El arte cinematográfico se autodefine por su noble papel: comunicar y guardar para las generaciones. Para enseñar tanto la Historia, como las historias, y los artistas entre sus pliegues, contemplando seres humanos en lucha para su lugar en el mundo. Un mundo injusto donde los ideales fracasan y casi nunca los buenos ganan, pero donde entonces, a quien lo sabe mirar, el arte viene en ayuda, para sanar heridas con la belleza. Este es su desafío y su razón de ser: vehicular el aprendizaje de lo que aún no se conoce, para hacer claridad allí donde la crónica levanta polvo.
De injusticia habla el cubano Alejandro Gil, por segunda vez en Trieste, quien con Inocencia ganó los premios por mejor interpretación de su cast y mejor banda sonora. Tener un reconocimiento por llevar a cabo una película histórica en Cuba, desafío inmenso, define aún más su agradecimiento.
Gran protagonista de esta edición fue México, que ganó el premio por mejor película: Asfixia, de Kenya Márquez, que rescata el amor materno en una Ciudad de México marcada por interés y violencia, y el premio Malvinas para Cicatrizarte, de Enrique Arroyo Schroeder, que plantea cómo el arte pueda sanar emocional y espiritualmente. Icónico reconocimiento recibió Gabriel Retes, por su carrera y su importante aporte a la cinematografía mexicana y latinoamericana toda. El director estrenó mundialmente en Trieste su película diecinueve, La revolución y los artistas, que tanto poética como irreduciblemente plantea el papel de los artistas y los intelectuales en la educación de la sociedad. Cruzando realidad y fantasía en el México de los años veinte, Retes habla a su país hoy día. Y no solo a él, sino a todas las sociedades presentes y futuras, marcando la importancia de seguir promocionando el arte y la cultura en todas sus formas para la edificación de una sociedad más consciente acerca de sus posibilidades y sus derechos a la formación del ser humano.
Argentina también estuvo signada por la necesidad de seguir enseñando lo que la memoria sola no logra guardar para la posteridad sin el auxilio del cine. A Cinthia Rajschmir fue entregado el premio del público por su Cortázar y Antín: cartas iluminadas, que revela el sinuoso vínculo entre literatura y cine. Mientras la belleza del norte patagónico, evocado por la película Ojo de mar, de Pavel Tavares y Benjamín Garay, sensibiliza sobre la importancia de cuidar tanto el patrimonio intangible y paisajístico como el de sus habitantes, que siguen viviendo según leyes atávicas, amenazadas por el olvido. Y la memoria es imprescindible herramienta catártica para Maria Silvia Esteve, que con la obra Silvia logra re-pacificarse con el recuerdo del matrimonio infeliz de su madre, aniquilado por las imposiciones feudales de una sociedad argentina que recién ahora logra enfrentar sus fantasmas.
Estas y otras temáticas emocionaron el Teatro Miela de Trieste durante la 34 edición del Festival de Cine Latinoamericano, indispensable plataforma de lanzamiento en Europa. Determinadas coyunturas que promueven la cultura y el arte no pueden mirar para otro lado, «sino asumir un compromiso y colocarse de la parte del derecho, de la justicia, de las aspiraciones de las mayorías». El esfuerzo, como aclara el director, siempre fue hecho «para contribuir a superar los estereotipos que caracterizan la mirada europea hacia América Latina, que se amplifican cuando se hacen desde un prisma político interesado», porque América Latina no es solo eso. La cara que el festival quiso narrar y sigue enseñando a su público desde sus primeros pasos es la de un continente «que trabaja, que sueña, que crea, que aspira al derecho a ser feliz».
The art of memory
The Trieste Latin American Film Festival, whose 34th edition took place during November 9-17, is the most important and oldest event dedicated to the promotion of Latin American cinematography in Europe. Through its polyphonic and exhaustive proposal, it confirms its important commitment: a programmatic role for the dissemination in the old world of the more or less hidden realities of Latin America.
They are a choir of different voices that populated the Festival's horizon, all claiming their right to be shared and be heard by the most varied public, who since the opening night was invited to relate to the fundamental axis of this year: memory. At this historical moment, marked by a totally convulsed Latin American scenario, the thread was the memory, the non-forgetfulness, the perpetration of a past populated by dramatic events that must no be repeated.