Sara Hooper en su taller (in her workshop) / Asunción, Paraguay, 2010Foto (Photo): Andrés Sténico
S/t, 2004 / Óleo sobre tela (Oil on cloth) / 100 cm x 130 cm / Colección privada (Private collection) / Foto: Cortesía de la artista (Photo: Courtesy of theartist)

Carne fue el título –lacónico, intenso– de la última muestra colectiva en la que Sara Hooper ha participado.1 Si bien en español la palabra “carne” parece acentuar el carácter animal de la materia y admite un uso tanto prosaico como poético, en inglés –idioma familiar de Hooper– la experiencia humana de la carne es flesh, pasión física y espiritual, “esa nube roja cuyo relámpago es el alma”, como diría Marguerite Yourcenar.2 De esta última especie es la carne que Hooper exhibe en su pintura. Es carne refinada, curtida en soledad y abandono, pasión flemática –si se quiere–, tensa y relajada a la vez.

De origen anglo-argentino, Sara Hooper se instaló en Asunción a finales de los años 70, cuando el Paraguay era un país sólo conocido por su calor, por sus naranjas y por la dictadura de Stroessner, que llevaba más de veinte años en el poder.

Hija de un pintor de domingo (odontólogo de profesión, de quien heredó una paleta melancólica), Hooper vivió su adolescencia entre Buenos Aires y la Patagonia austral, muy al sur de la Argentina, donde pasaba largas temporadas en el campo de la familia. Allí desarrolló su afición a los caballos y a los horizontes dilatados que luego se manifestarían en su pintura. Sus inicios en el arte estuvieron ligados a la figura del animal que para ella, hoy, es la representación de un mundo perdido. Con la venta de las tierras familiares aquel tiempo placentero quedó atrás, tan lejos como las largas planicies que recorría en sus cabalgatas, tan distante como aquella montaña que, aun fuera de su alcance, siempre supo que “le pertenecía”.

Sara Hooper hizo su primera exposición en la desaparecida Galería Sepia, en Asunción, allá por 1983. Frente a su obra actual, iniciada hacia el año 2002 y en la que es imposible discernir lo humano de lo animal, la artista rememora aquellos días: “Comencé dibujando caballos, pelo por pelo; hacía la parte de los ojos con sus distintos niveles; el morro por donde respira, que parece un terciopelo, una superficie casi erótica”. A pesar de conocer no sólo la anatomía del animal, sino también su fisiología y sus estados de ánimo, Hooper (adicta a la equitación, como buena inglesa) nunca llegó a representarlo en plenitud, completo: “Dibujaba, más que nada, cabezas, poniendo especial énfasis en los labios, las ranuras, los orificios, las crines. Nunca hice fondos, nunca hubo escena; las cabezas flotaban libres sobre el blanco del papel, se recortaban, bien centradas”.

Hoy sus figuras, dice Ticio Escobar, “se nutren de la memoria del cuerpo animal para escapar del círculo de la mimesis y empujar nuevos derroteros de significación”.3 Accedemos a ellas a través de una “ventana” rodeada de inmaculado blanco. Este espacio de silencio es, para Hooper, tan relevante como la figura misma. Es un contexto vacío, una nada potente que incita al voyeurismo, una suerte de étant doné que despierta un erotismo de intracuerpo.4

José Luis Brea asoció la obra de Hooper a las investigaciones de Lynn Margulis, la genetista norteamericana que compartió la vida con Carl Sagan y escribió Mystery Dance: On the Evolution of Human Sexuality. Durante un breve viaje a Asunción, Brea sugirió a Hooper la lectura de este ensayo que aborda la evolución humana a partir de un concepto radical: el strip tease involutivo hasta vislumbrar las primeras formas de la vida.

Conocer a Margulis le permitió a Hooper verbalizar sus propios procedimientos: “Las capas de mi pintura van reproduciendo las capas de la evolución humana. De ahí la imposibilidad de la prisa. Necesita tiempo para ir naciendo por acumulación, por sedimentación de colores y formas. Los accidentes e intentos fallidos también son importantes, porque crean nuevos efectos que de otra manera tal vez no hubieran podido nacer”.

Cada superficie pintada condensa largos procesos de mutación en el plano físico y en el psíquico, desde los microorganismos hasta el cerebro humano: “Al pintar voy imaginando la animalidad de nuestras actitudes, voy materializando estados de alerta primitivos, instintivos; siento el reptil cuando va perdiendo la piel, la suma de los estadios evolutivos de los seres. Fue un libro inspirador”.

Sara Hooper define su técnica como “un producto de ansiedades contradictorias y paciencias desbocadas”. Hace gala de una proverbial parsimonia al pintar, que la lleva a lograr infinidad de matices dentro de una misma gama, llegando a exquisitos monocromos, a un “color carne” que expresa tanto la lividez del placer como la de la muerte.

En estas formaciones orgánicas fragmentarias hay dispersión, concentración, profundidad de campo. “Antes, mi pintura era frontal; hoy hay espacio, hay distancia. El pliegue, esa carne caída, me gustó siempre: arrugas, pequeñas cavidades, escondites que guardan historias”. Fláccidos, sensuales, estos pliegues y contrapliegues se arremolinan como entidades fantasmáticas que asumen las formas lisas o torturadas de las sociedades y los individuos, incluidas las de la propia naturaleza.

Poseedora de un erotismo visceral, que algunos hasta llegan a calificar de obsceno, la obra de Hooper ha sido exhibida con éxito en Buenos Aires (donde compartió sala –y premios– con Jacques Bedel y Clorindo Testa),5 en Murcia (Galería Fernando Guerao), en Washington (artDC) y en Zurich (Art International). En Paraguay permanece casi confidencial,6 cual rara avis, semioculta en su propio laberinto.